
En la oscuridad de una sala de cine, con el crepitar de las antiguas cintas de fondo, o frente al brillo de una pantalla moderna el vampiro despierta una y otra vez, transformándose siempre y sin tregua.
Con las los trucos de “La masión del Diablo” (“Le Manoir du Diable”, 1896) de Georges Méliès, la seductora capa de raso de Christopher Lee y los destellos juveniles de “Crepúsculo”, este ser ha mutado en el celuloide como jamás lo había hecho antes. Ya no es sólo un monstruo terrorífico, tampoco un héroe trágico, sino ambas cosas y más. El vampiro es un mito vivo, nuestro reflejo oscuro.
El Conde Orlok, cuya silueta alargada y grotesca han trazado ya Max Schreck, Klaus Kinski, Willem Dafoe y Bill Skarsgård, entre otros, trasciende la seducción de Drácula y se alza a través de más de un siglo de cine como el reflejo más puro de esa dualidad eterna: bestia demoníaca y alma torturada. Evoluciona de no-muerto brutal y plaga grotesca a tragedia consciente y dialoga con su época tejiendo un relato universal sobre la guerra, la ruina y la luz que restaura lo perdido. Frente a él, Ellen surge como ese faro de Redención: su fe y amor vencen donde la razón, la fuerza y la ciencia fracasan. Nosferatu no sólo retrata un tiempo roto, sino que exorciza sus sombras.
La evolución de un mito.
Porque Orlok no busca seducir; su fuerza radica en ser nuestro opuesto, un vampiro que encarna tanto el mal primigenio como un tormento humano; y una parte de nosotros. Nacido de entre las cenizas de un mundo roto por la I Guerra Mundial y la Gripe Española, en 1922 Friedrich Wilhelm Murnau lo lleva a la pantalla como una plaga, un símbolo de lo vivido: peste, ruina, muerte. Una respuesta a las «muertes masivas y sin sentido provocadas y sufridas por todos y cuyo fantasma nos persigue a todos» en palabras de Albin Grau, productor de la cinta. Muertes que necesitaban Redención.
Un film atípico pero de corazón expresionista y temática romanticista que rechaza el realismo de Stanislavski en favor de un animismo espectral en el que el vampiro es un eco de la guerra y la peste, un «otro» que la modernidad ilustrada no puede contener. El «otro» absoluto, una advertencia y un recuerdo en sombras pues Orlok representa en sí mismo a todos los muertos que en esos años quedaron sin enterrar «vagando sin descanso, anhelando una tumba donde se les llorase» (Philipp Stiasny, historiador de cine). De esta forma, el viaje de vuelta de Thomas Hutter, marido de Ellen, se compara con el de los supervivientes de la guerra, que arrastran la muerte consigo hasta sus casas de la misma manera que él regresa, consciente de que sus acciones traen la desgracia a Wisborg.
Con esto, Orlok y Hutter, quedan unidos en una dinámica de alter egos, opuestos siempre alrededor de Ellen: mientras Hutter (“Hut” en alto alemán medio significa “guardián”) es su protector, a quien está unida por amor y voluntariamente de manera religiosa, el orden natural; Orlok es la fuerza demoníaca irreflexiva y egoísta que únicamente busca satisfacer sus propios apetitos, un caos más allá de lo físico, un mal sobrenatural protegido por una sociedad que ha olvidado la espiritualidad del orden natural. Algo que queda muy patente desde el mismo momento en que ambos personajes se encuentran a las puertas del castillo, plano en que quedan siempre situados a los lados de la imagen, enmarcados por varios arcos que los encierran, y en juegos de contraposiciones a lo largo de las películas.
Porque Orlok encarna a los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, es un heraldo del fin en cada fotograma.
Guerrero en vida, (su nombre procede de un arcaísmo holandés para “guerra”) siembra cizaña y desorden allá donde va. Las hordas de ratas propagan plagas que nacen de sus mordiscos y su aspecto –la cara y dientes del monstruo y la pudrición de su cuerpo– lo delata como portador de Peste; y el Hambre es su esencia: devora con ferocidad primal y sin remordimientos, salvajemente, incluso sus anhelos revelan un hambre eterna. Él mismo se define como un apetito (Eggers, 2024). Insaciable y brutal. Él es la Muerte. La de todo aquel que viva a su alrededor, porque su existencia está definida por la decadencia, perversión y destrucción del orden natural.
