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El individualismo, frente a lo que se suele pensar, es una ideología que nos cohesiona como sociedad y nos impele a colaborar unos con otros. Se ha construido un prestigio en torno a la competencia, y nadie duda que es fundamental, pero esta no se da en mayor medida que en otro tipo de sociedades. No es ni de lejos su característica principal. La cooperación es lo que hace funcionar las sociedades, también las individualistas. Ahora bien, cooperar para qué y para quién.

Muchos pueden ser los motivos por los que una persona necesite refugiarse en la soledad. Pueden ser religiosos, por trabajo o por una mera inclinación de su personalidad; los hay que la necesitan porque su configuración neurológica hacen del acto social un esfuerzo agotador. Pero al contrario de lo que se suele pensar, no se tienen porqué considerar estas actitudes como una radical manifestación de individualismo. El ser individualista en cambio, necesita de los demás, hacerlos colaborar para él, presionando continuamente porque sabe que en cuanto se descuide, terminará colaborando para otro.

La idea de libertad no resiste el más superficial de los análisis. Su éxito, como el de dios, viene de la posibilidad de ser cualquier cosa que se nos ocurra. Marx inteligentemente argumentó que lo opuesto a la libertad no podía ser la servidumbre y señaló entonces a la necesidad. Es esta la que imposibilita  una vida libre. Por tanto, si hacemos nuestra la necesidad de los otros la libertad se extenderá. Nos vemos ahora empujados a definir la necesidad, lo que nos devuelve a la casilla de salida.

Si nos referimos a necesidades materiales, más de un siglo de investigación etnográfica nos advierte que hay infinitas maneras de tener las necesidades cubiertas y otras tantas de ser excluido. Además, desde la antigüedad sabemos de esclavos que han disfrutado sus vidas como el más rico de los hombres. Todos tenemos amigos o conocemos de alguien que ha entrado en la espiral infernal de la vida para el trabajo; tiene de todo y a pesar de esto, nunca pensaríamos en él como una persona libre.

El liberalismo defendería la independencia en la toma de decisiones respecto a lo que consideramos nuestro, a lo propio, sin que nadie se inmiscuya; aquí cerraríamos el círculo ¿qué independencia en sus decisiones tendrá aquel que no dispone de lo mínimo para cubrir sus necesidades básicas frente a quien posee lo que necesita? La única salida que encontramos a este atolladero sólo nos permite agrandar ese círculo.

Las necesidades materiales satisfechas deben disfrutarse enmarcadas en una vida digna. Entramos en el inestable terreno de los valores. Un pensador liberal debe reconocer, si es liberal, y casi nunca lo son, que deberíamos tener la autonomía suficiente para discutir y decidir sobre nuestros propios valores. Lo que inevitablemente nos llevará al relativismo. Si por el contrario creemos que los valores son finalmente sustanciados en el hecho social, igualmente acabaremos ahí. Los valores surgen de la comunidad y es un hecho que, aunque estén siempre en continuo desarrollo, cada una tiene los suyos. Y más relativismo tendremos si pensamos en nuestra compleja sociedad globalizada en la que todos participamos de múltiples comunidades superpuestas.

La libertad puede ser cualquier cosa. Han podido comprobar que ni me molesto en discutir la posibilidad de que existan valores universales, llevamos siglos tras ese gamusino, no me verán ahí. A un antropólogo no le asusta el relativismo, sin él la antropología sería imposible. Que la libertad sea relativa no es un problema, lo es que parece no tener sentido.  Llegados a este punto concluimos: libertad, vaya mierda de idea ¿o no?

El ser humano no puede vivir sin vínculos ni compromisos, por lo que, si la libertad consiste en su anulación, en ser independiente, la libertad no es posible. Por tanto debería enmarcarse en la forma en que establecemos esos vínculos. Recuerden los tres conceptos surgidos del mito ilustrado. La libertad parece un sinsentido y la igualdad una aspiración idealista sin asidero a la realidad. La fraternidad en cambio, sí que la podemos articular culturalmente. Sí que podemos traer a nuestra mente las relaciones de carácter fraternal que se dan continuamente en nuestras vidas. Piensen en ellas ¿ven ahí libertad e igualdad? En menor o mayor medida yo sí. Si la libertad e igualdad son posibles, su calidad será el resultado de la calidad fraternal de nuestras relaciones.

