El antropólogo neoyorquino Elijah G. Costanza realizó entre 1973 y 1975 un trabajo de campo en el valle del Dormur que daría lugar a la publicación “Los muertos me cuidan, una mirada antropológica sobre los Ondobu” (The Dead care me, an athropologist view on Ondobu. Books from the shore, 1979). Costanza nos introduce en lo que a mi entender resulta ser una de las más originales descripciones etnográficas que haya leído. Él mismo se disculpa en la breve introducción advirtiendo “…me he tomado la libertad de realizar este ejercicio literario a medio camino entre el diario de campo y la literatura de viajes. Todo desarrollo narrativo exige cierta complicidad por parte del lector. Espero que este pueda sentir, más allá de la curiosidad científica, el vínculo emocional que cultivé hacia los ondobu y mi admiración a su forma de vida”.
Lo que nos encontramos es un entramado de descripciones minuciosas; conversaciones vivaces, incluso groseras; reflexiones tan extravagantes como iluminadoras. Con detalle nos hace partícipes del proceso de fiebres y diarreas que por poco lo matan y consigue emocionarnos al mostrarse agradecido por “las decenas de manos que, sabiéndome más muerto que vivo, con cuidado maternal untaban la valiosa grasa de búfalo sobre mi cuerpo”. Cuando llegaron los primeros europeos al valle, los ondobu los llamaron ayele, que significa víscera. El motivo, cuentan ellos mismos, es que son blandos y viscosos. A Costanza lo llamaban Mayelelé que quiere decir “nuestro europeo” (nuestra víscera, en realidad). Curioso que mayele sea el vocablo con el que denominan a los niños lactantes ya que no son pocas las veces en las que el antropólogo protesta porque lo trataran como a un mayele, sobre todo los muertos. Y es aquí lo fascinante del sistema de creencias ondobu, su relación con los muertos: Makare.
Un día, nos dice Costanza, volviendo con los jóvenes de pastorear, encontraron el poblado alborotado. Hombres y mujeres en torno a algo desconocido gritando ¡Makare, makare! Se acercó al tumulto y comprobó que alguien había dejado sus heces en medio del poblado. Por lo visto, un muerto ofendido por las pobres ofrendas recibidas decidió que aquel era un buen sitio para el desahogo: “…decir que estaban enfadados sería inexacto. Jamás vi en ellos ninguna emoción que pudiera asemejarse a nuestra indignación. Sus enfados eran más bien como representaciones humorísticas. El muerto esperaba sentado a la sombra, con calmado regocijo, la reacción de los vivos.”
Para un ondobu no hay peor forma de morirse que dormido y sin enterarse. La persona agonizante trata de mantenerse consciente, mientras el hombre-sagrado comprueba que el mundo de los espíritus está ajustado para dar comienzo al ritual de tránsito. “¿Cómo va a saber dónde ir si permitimos que se duerma?”. La comunidad canta y baila alrededor del moribundo. Le gritan y asustan, incluso si es necesario lo incorporan llevándolo en volandas hasta que expira: “Pocas veces he sentido tanta angustia en mi vida, como la primera vez que presencié el Orok”. Describe el ritual minuciosamente, los atuendos, pinturas, los cantos, la disposición de cada uno según el rango dentro del linaje del moribundo,… Cuenta haber presenciado más de un Orok de varios días “…estoy convencido que en algunos casos el fallecido pudo haberse salvado si le hubieran dejado reposar; pero una vez empezado el Orok no se puede detener. Hasta tal punto es así que, a menudo, tras varios días de ritual, ya extenuados, dan por exitoso el tránsito y la persona es declarada muerta.” Pasado un tiempo el makare se recupera por completo “…conocí muertos a mi llegada al Dormur que lloraron desconsoladamente mi partida.”