Pero a lo largo de un siglo de vida fílmica, Orlok vive una progresiva humanización que revela las grietas de su condición. No es una mera figura sino un ser nacido de la guerra y la peste que encuentra consuelo fugaz en el Sacrificio humano y que, con el tiempo, revela un espíritu fragmentado.
Desde la melancólica visión de Werner Herzog (1979) hasta el juego metaficcional de “La sombra del vampiro” (“Shadow of the vampire”, E. Elias Merhige, 2000), estas cintas hablan entre sí. Un discurso que culmina en la última película de Robert Eggers en 2024, que destila la esencia de Nosferatu desde el folclore más profundo en un cuento aterrador y sublime a partes iguales. Son capítulos de un mismo relato en el que Orlok transita de bestia primigenia, de demonio devastador, a alma condenada a las sombras de la muerte, anhelante de consuelo, cuyo tormento encuentra eco en el Sacrificio de quienes lo enfrentan.
Así, cada cinta, embrujada por la anterior, es un eco de ella; como una onda que se expande en el agua oscura.
Se produce con ello un diálogo visual que limpia las sombras de la guerra, las pandemias y la agitación contemporánea. Murnau lo gestó, Herzog lo tendió al futuro, y Eggers lo ancla en nuestras propias fracturas. Cada plano es un recordatorio de una sociedad vulnerable que el vampiro, demoníaco y hambriento, acecha sin cesar. Nosferatu no sólo retrata su época, sino que la trasciende, haciendo de su historia una respuesta universal a un siglo de cicatrices.
En “Nosferatu: una sinfonía del horror” (“Nosferatu: eine Symphonie des Grauens”, F. W. Murnau, 1922) es ese cadáver rígido, de gestos bruscos y exagerados y trato frío y distante, filmado en planos estáticos e inclinados que deforman su figura y proyectan sombras grotescas. Todo en su aspecto lo delata como un espectro mortal; largas garras y rostro huesudo, ataviado con una levita abrochada simulando un ataud. Su deseo por Ellen se puede describir como obsesión, como una pulsión no disimulada que los determina a ambos sin que se establezca más relación que a través de su ventana, desde la que él espía agarrado a la reja como preso de su propia obsesión y, a su vez, cual araña esperando a su presa.
Sin embargo, Werner Herzog y Klaus Kinski quiebran esta frialdad en “Nosferatu: el vampiro de la noche” (“Nosferatu: Phantom der Nacht” ,1979). Su Drácula – pues Herzog recupera los nombres originales – mezcla esa brutalidad descarnada con una melancolía extraordinaria. Presentan un vampiro mucho más frágil y delicado, cansado. Los primeros planos y sus palabras sobre la soledad —«el tiempo es un abismo»— transmiten una tristeza infinita; se dirige hacia Harker/Hutter con amabilidad genuina, casi con gentileza y, por primera vez vemos a un vampiro suplicar amor. Su extrema intensidad queda contenida (algo de lo más inusual tratándose de Kinski) y capturada a través de travellings lentos que acercan su tormento al espectador y se combinan con momentos de fuertes impulsos crueldad. La paleta terrosa y húmeda, sin apenas color verde, y la desolación que desprende el castillo – un lugar fantasmal, una suerte de Brigadoon maldito con niño violinista fantasma (para amenizar la estancia de Harker/Hutter) incluido– contrastan con el lánguido deleite con que éste abraza el caos que su presencia provoca en Wisborg cuando le vemos caminar entre hordas de ratas y cadáveres en una plaza desierta. Una plaza en otros momentos repleta de vivos compartiendo banquetes y danzas con los muertos pues la desesperación y el miedo los han llevado a la locura.
Una vez más, resuena con una Alemania silenciada tras la II Guerra Mundial tendiendo un puente fílmico para una nación dividida, humanizando al monstruo en un mundo agotado por el progreso.
“La sombra del vampiro” avanza sobre esto y lo lleva al extremo: Willem Dafoe, un Max Schreck vampírico, desesperado y, diríase, más integrado entre los humanos, es consciente de su decadencia. Ha olvidado los recuerdos de su pasado, su ferocidad se adormece en la su vejez, lo cual lo embrutece, y las reflexiones en su autocompasión regalan algunos de los momentos más conmovedores del film. El tono meta-narrativo hace, por un lado, un paralelismo entre la dinámica director de cine-actor y la del vampiro-víctima; y, por otro, un tratado alrededor del peso que supone la maldición del vampiro para un alma humana.
