Vistiendo el vacío. La persona y la comunidad como frontera piacular

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Sólo hay una cosa más lamentable que las calles vacías de un pueblo en navidad. Esas mismas calles, más solitarias todavía, tras ser adornadas con la iluminación navideña. Al contrario de lo que se pretende, las luces no animan el pueblo, sino que subrayan la tristeza terminal del mismo. No lo colman, más bien lo vacían con su presencia. Este tipo de vacío, que se fortalece cuando a lo que se aspiraba era a hacerlo desaparecer, es un compañero incómodo. Por el contrario, muchas veces, las comunidades elaboran estrategias, aprenden a convivir con él aceptándolo y buscándole un sitio para que en el momento oportuno pueda ser convocado, querido y cuidado. Como cuando en algunos lugares, durante esas mismas fechas, visten la mesa con un plato de más para esos invitados que, ya fallecidos, están llamados a acudir como ausencia.

Cuando hablamos de vacío, solemos pensar en el vacío físico. En un continente, pequeño o colosal, tan solo habitado por sus límites, a veces conocidos, como los de un tarro de conserva, otras incognoscibles como los del universo. Así, el vacío es pensado como una nada en o una nada entre, siempre potencialmente dispuesto a convertirse en espacio y por tanto a ser habitado o usado.  No se me escapa que lo que coloquialmente solemos llamar vacío, en realidad nunca lo está, puede haber aire, fotones, polvo… pero desde una perspectiva cultural la cosa es distinta. Cuando pensamos en el vacío como otro agente más de la sociabilidad humana, que supone una relación con lo que nos falta, quien nos falta o como posibilidad, constituyéndonos como parte de sus límites, nos encontramos con que este vacío cultural muchas veces se hace más presente cuantos más elementos participan en él.

En el primer texto de “La muerte y la mano izquierda”, por medio de ejemplos etnográficos, Robert Hertz nos habla de ese vacío del que nadie escapa y que, para reconciliarnos con él, debemos hacerlo presente mediante ritualidades públicas o íntimas. Vistiéndolo y sosteniéndolo en el día a día o en celebraciones culturalmente pautadas. Aprendiendo a conmorir, si se me permite el neologismo, junto a otros. Preparándolo todo para que no se nos caiga encima cuando más vulnerables estemos y nos devore; tal y como hacen todos los falsos olvidos. “La muerte no se limita a poner fin a la existencia corporal visible de un vivo, sino que del mismo golpe destruye al ser social inserto en la individualidad física a quien la conciencia colectiva atribuía una importancia y dignidad más o menos fuerte”, nos dice Hertz. Porque la muerte es un hecho social que experimentan los vivos y que comienza tras una acción, la última y generalmente involuntaria, que ha realizado el ahora difunto, morirse. Esto es algo que parecen no entender quienes argumentan contra la eutanasia, morir es una acción de vida, no está fuera de ella. Y por tanto elegir morir dignamente, con lo que para cada cual esto signifique, es elegir vivir dignamente.

Cuando alguien fallece, todo en la comunidad debe reorganizarse, tanto en el más acá como en el más allá. Y no es necesario participar de una creencia espiritual o religiosa, o tener una idea de trascendencia. A partir del fallecimiento, esa persona seguirá estando, al igual que los vivos, en algún sitio; probablemente en muchos. Esos sitios hay que prepararlos y acondicionarlos para facilitar ese conmorir entre los vivos. Es por tanto una labor colectiva. “El hecho brutal de la muerte física no basta para consumar la muerte en las conciencias” (Hertz). Ninguna persona sola puede reordenar, vestir y cuidar esos vacíos. Ya que, si en vida toda la red de la acción social es interdependiente, tanto lo serán, de otra manera, en otros tiempos y lugares, esos vacíos tras la muerte. Porque tanto en la vida como en la muerte, la presencia y la ausencia son formas de estar, agentes sociales con los que debemos relacionarnos.

Pero lo que primero debe realizar la comunidad para consumar la muerte en las conciencias es socializar con el cuerpo del difunto. Aunque en las comunidades occidentalizadas el cadáver es casi más un problema de higiene, o de salud pública, que un agente social, todavía reservamos un pequeño espacio para una ritualidad que tendemos a considerarla más como un compromiso que podríamos eludir que como una necesidad. Esto provoca que seamos más propensos a ser víctimas del daño que producen esos falsos olvidos a los que nos referíamos antes.