Recordemos las obligaciones en el don de Mauss: La obligación de dar, la de aceptar y la de devolver. Si como don consideramos, no sólo los objetos materiales sino, tal y como sugería Mauss, también toda interrelación cotidiana, como dar los buenos días a un compañero de trabajo, vemos que casi cualquier cosa que hagamos con otros supone un vínculo y un compromiso. Del mismo modo, si al día siguiente negamos ese afectuoso saludo, el otro se verá obligado a aceptar ese desprecio y por tanto a devolverlo. Pero esta última acción no nos libera, sino que desplaza los términos del compromiso. Seguimos atados a esa persona de otra manera.

Sobre todo en entornos urbanos, el hecho de ignorarse o el de minimizar la acción comunicativa, exige un esfuerzo tan grande o más que el que pueda requerir la cercanía en el trato propia de comunidades más pequeñas. El privilegio de poder ignorar con tranquilidad al otro, exige la certeza de que no va a hacerte nada y esa seguridad solo la puede dar el conocerlo. Ir sentado en el metro o caminando por la calle tranquilamente junto a desconocidos solo es posible porque  vemos a las demás personas como piezas de un sistema en el que hemos aprendido a confiar gracias al hábito. Esto no solo ocurre en las calles, sucede en los trabajos, en los lugares de ocio e incluso en nuestra comunidad de vecinos. Esta forma de sociabilidad no administra el grado de acercamiento al otro, ya que esto supondría un interés hacia él, gestiona la evitación entre partículas del sistema, el no pasarse de la línea. Asegurar con nuestra actitud que, incluso si tuviéramos la necesidad de comunicarnos, no vamos a ir más allá.

Entonces ¿dónde queda la libertad si el vínculo que nos compromete a cumplir las normas de evitación con los otros es uno de esos dones que nos obligan? Eso que llamamos individualismo es una forma de sociabilidad tan compleja y llena de vínculos como cualquier otra, y en este sentido considero una equivocación oponerlo al comunitarismo, al colectivismo, etc. La sociedad individualista es también una comunidad cohesionada de valores compartidos. Pero unos valores que esquivan la fraternidad de dos maneras distintas. Una es la evitación hasta ahora descrita. La otra, el tipo de relaciones que necesitaríamos poner en juego para conseguir aproximarnos, cada uno de nosotros, a la idea de libertad que vulgarmente manejamos, recordémosla: la independencia en la toma de decisiones respecto a lo que consideramos nuestro, a lo propio, sin que nadie se inmiscuya. Y añadimos para que no se nos acuse de hacer una caricatura: la independencia en la toma de decisiones conjuntamente con quienes compartimos lo que es nuestro y propio, sin que el resto de personas que forman nuestra comunidad, y menos el estado, se inmiscuya.

En cierto modo, lo descrito hasta ahora nos habla de una sociabilidad algo simplona. Y al leerlo, se puede llegar a la conclusión de que todas las personas que desarrollan sus vidas en sociedades individualistas colaboran sin conflicto en un proyecto común, en el que participan de manera igualitaria, dentro de un complejo equilibrio por mantener las distancias. Parece casi idílico. Pero como veremos esto dista mucho de ser cierto.

Como vengo defendiendo, manejamos una idea equivocada del individualismo. Nada tiene que ver con esa extendida idea que nos habla de dinámicas de atomización que nos desvinculan. No es un  “ir a tu bola”, un  “no te metas en las cosas de los demás y no se meterán en las tuyas”. Ojalá fuera así. En las sociedades individualistas nadie va a su bola. En los entornos en los que participamos, todos competimos para que los demás nos reconozcan (y a nuestros intereses) como el fin de la acción social y colaboren por alcanzarlo.

La independencia en sociedades individualistas se consigue anulando los vínculos que me comprometen con los demás, tanto los que surgen de la evitación como los que nacen de los afectos (destruyendo lo fraternal), pero a su vez forzando a los otros a comprometerse conmigo. Esto se consigue de muchas maneras, pero sobre todo pagando. Pago al taxista para no tener que evitar a los demás, en igualdad de condiciones, en el transporte público. Le pago para que asuma mi agenda como suya durante el tiempo que dura el servicio. Soy independiente porque puedo pagarlo. Si tengo poder suficiente lograré que cada persona con la que me relacione se comprometa con mi vida, sin que exista reciprocidad, en la misma medida que yo lo hago.

