Exterogestación o por qué la especie humana es la más vulnerable el primer año

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La antropología ha demostrado que existen razones evolutivas que explican por qué los bebés son como son y se comportan de la forma que lo hacen. La naturaleza ha seleccionado ciertos patrones de nacimiento e infancia para conseguir crear el tipo de adultos adecuado en cada especie. Todo tiene un motivo y una justificación biológica. Somos primates y nuestros bebés son crías de animales mamíferos. Por ello, tenemos en común con otros primates muchas características fisiológicas y conductuales. Nuestra fisiología, por ejemplo, corresponde a la de un primate bípedo.

Los científicos distinguen dos tipos de crías: altricias y precoces. Los conceptos altricial y precocial describen las diferencias tras el nacimiento en aves y mamíferos. Según el grado de madurez conductual y morfológica de la cría al nacer. En las especies altriciales, los recién nacidos son incapaces de cuidarse a sí mismos, suelen tener los conductos auditivos y los párpados cerrados y una gran limitación locomotora. Por estos rasgos, requieren un cuidado intensivo de su madre, que les permita desarrollarse social y físicamente. En estas especies, la viabilidad neonatal depende de factores como la madurez fetal, las condiciones ambientales y el cuidado materno, como en el caso de perros y gatos.

Sin embargo, las crías de especies precociales, como los caballos, vacas y cerdos, nacen con un grado de desarrollo y maduración mayor, y pueden desplazarse casi al nacer de forma independiente, así como termorregularse por sí mismos, porque su metabolismo está más desarrollado. Por todo ello, pueden sobrevivir con muy poca intervención de la madre y logran integrarse en las actividades de los animales adultos en pocos días. En los mamíferos influyen varios factores: el tamaño, el periodo de gestación y el número de crías de cada camada. Suelen ser más altriciales los mamíferos de talla pequeña y menos altriciales los grandes mamíferos. Además, los mamíferos precociales se desarrollan más lentamente y alcanzan la madurez sexual más tarde que los mamíferos altriciales.

El bebé altricio normalmente tiene el cuerpo y el cerebro de poco tamaño y se cría con rapidez, como los ratones. Los precoces, por el contrario, tienden a poseer un cuerpo y cerebro grandes y se crían lentamente, como los gorilas. Ambas son alternativas funcionales para la supervivencia. En la naturaleza no existe la casualidad, todo ha sido seleccionado como la mejor forma de supervivencia y adaptación. La mayoría de los primates son relativamente precoces.

Los humanos se diferencian de otros primates en que se les considera altricios secundarios. Nuestros antepasados desarrollaron rasgos altriciales que se mezclaron con los rasgos precoces. La clave de nuestra característica altricia es el cerebro, que es mucho mayor que el de ningún primate. Este gran cerebro supuso numerosas ventajas, pero también obligó a la naturaleza a buscar muchas soluciones que lo adaptaran a nuestra especie. Por ejemplo, requiere más calorías que ningún otro tejido del organismo. Además, obliga a que los bebés nazcan antes de lo necesario, con el cerebro sin culminar su desarrollo, por lo que carecen también de un sistema nervioso central maduro, la consecuencia es que los bebés humanos no pueden caminar o hablar durante mucho tiempo.

En conclusión, este tamaño cerebral tiene como contraprestación unos bebés muy dependientes y necesitados de atención continua, durante el primer año de vida. Posteriormente, tenemos un patrón de crecimiento cerebral más acorde con los mamíferos. Por todo eso, muchos investigadores defienden que los humanos tenemos una gestación de veintiún meses, nueve en dentro del útero y doce en el exterior: una exterogestación. El periodo de exterogestación es el que necesita para madurar después del nacimiento. Debido, además de a su gran cerebro, a que los fetos humanos son bastante grandes, lo que les obliga a nacer antes de su maduración neurológica, al sobrecargar el aparato reproductivo de la madre.