Pero casi 25 años después, Robert Eggers (2024) lo reimagina primigenio: un Orlok demoníaco, oscuro, lleno de odio y furia que únicamente se entibian en presencia de ella. Su codicia por Ellen —que no es amor sino apetito— lo doblega, lo fustra y obsesiona hasta que todos sus actos se centran en conseguirla.
Eggers se explaya en conseguir la exactitud histórica del Biedermeier alemán de los 1830 y la definición, no poco polémica, del vampiro. Su Orlok (Bill Skarsgård) se aleja de los anteriores en cuanto al físico, del que no ahorra detalle, para darle el atuendo y estética de un noble guerrero transilvano del siglo XV (incluyendo peinado y bigote, que comparte con el Drácula literario). Como detalles, se ha reconstruido la lengua dacia para la película y el Conde hace su papeleo, como mucho, en “Kurrentschrift”, una forma cursiva arcaica del alemán con origen en el medievo (por supuesto, a excepción del contrato que hace firmar a Hutter).
Presenta con todo esto vampiro-demonio que en vida pactó con el Diablo cuyo «apetito» viene de un pasado ritual y únicamente se aplaca ante Ellen, doblegándolo, frustrado, ante su deseo.
De hecho, la naturaleza demoníaca de Orlok queda perfectamente definida en uno de los planos más famosos de la cinta cuando, durante su viaje al castillo, Hutter llega a un cruce de caminos —que en algún momento queda en pantalla cual cruz inversa— donde lo recoge un carro fúnebre. El carro, queda atravesado en pantalla como si se tratara de una puerta, o bien, un umbral a otro mundo, recordando ese otro castillo fantasmal del Nosferatu de 1979. Hutter, hombre racional, cruza este portal ignorando el pacto inicial con el vampiro que de por sí supone —hablamos de un cruce de caminos—.
Aunque brutal y poderoso, aterrador desde el primer momento, y mucho más bestial que los casos anteriores, la frustración y la manera en que interactúa con Ellen son las que evidencian la humanización del monstruo. Es más, toda su capacidad de destrucción queda supeditada a la voluntad de la mujer.
Erotismo en la sangre: la sangre es la vida
Es que Ellen es el centro y corazón de Nosferatu.
A lo largo de este cuento que es Nosferatu, la relación entre Orlok y Ellen va más allá del horror para adentrarse en un erotismo oscuro donde la sangre se convierte en el archiconocido vínculo sensual atribuido al vampirismo que nace con la cara oculta de Drácula y que se explicita en Orlok.
Y si bien en un origen la pulsión de Orlok por Ellen es silenciosa y casi animal, se trata en realidad del instinto de preservación del vampiro excitado ante ese ser viviente que también transita el mundo de las sombras y que en último término es su destrucción.
Pero lo que en 1922 se muestra como un impulso por alimentarse —en este sentido “La sombra del vampiro” lanza un guiño muy oportuno —Herzog lo eleva y Eggers lo sublima convirtiéndolo en esa constante ambivalencia entre lo sensual y lo sanguinario en el eje de su trama. Ellen se ve abocada a luchar contra el magnetismo del vampiro; una «tensión sexual ineludible», como describiría Isabelle Adjani, mezcla de súplica y crueldad egoista que alcanza su culmen en el momento final en que la dama de puro corazón se entrega al monstruo.
Esa mordida final fusiona deseo y muerte en un clímax erótico que ella convierte en Redención.
Orlok desea a Ellen por encima de cualquier otra cosa pues ella es la personificación viviente de la pureza y el amor pero camina por las sombras con una percepcion de ese mundo sobrenatural que los conecta vampiro más allá del mundo vivo; y su luz y su poder le atraen, (recordemos que el amanecer es lo que más desea Schreck en “La sombra del vampiro” en una insinuación de cómo el humano maldito detrás del monstruo sufre y desea ser salvado). A la vez, el monstruo, que se define a sí mismo como «un apetito» (Eggers, 2024), desea beber su sangre hasta matarla porque ella es, ante todo su destrucción.
Él es apetito, un demonio inmortal y su plenitud radica en vivir para siempre, sin doblegarse ante nadie; sin que nadie ostente poder sobre él. Y así, nada puede saciarle sino Ellen porque en ella está la vida misma; y también en su muerte. Sin ella sólo hay un vacío eterno de sangre, alimento que lo sostiene y promesa de eternidad en cada mordisco.