Esta competencia no es tan sencilla como muestra el ejemplo. Hay mil maneras y grados de resolución; tenemos múltiples herramientas para lograrlo y diversas situaciones que requerirán métodos más violentos o sutiles. El ejemplo más patético, y tonto si se me permite, tal vez lo podamos apreciar en las redes sociales. Esa lamentable manera que tenemos de intentar hacer ver a los demás que lo que decimos merece más atención de la que se nos presta. El poder no viene tanto del dinero como de la cantidad de seguidores que vayas acumulando. Cuantos más tengas más atención atraerás. Los demás se verán forzados, no a dar su opinión, sino a opinar sobre la tuya. No porque sea más valida o útil sino porque es la tuya, porque te sigue más gente. Se sufre porque siempre va a haber alguien por encima que deberás contemplar. Momentos en los que se te arrebata el protagonismo o te obliga a compartirlo. Si por el contrario caes en la insignificancia, procurarás arrimarte al pez gordo tratando de llamar su atención. Si lo consigues, igual logras engordar algo. A su vez, el protagonista se cuidará mucho de elegir a quien dar visibilidad y como; ya que al final solo existe porque hay una masa buscando la visibilidad que él tiene. El cómo lleves la presión del juego es un asunto emocional que concierne más a la psicología que a las ciencias sociales.

Vemos que el individualismo no consiste en ir por libre. Es la competencia, según los recursos y poder que atesores, por obligar a colaborar a los demás para convertirte en el centro de sus vidas. Tu independencia crece cuantas más personas tengas coordinadas perdiéndola para ti. Una sociedad en que la autonomía se consigue a través de volubles relaciones inter-autoritarias.

Cuando Margaret Mead nos describía la forma en que se organizaban socialmente los samoanos, nos hablaba de un parentesco jerarquizado en función de la edad. Cada miembro del grupo debía obedecer a todo pariente  mayor que él. Si  un niño se topaba con un adulto y este le pedía ayuda para realizar cualquier asunto, el pequeño debía atender el requerimiento. Esta rígida norma puede parecernos lo contrario al concepto vulgar de libertad al que estamos acostumbrados, pero  esta cadena de compromisos formaba parte de un complejo sistema social, en el que cada miembro era también responsable del bienestar de los más jóvenes. Imaginen ahora un lugar donde todas las personas se preocupan y ocupan de los pequeños en la misma medida que lo hacen sus madres y padres. Este vínculo funcionaba de tal manera que incluso una joven podía marcharse de la casa de sus padres e irse a vivir a la de otro familiar por cualquier motivo, y este no  podía negarse a acogerla. Los motivos eran variados. Tal vez estaba cansada de que le mandaran hacer demasiadas cosas o simplemente no le gustaba como cocinaba su madre. Quien tratara bien a sus menores en edad y rango, sin abusar de su privilegio, los tendría más cerca y podría pedir su ayuda cuando realmente los necesitara. Podría poner muchos ejemplos de este tipo. Pueblos disfrutando de los beneficios que nos prometía a nosotros la ilustración, sin tener la remota idea de lo que es eso y, lo mejor de todo, sin tanta palabrería. Palabrería que necesitamos, de la que ya no nos podemos deshacer y de la que este artículo es un buen ejemplo.

Una sociedad sólo puede aspirar a algo que podamos llamar libertad si cuidamos la forma en que nos comprometemos con los demás. Respetemos a quienes realmente quieren ir a su bola, no hacen mal a nadie. Los demás pensemos bien la manera en que las intercambiamos. Podemos jugar todos o pasárselas siempre al mismo.

Si algo de valor tiene este artículo se debe, sobre todo, a estas lecturas:

  • Marx, Karl. Manuscritos de economía y filosofía.
  • Domènech, Antoni. El eclipse de la fraternidad. Akal, 2019.
  • Mauss, Marcel. Ensayo sobre el don: forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas. Katz, 2010.
  • Mead, Margaret. Adolescencia, sexo y cultura en Samoa. Planeta-Agostini.

Pablo Martínez Tobía

Pablo Martínez Tobía

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