Los tres grupos de estrategias: altricia, precocidad y altricia secundaria, conllevan ciertas adaptaciones específicas en función de cada especie, y tienen consecuencias fisiológicas y de desarrollo, en el nacimiento y la infancia.

Las razones de esta prematuridad en los humanos son, por una parte, la bipedestación, que separó hace cuatro millones de años a los homínidos de los primates, y que tuvo como consecuencia una pelvis diferente, adaptada para sostener los órganos en posición erguida, lo que implicaba unos partos más dolorosos. Al desplazarse el centro de gravedad, el canal de parto dejó de estar abierto y obligó a una torsión y rotación complicadas al bebé. Se han planteado muchas teorías para justificar el cambio hacia la bipedación. La posibilidad de portar objetos o niños ha dado paso a una explicación basada en una adaptación a cambios ambientales. Es posible que fuera una forma de locomoción más apropiada en terrenos en los que iba desapareciendo el bosque a favor de la sabana.

Pero el problema más grave apareció hace aproximadamente un millón y medio de años, debido a la súbita expansión del cerebro en el Homo Habilis, que duplicó su tamaño respecto a los Australopitecus. Un millón de años después se volvió a duplicar, hasta el tamaño actual de 1200 centímetros cúbicos, lo que constituye un paso brusco en términos evolutivos. Un cerebro tan grande no podía deslizarse con facilidad por el canal del parto y la pelvis no podía modificar su morfología, por lo que el cambio tuvo que realizarse en los fetos. Y se logró de tres maneras:

  • Limitando biológicamente el desarrollo cerebral del recién nacido a un 12–25% de su peso corporal antes del nacimiento.
  • Impidiendo que los huesos del cráneo se soldaran antes de nacer, a través de zonas blandas llamadas fontanelas, que permitían que los huesos se comprimieran en el canal del parto sin sufrir daños en el tejido cerebral.
  • A través de movimientos de giro y torsiones que el bebé debe realizar para conseguir atravesar el conducto, debido al gran tamaño de su cuerpo y sus hombros.

Los bebés humanos nacen con el cerebro tan inmaduro porque la pelvis no puede ser más ancha ni más grande. El parto doloroso y los bebés indefensos son, por tanto, consecuencia de la bipedestación y de la expansión cerebral del adulto. Estas consecuencias, según las antropólogas Karen Rosenberg y Wenda Trevathan (Rosenberg y Trevathan, 1995[1]), son además sociales y de comportamiento. El trauma del nacimiento deja al bebé y a la madre en un estado de agotamiento físico y mental. Estas antropólogas plantean que la asistencia en el parto es una estrategia evolucionada de nuestra especie fruto de las complicaciones de los partos humanos. Wenda Trevathan lo denomina “obstetricia obligatoria”. En casi todas las culturas las mujeres dan a luz acompañadas por alguien: partera, grupo de mujeres o familiar. Por otra parte. el nacimiento debió convertirse en un acontecimiento social posiblemente por la necesidad de ayuda de la madre tras el parto para alimentarse, de donde surgieron las redes de mujeres que han acompañado a lo largo de la historia a las mujeres embarazadas, parturientas y puérperas.

El resultado es que los bebés humanos nacen muy inmaduros y vulnerables por razones fisiológicas. Somos la especie más inútil de todas: no podemos hablar, caminar o sobrevivir sin ayuda durante mucho tiempo. Por todo eso, los bebés son muy dependientes y necesitados de atención continua durante el primer año, en la especie Sapiens hay una infancia larga, comparada con otros mamíferos. Necesitamos contacto físico, atención y cuidados continuos durante el primer año, hasta que el bebé puede desarrollar su capacidad de comunicarse y andar por sí mismo.