Los mordiscos, cada vez más erotizados funcionan como una pseudoigualación con la creación de vida a través del amor, pero que en el vampiro se pervierte en una promesa de «vida eterna» teñida de muerte. Pero con Ellen, este ritual se invierte: su entrega, cargada de un erotismo sacrificial, no engendra vida para Orlok, sino su fin. Mientras él busca satisfacer su deseo que le lleva a perpetuarse en su hambre; ella, plena de amor salvífico, transforma la sangre en un arma redentora: vestida de novia encarna un ritual nupcial oscuro que lo subyuga. Saciarse de ella es su plenitud y su ruina y su sangre, pura y entregada, no lo perpetúa, sino que lo destruye apartando la oscuridad y trayendo de vuelta la luz.
Así, el mordisco no solo une sus destinos, sino que revela la paradoja del vampiro: su deseo de plenitud lo lleva a su ruina.
Ellen: Redención vs abismo.
El Sacrificio de Ellen por amor a Hutter y a Wisborg se alza como un faro frente al abismo de Orlok, un consuelo-satisfacción que él desea pero nunca alcanza queda reservado para la salvación de los vivos. Ellen definida por la pureza de su corazón no redime al vampiro, sino que lo derrota en un acto de amor que restaura lo que su presencia destruye.
Y es que el Sacrificio de Ellen es el único camino para vencer al vampiro: una joven de corazón puro ha de distraerlo hasta que amanezca, cante el gallo y la luz destruya las sombras. Recogiendo un tema puramente romanticista —la salvación a traves de la figura femenina —con este acto Ellen evoca a la Gretchen de “Fausto”, de Wolfgang Goethe: su corazón, su amor, vence donde la razón falla. Pero además, su entrega resuena también como un reflejo dela espiritualidad cristiana: la luz del amanecer disuelve las tinieblas en una victoria sobre el mal que el canto del gallo, símbolo de resurrección, proclama en cada cinta.
Pero no todos los Sacrificios iluminan: “La sombra del vampiro” (2000) nos priva de Ellen. En ella, Greta Schröder cae bajo luz suave, víctima de la locura de Murnau en un eco del Sacrificio que, al no ser voluntario, se pierde en la tragedia sin salvar a nadie y todo el equipo de filmación muere presa de las garras de Schreck por el frenesí artístico de su director.

Pero no todos los Sacrificios iluminan: “La sombra del vampiro” (2000) nos priva de Ellen. En ella, Greta Schröder cae bajo luz suave, víctima de la locura de Murnau en un eco del Sacrificio que, al no ser voluntario, se pierde en la tragedia sin salvar a nadie y todo el equipo de filmación muere presa de las garras de Schreck por el frenesí artístico de su director.
Sin embargo, en su esencia, Nosferatu exalta la capacidad de Redención humana: la joven de corazón puro representa una fuerza que vence al monstruo. Frente al cientificismo yermo que, desde el siglo XIX, cegó las raíces espirituales de Europa —un tema que el Von Franz de Eggers, médico paracelsiano que ha sido expulsado de la academia por sus creencias, comprende y en el que insiste con frases lapidarias—, este gesto trascendental y puro, por voluntario, vence a la oscuridad. Una Redención que no toca a Orlok pues su tormento permanece inmóvil, un apetito que la muerte no apaga, sino que expone como inalcanzable.
Así, sólo la fe, filmada en penumbra ritual, puede enfrentar lo que la modernidad ignora y cada fotograma susurra una verdad: el consuelo de Orlok es una quimera, pero la salvación de sus víctimas brilla como un testamento inmortal.
En este sentido, Orlok y Hutter no son héroes, sino fragmentos de una misma humanidad quebrada: el vampiro mata para existir, su hambre y melancolía un grito de vida retorcida; el hombre fracasa en proteger y su fuerza es insuficiente.
Filmado en planos extremadamente cuidados, en que el amanecer disuelve las tinieblas (1922), y su entrega final al vampiro supone una transición desde el erotismo oscuro (1979) hasta el conmovedor momento en que Orlok muere en brazos de Ellen, que lo abraza con ternura en un gesto de extrema misericordia final, mientras la luz del alba inunda la habitación, eclipsándolos a ambos en la escena más preciosista de todas las que nos ocupan y que aunque no es una reinterpretación de La doncella y la muerte, las numerosas obras que quedan reflejadas en el plano dan una profundidad aún más atemporal a la escena.
Nosferatu queda pues como un espejo de nuestras ruinas donde sólo el amor que se entrega puede exorcizar las sombras que llevamos dentro.
Virginia Cortina Aracil,
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