No sólo nuestras sociedades urbanizadas se apresuran a deshacerse del cuerpo del fallecido, algunos pueblos amazónicos por ejemplo lo hacen. Pero son excepciones. Para la mayoría en cambio, el tratamiento que se dispensa al cuerpo es fundamental para que la vida de la comunidad pueda continuar con normalidad. Esta ritualidad, tanto las exequias, segundas exequias, duelo y luto, entrarían dentro de lo que Émile Durkheim denominó ritos piaculares. Aquellos orientados a regular en la comunidad “Toda desgracia, todo lo que es de mal augurio, todo lo que inspira sentimientos de angustia o de temor…”. El tratamiento del cadáver durante el ritual será uno u otro dependiendo del estatus, del género, de la edad del fallecido y de lo esperada o inesperada de la muerte. Así también, cada miembro de la comunidad debe ocupar un lugar determinado durante el ritual según su relación con el difunto, si es hombre o mujer, estatus y edad. Edmund R. Leach lo explica: “El ritual sirve, pues, para recordar a los presentes qué posición ocupa exactamente cada uno de ellos en relación con los demás y en relación con un sistema más amplio”. Esto se aplica tanto a los vivos como al muerto. La muerte es un fenómeno colectivo que va más allá de las implicaciones psico-afectivas de cada individuo porque, como escribió Durkheim:

“No es sólo que los parientes más directamente afectados transmitan al grupo su dolor personal, sino que la sociedad desarrolla sobre sus miembros una presión de tipo moral para que se armonicen con la situación”.

Es curioso que en nuestras sociedades occidentalizadas y principalmente urbanas, la primera socialización con el cuerpo de un difunto sea tan tardía. Y es curioso porque se muere gente a nuestro alrededor continuamente. Hasta no hace mucho era de otra manera. Desde que se tenía uso de razón se presenciaba e incluso se participaba en las exequias de familiares o miembros de la comunidad. Tal vez ha perdurado más en zonas agrarias, pero, tras la invención de “lo rural”, ha habido una progresiva urbanización de las costumbres que han convertido toda ritualidad en manifestaciones eludibles donde apenas se nota esa presión social de tipo moral a la que se refería Durkheim.

No así sucede con los wayu. En Etnografía del rito: reciprocidad y ritual funerario entre los goajiros, José Enrique Finol nos relata la manera como, a través del ritual funerario, el pueblo guajiro inicia un proceso de socialización de las nuevas generaciones donde se les inculca un sentido de solidaridad con la familia, el clan y sus difuntos. Incluyo unos pequeños fragmentos extraídos  de la etnografía tan sólo como muestra de un proceso ritual que seguro se asemeja mucho a lo que sucedía en Europa no hace demasiado tiempo.

Una vez que ha ocurrido el fallecimiento el cadáver se deja en reposo durante un breve tiempo (entre 30 a 60 minutos). Esto “es con la finalidad de que el muerto tenga la oportunidad de acomodar sus pertenencias, acomodar las ropas y enseres que se va a llevar consigo. Si no hacen eso, puede quedar penando el alma del muerto en la casa donde falleció” (cita Finol a Fernández, J. A.)

La preparación y cuidado del cuerpo.

Una vez finalizado el reposo, los familiares proceden a verter en el estómago del difunto de medio litro a un litro de chirrinche (ron). El propósito de esta operación es evitar que el cuerpo comience a descomponerse demasiado rápido. Hoy es común que el ron, siguiendo costumbres occidentales, sea sustituido por formol.

Los familiares proceden a bañar, con agua y jabón, el cuerpo de la persona fallecida. Según se desprende del testimonio de Luis González: “Lo bañan (al difunto) porque lo quieren; al que no quieren no lo bañan, como si fuera un animal”. María Uriana, del clan Uriana, asevera que “si no lo bañan (al difunto) lo sueñan mucho porque todavía está entre nosotros”.

El lugar prescrito donde cada miembro de la comunidad debe situarse y las obligaciones que esto conlleva.

A las familias que asisten al lugar del velorio se les asignan lugares específicos donde permanecer, donde colgar sus chinchorros y recibir los alimentos y bebidas que serán consumidos.

La manera cómo debe manifestarse el duelo y quiénes deben hacerlo.

El lloro colectivo se continuará a lo largo del velorio. Generalmente son las mujeres las que más lloran y para ello deben cubrir su rostro con un pañuelo negro.

Iniciar y enseñar a los más pequeños a través del sistema de creencias la importancia de su participación en los procesos rituales para la comunidad.

Antes de la salida del féretro hacia el lugar del entierro, se acostumbra en algunas familias pasar a los niños y niñas de la familia por encima del mismo, de un lado a otro. El propósito de este acto ritual es el de evitar que sean propensos a las enfermedades o que puedan morir a corta edad.

