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La palabra colapso reverbera desde principios del s. XX con cada vez más fuerza. El alarmismo fruto de los episodios traumáticos vividos en los dos últimos siglos dentro de la sociedad Occidental ha acrecentado nuestra particular visión e interés por este fenómeno, con un especial bombardeo cultural distópico y una abundante producción científica al respecto. Pero ¿qué entendemos realmente por colapso? Mediante la prolífica bibliografía en torno a dicha cuestión, analizaremos en dos artículos, con la mirada puesta en nuestro presente, el colapso y el fin de una de las primeras sociedades jerárquicas de la Península Ibérica: el Argar.
¿La humanidad va, pues, a perecer a dos pasos de su cuna?
Joseph DeJacque, El Humanisferio
Historias y arqueologías del mundo argárico
Ahora bien, cambiemos un poco de tercio. Retrocedamos en el tiempo, concretamente, unos cuatro mil o, más bien, tres mil quinientos años. Se dice poco. Nos encontramos en el sudeste de la Península Ibérica, en alguna zona perdida entre Almería, Granada, Jaén, Murcia o Alicante. En lo alto, un núcleo urbano domina el paisaje de interior, paisaje caracterizado por un color especialmente amarillo, casi ámbar, cada vez más árido, donde se salvan algunos verdes mediterráneos al vestir las laderas de aquellos riscos, morada de los raros minerales brillantes que visten los otros.
Se puede observar desde aquí abajo cómo brotan las finas y sinuosas ristras de humo provenientes del calor de los hogares que modelan la arboleda de casas marrones. Ese inconfundible olor a gachas se entremezcla, en ocasiones, según sople el viento, con el aroma a roza y quema, a incendio. No lejos de este punto, más allá de los cerros que nos bloquean el horizonte, las chimeneas son inabarcables: es posible que se esté quemando otro de los pocos bosques que quedan para el cultivo o, quizá, haya pasado algo peor. No sabemos. La única certeza que tenemos es la de seguir labrando el campo revestido de aflicciones. Dolor, dolor, dolor. A veces aprieta más la boca, otras veces, las caries y las muelas carcomidas no son nada en comparación con el dolor de hombros y la lumbar cuando dejamos caer, sol tras sol, una y otra vez, un utillaje casi más maltrecho que nosotros. Herir la tierra mientras una parte de uno mismo se hiere con ella.
No acompañan, desde luego, sus miradas. La otredad, los que viven en lo alto, casi en el cielo, semejante a su estatura, con sus bonitas diademas del color de las nubes, con sus agudas e implacables alabardas y espadas. La sensación de protección ha sucumbido ante el miedo que les procesamos. Nos protegen del exterior, dicen. Pero ¿qué hay afuera? Sólo vemos cómo el campo cada vez nos da menos y cada vez nos piden más; heredan, mujeres y hombres, su prestigio, la distribución del grano, el campo, mientras que a nosotros sólo nos quedan los posos de unas herramientas raídas, la molienda y el cansancio. A pesar de, agachamos la cabeza durante su paseo, aunque saben que miramos de soslayo todas sus relucientes alhajas con las que se creen que infunden una aguda sensación del respeto.
¿Qué pensarán ellos de nosotros? Hay cierta tensión en los cruces de miradas. Parece que algo les suscita nerviosismo al pasar cerca de nosotros; si bien nos separan escasos metros, hay algo que se siente lejano, diferente. Aceleran el paso, mientras el hombre echa mano a la empuñadura de madera con brillantes retoques plateados, sujetada por correas de cuero que se agarran a su cuerpo, la mujer se lleva la mano a la cabeza para sostener la diadema que cubre su frente y se pierde entre el pelo azabache, dejando ambos tras de sí la estela del leve repiqueteo que libera el metal cuando choca contra otra superficie igual de resistente.
La vuelta al poblado no es mucho más amable. Los llantos familiares se enredan entre los cuchicheos y las miradas cristalinas de aquellos que saben del duelo con el que todos, o al menos casi todos, hemos tenido que lidiar. Otro pequeño retoño, apenas destetado, con sus escasas 50 lunas llenas, ha sucumbido. Se respira en el ambiente un compendio de hartazgo y resignación; es más, según la persona, el miedo acaba por transformarse en ira, en algunas se tiñe de frustración pasajera y en otras tantas se conjuga de una tristeza indecible, silente. Sin embargo, todo acontecimiento difícil confluye con un resquicio de dulzura: la que debe ser su hermana mayor, deposita a los pies del agujero, que está siendo excavado bajo la vivienda con la ayuda de familiares, amigos y vecinos, un pequeño toro de arcilla con el que ambos pasaban las horas y reían; el alfarero se ha acercado con una pequeña tinaja ya cocida sin pedir nada a cambio. En este recipiente yacerá el pequeño en su retorno a la madre, en la dualidad del refugio del que procedemos todos para, con esperanza modesta, ser traído de vuelta al hogar.