Cuando un ondobu es considerado muerto, aunque no lo esté, es tratado por los demás como a un espíritu más. Los espíritus pueden interferir en el mundo sensible pero no al revés. Sólo las personas liminales o en estado liminal les pueden tocar y hablar: hombres-sagrados, niños y niñas, parturientas, protagonistas de algún rito de paso, personas enfermas y otros muertos. El makare por su parte, como cualquier espíritu, está obligado por las ofrendas a beneficiar a la comunidad que lo agasaja. Así los muertos del valle del Dormur se encargan de cuidar y educar a los niños, curar enfermos y asistir los partos; cocinan y mantienen limpio el poblado. Es común escuchar protestas sobre la labor que desempeña un makare “…no hay suficiente leche de búfala que consiga hacer que este muerto cocine bien.” Durante el libro se suceden conversaciones delirantes entre vivos y muertos usando como vía de comunicación a los niños, algo que Costanza ve como mucho más que un divertimento “…es una asombrosa manera de socialización donde los pequeños, además de aprender lo fundamental de la vida ondobu, desarrollan unas destrezas asombrosas para la mediación. He visto como pequeños de apenas cinco años liman un comentario ofensivo hasta convertirlo en reconciliador.” Los muertos me cuidan es sin duda un libro fascinante e injustamente olvidado. Dejo para el lector interesado el descubrimiento de su asombroso final.
Ahora viene la confesión. Si he hecho bien mi trabajo, habrá quien esté deseando terminar de leer el artículo para buscar bibliografía sobre los ondobu o el pdf de Los muertos me cuidan. Olvídenlo, no existe tal libro; ni ningún antropólogo llamado Elijah G. Costanza; tampoco el valle del Dormur y mucho menos el pueblo Ondobu. Esta semblanza de una etnografía ficticia está inspirada en un libro real, Vacío perfecto. Biblioteca del Siglo XXI (Impedimenta, 2008); que a su vez consiste en una compilación de reseñas de libros imaginarios. No puedo estar más de acuerdo con Andrés Ibáñez, que es quien firma la introducción de la edición española de Impedimenta, cuando dice: “El lector termina con la sensación de que los quince libros que comenta Stanislaw Lem no sólo existen realmente, sino que él o ella los ha leído página por página”. Lem, por ejemplo, inventa a un delirante ensayista alemán, Joachim Fersengeld que propone en su obra Perycalipsys dejar de producir e idear cosas. Ya que en el mundo hay demasiadas, cuando a una persona se le ocurra escribir un libro o inventar algo, se le paga para que no lo haga. La inteligencia y sentido del humor del autor polaco rebosa cada línea.
Ahora imaginemos que en vez de confesar mi gamberrada la hubiera mantenido en el tiempo y alargado en extensión. La grandeza del método científico es que, si tuviera la cara dura y pretendiera publicarla en una revista indexada, la revisión por pares la tumbaría. La farsa de los Ondobu no iría muy lejos. Imaginen en cambio que la publico en un blog. Lo normal es que, como casi nadie lee artículos en blogs, se perdería en el olvido de la nube. Pero ¿y si algún divulgador o publicista con tirón y pocas ganas de confirmar fuentes, encontrara interesante el sistema de creencias sobre la muerte de los ondobu, y empezara a correr por las redes la atractiva historia de un pueblo africano donde los muertos hablan con los niños? No nos engañemos, esto pasa continuamente incluso con ficciones bastante menos elaboradas. Pero no voy por ahí. Nos encontramos con una etnografía falsa o con las reseñas de libros imaginarios que nos provocan la ilusión de haber aprehendido una realidad que nos enriquece. Es más, si consideramos que hay o no una enseñanza en ellos, poco tiene que ver que sean historias reales o una ficticias. Por obvias razones no podemos valorarlos como conocimiento etnográfico, pero por un momento nos ha situado en un lugar en el que nuestros propios prejuicios o creencias a cerca de la muerte sirven como contraste a una nueva realidad, hasta ahora desconocida, que hace que nos replanteemos a nosotros mismos. En antropología a esto lo llamamos extrañamiento. Es la actitud mediante la cual el antropólogo es capaz de aprender, no solo otra conceptualización del mundo, sino también completar el conocimiento sobre la suya a través de ese contraste. En el extrañamiento el antropólogo lo experimenta en sus carnes durante el trabajo de campo, pero de una forma menos afectada lo podemos experimentar a través de la ficción. Para un lector cualquiera, no hay mucha diferencia entre el relato inventado por otro y el de unos acontecimientos reales vividos por ese otro.