José Enrique Finol nos muestra la manera en que los wayu o guajiros comienzan, tras el fallecimiento de uno de los suyos, a resituar a cada uno de los miembros de la comunidad. No se limitan a reubicarse para llenar el vacío, sino que se relacionan con él y lo cuidan, sosteniendo intergeneracionalmente el sentido de comunidad. Ese vacío no puede seguir ocupando el mismo lugar que antes ocupaba el fallecido cuando vivía, debe ocupar otro sitio y tiempo y la relación será de otro tipo, pero no desaparece, sigue estando ahí.

En los diferentes desarrollos culturales alrededor del mundo, el duelo no es tanto la muestra de un sufrimiento emocional como la prescripción reglada de cómo debe manifestarse. Lloros, gritos, laceraciones con cuchillos, arrojarse al suelo para que danzadores les pisen, etc. Es en la catarsis del dolor compartido donde el individuo se reafirma en la vida. En soledad el suelo tiembla y el muerto te arrastra con él. En cambio, cuando nos disolvemos en los demás, paradójicamente nos sentimos más sólidos y enteros. Respecto al duelo y el luto, solemos estar más familiarizados con la perspectiva de la psicología moderna como procesos de adaptación emocional que un individuo realiza por sí mismo, con apoyo o no, a una nueva situación vital en la que siente que se le ha arrebatado algo o alguien. En sociedades tradicionales son procesos reglados, más o menos estrictos, que obligan al individuo, casi siempre mujer, a cumplirlos. Vestirse de determinada manera o color, tapar el cabello o cortarlo o no pronunciar el nombre del difunto, son algunas de las costumbres, respecto al luto, más comunes.

La relación con nuestros difuntos no se limita al sepelio, sino que, a lo largo del ciclo ritual de celebraciones anuales, una comunidad reserva espacio para visitar a sus muertos y relacionarse con ellos. En Cuando los muertos se emborrachan con los humanos. Una etnografía de los rituales funerarios en los Andes bolivianos, Céline Geffroy nos cuenta  como a día de hoy sigue existiendo este tipo de relación entre vivos y muertos y cita a Gerardo Fernández Juárez:  “los cercanos aimaras no tratan a sus muertos como tales, puesto que beben, comen, gozan de música y de la fiesta, se visitan mutuamente. Tampoco se les trata como a vivos. Los participantes se ocupan de sus muertos como si estuvieran en vida, pero circunscribiendo los límites espaciales y temporales dentro de los cuales estas relaciones tienen lugar y son eficaces”. Geffroy nos recuerda que “los cronistas de los siglos XVI y XVII ya relataban cómo los indios paseaban a sus muertos momificados en procesión, los alimentaban, les servían de beber, los vestían y hasta los hacían bailar”. Les reconocen necesidades y apetencias de vivos pero estas se deben circunscribir al momento ritual adecuado. Hay momentos en que los vivos se acercan a los muertos y a la inversa. En este espacio físico y temporal comparten:

Se bebe con el muerto, para el muerto y en nombre del muerto… Al enunciar su nombre, los que vienen para compartir le ofrecen una libación invitándole a servirse: «Tú, Zenobia, toma esto y yo tomaré el resto»”.

En este caso andino, es a través de la ingesta de alcohol como se revela la presencia de quienes murieron: “La ebriedad revela a los difuntos. Los humanos les prestan su propio cuerpo como soporte material y concreto de las bebidas y comidas que se les dan, puesto que toman con ellos y para ellos. Se recibe la bebida alcoholizada en nombre del muerto. Mediante esta transferencia, podemos considerar que el bebedor «incorpora» a los muertos”. Personas vestidas de blanco representan las Almas que beben y comen con los vivos.

Los ejemplos etnográficos descritos remiten a una ritualidad sostenida en costumbres de las que participa toda la comunidad, pero también, y, sobre todo, socializamos con el vacío en la cotidianeidad de nuestras vidas de forma mucho más íntima. Figuras conocidas y queridas nos aguardan tras fechas, lugares, recetas, aromas,…y también ahí debemos aprender a conmorir.

Un joven conversando con su abuela, ya muy mayor, le preguntó que porqué después de varios años de haberse quitado el luto, había vuelto a vestirlo. Ella le respondió que desde que se lo quitó, no habían vuelto a preguntarle, ni a interesarse ningún nieto, por su abuelo. Más allá del pertinente análisis respecto a cómo la cultura patriarcal impone sobre la mujer responsabilidades simbólicas, esa abuela no sólo se viste a ella misma con el luto, está vistiendo un vacío querido. Lo mantiene visible para que sus descendientes la acompañen en ese conmorir y no olviden en falso a su abuelo. Porque el consumar la muerte en nuestras conciencias no es olvidar y seguir como si nada. Nadie puede hacerlo. Es aprender a relacionarte con el vacío, con la muerte, convirtiéndote a ti mismo y a tu cuerpo en su límite y frontera.