Es en este punto donde la vida y la muerte se confunden para dar paso a la desesperación, bien definida por la malnutrición, el cansancio y la sensación de alteridad frente a una minoría que toma decisiones por los demás, no trabajan la tierra y, para más inri, distribuyen el grano; en definitiva, la prehistoria del poder que conocemos actualmente, donde las lógicas weberianas empiezan a tomar forma con la coerción y el monopolio de la violencia. Asimismo, en los años en los que ha cristalizado el mundo argárico, se fortalece esa idea del miedo mediante la coerción física, la homogeneización cultural, el “yo mío” –la propiedad– y, en definitiva, el ademán de control sobre lo natural, la vida y lo material, algo que han sabido plasmar a la perfección en la lectura museográfica que hace el equipo del Museo de Almería y que podéis, también para saber más sobre la sociedad argárica, consultar en este enlace.
Entretanto, la empatía, fruto de la conexión emocional, nuestra naturaleza social y las vivencias comunes, fragua comunidad y la comunidad sabe que, tarde o temprano, debe ponerse fin a una situación realmente insostenible al buscar la transformación que asegure la supervivencia del grupo. Es así como la deshumanización inherente a la explotación nace un principio humanizante: la rebeldía.
No obstante, saliendo de esta “arqueología ficción” que hemos planteado y su consecuente reflexión, reconectemos con nuestro presente y el artículo. Precisamente, en la narración hemos visitado, siempre teniendo en cuenta la proyección contemporánea y a pesar de los loci communes, aspectos muy trabajados en el conocimiento proporcionado desde la arqueología argárica en sí misma, pero también lo avanzado en materia y estudio sobre el fenómeno colapsista. Respecto a la primera, se ha definido a la cultura argárica como un «estado social, económico y político sin precedentes en la Península Ibérica y una de las primeras manifestaciones de sociedad clasista y estatal de Europa occidental» (Lull, 1983, apud Delgado y Rosas, 2012: 19). Las pruebas arqueológicas nos dejan entrever, entonces, un caldo de cultivo perfecto al que se le añade un corpus de ingredientes pluridimensionales que acaban por dar paso a la segunda prerrogativa, a saber, el colapso del Bronce argárico (2200 al 1550 ane.). Estos “ingredientes” o causas se tratan, en líneas generales, de la intensificación de la producción del cereal en sus últimos estadios, la roza y quema para conseguir mayor terrenos cultivables con la consecuente aridificación y salinización del ecosistema –a modo de efecto–, todo ello dado de la mano de la sobreexplotación humana dedicada a los trabajos productivos agrícolas y relacionados con la molienda (con incluso edificios consagrados a estas tareas y centros poblacionales especializados), además de una creciente desigualdad fomentada por la división clasista, su respectiva estratificación social y por la cada vez más acuciante especialización; división que se materializa con los elementos de prestigio (armamento, adornos de metales trabajados artesanalmente como el cobre, plata u oro…) apropiados por una minoría poblacional bien alimentada, frente a una mayoría desposeída con problemas serios de malnutrición y desgaste fruto de la sobreexposición al estrés físico que se ven reflejadas en las paleopatologías pertenecientes a los registros óseos. Y es que, entre estas patologías, nos encontramos desde aquellas maxilo-dentarias con enfermedades periodontales, desgastes anómalos en la dentición y cálculos favorecidos por un posible uso de la boca como “tercera mano”, la nula higiene y el consumo excesivo de cereal (centeno sobre todo), a desórdenes del desarrollo y enfermedades tales como la anemia, el raquitismo, el escorbuto o la osteoporosis (Rubio, 2021) en aquellos individuos que eran capaces de salir adelante en un mundo donde la alta mortalidad infantil era la norma. Desde luego, el contexto era de todo menos amable, por lo que las consecuencias físicas y el sometimiento social también tendrían consecuencias psicológicas palpables en el día a día con un más que posible malestar social generalizado.
Podríamos determinar que cualquier “fallo” que hiciera tambalear la pirámide socioeconómica, llevaría a un “efecto cascada” que, al fin y al cabo, terminaría por desembocar en una transición más acuciada con su coherente cambio de paradigma. No debemos olvidar que, a pesar de la idea “futurista” con la que concebimos nuestra realidad temporal, la prehistoria en una época de fuertes cambios sociales y, en menor medida, ecológicos, donde las dinámicas relacionales con el entorno –ya sea cultural o natural– eran más estrechas de lo que habríamos imaginado.
Rescatando las palabras de Tainter por vía de Carlos Taibo (2017: 37), el colapso reclama la presencia de varios elementos entre los que podríamos dilucidar una suerte de analogías en relación con el contexto final argárico:
«el primero sería una quiebra de la autoridad y del control centralizado [fin de la asentamientos en cerros que centralizan su hinterland], con revueltas, menores ingresos del gobierno [deterioro medioambiental que se traduciría en menos grano que distribuir por las clases dirigentes y menos capacidad para conseguir materias primas ricas], amenazas externas, pérdida de eficiencia de las fuerzas armadas [elite guerrera] y general insatisfacción popular. En el segundo estadio, el centro de poder perdería fuerza y al cabo desaparecería. Como consecuencia, emergerían entidades de dimensiones menores, a menudo enfrentadas entre sí. En un tercer escalón, […] los palacios y los centros de almacenamiento serían objeto de abandono, quebraría la distribución de bienes y materias primas al tiempo que se reducirían los intercambios con localidades alejadas, en provecho de un renacimiento de las formas locales de vida.»