El conocido paso del mito al logos que se enseña en la primera clase sobre el origen de la filosofía es la narración incompleta de una separación, además de una simpleza etnocéntrica ¿No es cierto que, para comunicar el logos, sobre todo más allá del ámbito académico, ha de convertirse de nuevo en mito; o más bien en relato? ¿No es ese paso del mito al logos un mito académico? Sólo hay aprendizaje si la acción es narrada e interpretada. Como hemos comprobado con el concepto de extrañamiento, este no se produce porque haya un conocimiento esencial en un hecho real, o en la narración ficticia, como si fuera una gema a encontrar picando en una mina; el conocimiento surge de la colisión del relato con nosotros, surge en nuestra relación traumática con el relato. No creo que sea casualidad la misma raíz etimológica. El relato nos relaciona y solo podemos relacionarnos relatando. El noúmeno kantiano no se convierte en fenómeno al sentirse, sino al relatarse. Y eso es lo que se estudia en antropología, las relaciones “entre”. El relato no debemos verlo como abstracción, es la práctica social misma que surge al reflexionar, rememorar e interpretar lo que nos sucede y como reaccionamos ante ello, seamos conscientes o no.
Rizando el rizo: Adquirimos conocimiento del relato, tanto si es ficticio como si fuera un hecho falsable, porque la acción de leer, contar, explicar… son hechos sociales en sí mismos que nos relacionan con un mundo que los desborda. Los mitos y creencias no son cualitativamente menos en este sentido que las ciencias empíricas. Otra cosa es que muchos veamos conveniente y útil crear el meta-relato de distinguirlos prestigiando uno sin minusvalorar el otro; los frutos de hacerlo son, a mi parecer, incuestionables. En la conferencia El encuentro del mito y la ciencia, Lévi-Strauss da cuenta del “divorcio necesario entre el pensamiento científico y aquello que yo llamé la lógica de lo concreto, es decir, el respeto por los datos de los sentidos y su utilización como opuestos a las imágenes, a los símbolos,…Atravesamos actualmente una etapa en que quizás podamos dar cuenta de la superación o de la inversión de este divorcio…”[i]. Considero que trabajar para que esa reconciliación sea posible debe ocupar, como de hecho es y ha sido, el trabajo de muchos antropólogos. Parece que no hemos avanzado mucho desde las conferencias de Lévi-Strauss de 1977, el artificio de oponer el mito al logos sigue robusto. Pero por mucho que lo repitan, los datos nunca hablan por sí solos, alguien debe relatarlos y dar pie a relacionarnos con ellos. Queda fundamentalmente para la academia la labor de crear un relato riguroso y clarificar la distinción que comentábamos, sin olvidar aquello de lo que nos advirtió Clifford Geertz en El antropólogo como autor[ii], tratando de rematar el “traje” que le estaba confeccionando al Tristes trópicos de Lévi-Strauss: “…los textos antropológicos, al igual que los mitos y las memorias, existen menos para el mundo de lo que mundo existe para ellos”. Que este divorcio haya valido al menos para darse cuenta de que la vida de uno sin el otro, no tiene sentido.
Referencias
[i] Mito y significado, Claude Lévi-Strauss. Alianza editorial, 2012.
[ii] El antropólogo como autor, Clifford Geertz. Ediciones Paidos, 1989.
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