De esta forma, la dependencia, en nuestra especie, es necesaria para lograr autonomía. Respetar la necesidad de exterogestación del bebé favorece el desarrollo cerebral, no hay mejor estimulación temprana que la proximidad con la madre e incluirlo en la vida normal de la familia. Es la mejor forma de facilitar las conexiones neurales y de favorecer el aprendizaje. Además, estimula el control emocional. Los bebés que han disfrutado la exterogestación se sienten más seguros y aprenden antes a regular sus emociones. Hay que tener en cuenta que el estrés durante esta etapa es un inhibidor del desarrollo neural y el cortisol que segrega el cerebro, un neurotóxico. Por ello, el contacto físico y la cercanía de la madre (o de su cuidador principal cuando esto no es posible) permite que el bebé se sienta más tranquilo y relajado. El contacto piel con piel favorece la segregación de oxitocina y prolactina, hormonas esenciales en la producción de la leche materna, con todos sus beneficios nutricionales, inmunológicos y emocionales.

Por todo lo anterior, lo que los bebés necesitan los primeros meses es unas condiciones lo más parecidas posibles a las que tenían dentro del útero materno, una exterogestación después del nacimiento. Lo que se traduce en un estrecho contacto físico, durante el día y la noche, alimentación a demanda, específicamente lactancia materna a demanda del bebé, que es el único que sabe cuánto necesita comer, cuándo necesita hacerlo y durante cuánto tiempo, para satisfacer sus necesidades de desarrollo, así como atención en el llanto y durante el sueño. En otras culturas los bebés prácticamente no lloran, probablemente porque permanecen en contacto físico con su madre u otras personas durante mucho tiempo cada día. En otras culturas, además, la incidencia de muerte súbita es casi inexistente, puede que por el mismo motivo. Al nacer tan inmaduros, el sistema respiratorio no consigue controlar las apneas durante el sueño, por lo que un modelo de respiración adulto puede lograr conectar y sincronizarse con la arquitectura del sueño del bebé y conseguir que las apneas disminuyan y, así, el riesgo de muerte súbita del lactante. Además, el tamaño del estómago del recién nacido demuestra que requiere una alimentación cada pocas horas, que es una forma también de evitar el riesgo de hipoglucemia durante esa época tan frágil de la vida en nuestra especie, lo que corrobora la necesidad de atención continua de la fisiología de los bebés humanos.

Sin embargo, en nuestras sociedades, lo que les damos a los bebés es lo contrario a lo que su biología requiere: poco contacto físico, independencia en el sueño (deben dormir en una habitación separada lo antes posible), no debe atenderse su llanto sino que se recomienda ignorarlo, la lactancia más habitual es artificial, con leche de vaca adaptada y a horas determinadas durante un tiempo limitado y una cantidad específica, y también, la respuesta en nuestra sociedad a estas necesidades físicas y emocionales del bebé es la institucionalización a edades cada vez más tempranas: en algunas guarderías incluso desde los 0 meses literalmente.

De esta forma, los valores de cada cultura se reflejan en todo lo relativo a la crianza, a través de pautas y normas sobre lo que se considera aceptable o no. Por eso, cuestiones como que los niños duerman en habitaciones independientes o con sus padres, que se les alimente a libre demanda o a horas establecidas, mediante lactancia materna o artificial, que cuando lloran se les atienda de inmediato o se les enseñe a estar solos y autoconsolarse; en definitiva, todo lo relativo a la crianza y a la educación está sancionado socialmente y cumple una función social. También tiene, por supuesto, consecuencias en la salud y enfermedad individual y colectiva.

María José Garrigo Mayo

*Nota biográfica

María José Garrido Mayo es Doctora en Antropología, con especialización en Etnopediatría y Antropología de la maternidad y la infancia. También es Licenciada en Antropología Social y Cultural, así como Licenciada en Prehistoria y Arqueología.

Ha  formado parte, durante los últimos años, del grupo de investigación GESSA (Estudios Sociales Aplicados) en la Universidad de Extremadura, desde donde ha investigado la relación entre sociedad, infancia y salud.

[1] ROSENBERG, K. y TREVATHAN, W. (1995)): “Bipedalism and human birth: The obstetrical dilemma revisited”, Evolutionary Anthropology: Issues, News, and Reviews, vol. 4, p. 161-168.

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