Desenlace del desenlace
En síntesis, podemos ver una evidencia tangible y clara de transiciones y transformaciones dentro de los paradigmas sociopolíticos, económicos y culturales que ha favorecido unos términos y postulados tremendistas/apocalípticos para el final de un sistema jerárquico como proyección del etnocentrismo y colonialismo occidental y sus respectivos miedos en la modificación, debilitación e, incluso, desaparición de estructuras centralizadas y clases dominantes de estos sistemas. En pocas palabras: el fin o colapso del mundo argárico realmente fue el colapso para la jerarquía de esta sociedad de la prehistoria reciente, de igual forma que el bombardeo cultural actual al que nos vemos expuestos pone sobre la mesa los miedos de una clase dirigente que teme perder dicho privilegio dentro del sistema que les alimenta.
En el caso del Argar, el paso que se da a la siguiente etapa durante el Bronce Tardío, la arqueología nos demuestra la existencia de una mejor distribución de los recursos, lo que afianza un estilo de vida mucho más saludable, accesible, colectivo y amable con la mayoría de la población al construir nuevos procesos y fenómenos sociales más igualitarios. Por tanto, sí podemos entrever un colapso inevitable en todas aquellas sociedades de incipiente complejidad, sobre todo si equiparamos “colapso” con “transformación” y/o “transición” y “complejidad” con “estructuras sociales jerarquizadas”. Los procesos de adaptación y sostenibilidad en las mal llamadas “Edades Oscuras” sobrevenidas tras el colapso de esas sociedades piramidales, simplemente responden a una capacidad humana a través de la técnica, el conocimiento y la organización socioeconómica pragmática y, por tanto, política que genera en esas supuestas épocas de “caos” una resiliencia, apoyo mutuo y autogestión dentro de las dinámicas continuistas del localismo y el decrecimiento. Es así como las Ciencias Sociales y Humanas nos ayudan a desarrollar herramientas para estudiar y aproximarnos desde nuestro presente a estos circuitos relacionales y las capacidades de adaptación en las comunidades humanas, de igual modo que se nos demuestra desde la etnoarqueología, la arqueología o la antropología, tanto entre nuestras sociedades pasadas, como en el desarrollo de comunidades actuales, una respuesta frente a los sistemas-mundo que, en definitiva, dan paso a visiones más optimistas del devenir frente a las retóricas apocalípticas del poder.
Referencias
Delgado, S. y Rosas, M. (2012): «De colapsos y continuidades. Una valoración conceptual de las sociedades en transición», Sostenible?, nº 13, pp. 13-29.
Diamond, J. (2006): Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, Debate, Barcelona.
Dickinson, O. (2000): La Edad del Bronce Egea, ed. Akal, Madrid.
Dietler, M.: «The Archaeology of Colonization and the Colonization of Archaeology», Theorical Challenges from an Ancient Mediterranean Colonial Encounter, pp. 33-68.
Hernando, A. (1999): «Percepción de la realidad y prehistoria. Relación entre la construcción de la identidad y la complejidad socio-económica en los grupos humanos», Trabajos de Prehistoria nº 56, CSIC, pp. 19-35.
McAnany, P. A. y Yoffee, N. (2010): «Why we question collapse and study human resilience, ecological vulnerability, and the aftermath of Empire», Questioning Collapse, Cambridge University Press, New York, pp. 13-29.
Middleton, G. D. (2012): «Nothing Lasts Forever: Enviromental Discourses on the Collapse of Past Societies», Journal of Archaeological Research, Vol. 20, nº 3, Springer, pp. 257-307.
Roldán, J. M. (2011): Historia de Roma, ed. Universidad de Salamanca, Salamanca.
Rubio, A. (2021): Paleopatología en los yacimientos argáricos de la Provincia de Granada, Universidad de Granada, Granada.
Shelmerdine, C. W. (2010): The Aegean Bronze Age, Cambridge University Press, New York.
Taibo, C. (2016): Colapso. Capitalismo terminal, transición ecosocial, ecofascismo, ed. Libros de Anarres, Buenos Aires.
Tainter, J.A. (1988): The Collapse of Complex Societies, Ed. University Cambridge Press, Cambridge.
Otros recursos interesantes para completar información
El poder en la prehistoria, https://lasgafasdechilde.es/2017/12/21/el-poder-en-la-prehistoria-despotas-o-comunidades/
https://www.euxinos.es/2021/03/01/el-calcolitico-en-la-peninsula-iberica/
https://www.ugr.es/~arqueologyterritorio/PDF7/Martin%20Florez.pdf
http://www.elargar.com/politica/
https://revistascientificas.us.es/index.php/spal/article/view/4792/4227
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