Pablo Martínez Tobía

Pablo Martínez Tobía

Referencias

Hertz, Robert (1990): La muerte y la mano derecha. Madrid. Alianza Editorial.

Durkheim, Émile (2007): Las formas elementales de la vida religiosa. Madird. Akal.

Edmund R. Leach (1975): Ritual, en Enciclopedia internacional de las Ciencias Sociales. Madrid. Editorial Aguilar.

José Enrique Finol (2012): Etnografía del rito: reciprocidad y ritual funerario entre los guajiros. Etnografía-del-Rito_-Reciprocidad-y-Ritual-Funerario-entre-los-Goajiros.pdf (joseenriquefinol.com)

Fernández, J. A. (1995): Algunos Aspectos de la Cosmovisión Guajira. Ponencia Presentada en el I Congreso Cultural del Caribe, Maracaibo, en José Enrique Finol (2012): Etnografía del rito: reciprocidad y ritual funerario entre los guajiros. Etnografía-del-Rito_-Reciprocidad-y-Ritual-Funerario-entre-los-Goajiros.pdf (joseenriquefinol.com)

 Geffroy, Céline (2016): Cuando los muertos se emborrachan con los humanos. Una etnografía de los rituales funerarios en los Andes bolivianos. Anales del Museo Nacional de Antropología XVIII.

Fernández Juárez, Gerardo (1999): «Almas y difuntos: ritos mortuorios entre los aymaras lacustres del Titicaca». En Geffroy, Céline (2016): Cuando los muertos se emborrachan con los humanos. Una etnografía de los rituales funerarios en los Andes bolivianos. Anales del Museo Nacional de Antropología XVIII.

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4 thoughts on “Vistiendo el vacío. La persona y la comunidad como frontera piacular

  1. Querido Pablo:
    Me atrevo a apuntar como clave de tu artículo que la muerte es, culturalmente, hacedor de la sociabilidad humana. Lo deduzco al ver que el inicio de tu texto (concretamente, en su segundo párrafo: «…desde una perspectiva cultural la cosa es distinta. Cuando pensamos en el vacío como otro agente más de la sociabilidad humana, que supone una relación con lo que nos falta, quien nos falta o como posibilidad, constituyéndonos como parte de sus límites…») tiene relación con su final (último párrafo: «…el consumar la muerte en nuestras conciencias no es olvidar y seguir como si nada. Nadie puede hacerlo. Es aprender a relacionarte con el vacío, con la muerte, convirtiéndote a ti mismo y a tu cuerpo en su límite y frontera»).
    Si no me he equivocado en mi apreciación, creo que tu tesis es absolutamente esclarecedora de lo que vi y sentí el pasado día 1 en el cementerio. Por ello, te agradezco tu artículo.

  2. Hola Ramón. Sí, así lo creo. La ritualidad compartida frente a la pérdida y la manera en que nos relacionamos con ella son constituyentes fundamentales de una comunidad. No sé si vivimos en sociedades poco cohesionadas porque lo hacemos de espaldas a la muerte o es al contrario pero cualquiera que participe en un funeral o acompañe a familiares el día de difuntos todavía puede percibir la importancia y fuerza de estar ahí. Gracias por leer el artículo y por tu generoso comentario.

  3. Perdón de antemano por si mi profana mente tergiversa sus palabras, pero me pregunto si lo expuesto, asumiendo que la clave es la sociabilidad humana, podría extrapolarse no solo al vacío de una muerte de un ser querido, sino a la de un animal de compañía, a la obsolescencia de un choche o al extravío de una simple cartera. Quizás esté siendo muy simplista, pero creo obvio que no solo la muerte es creadora de sentimientos «piaculares» en el hombre (si es que he entendido bien la palabreja) pero que ante ellos no existen, propiamente y regulados socialmente, rituales para el alivio de tales vacíos como sí para la muerte. Puede que no sean vacíos comparables, pero eso, supongo, resulta subjetivo.

    En resumen, a dónde quiero llegar, es que ¿la muerte, como acción o hecho, en realidad es tan diferente como lo puede ser la primera menstruación o la maduración sexual, las primeras palabras o la graduación de un hijo, la firma de una hipoteca, etc… como hecho sociabilizador y que el reparo de la ausencia es algo accesorio?

  4. No es fácil conversar de ciertas temáticas marcadas como tabúes inconscientes por la sociedad. Menos aún reflexionar y escribir sobre las mismas. Osado artículo.

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