Sabemos de los cananeos, como se conocían a sí mismos, por lo que nos han transmitido aquellos que los retrataron, principalmente griegos y romanos, que, dependiendo de la época, región e idioma, los evocamos como fenicios, feniciopúnicos o púnico-cartagineses. Esta población de Oriente Próximo se granjeó su fama por todo el Mediterráneo Antiguo como diestros navegantes y ávidos mercaderes y, tópicos aparte –muchas veces inferidos por las rivalidades culturales–, resultaron pioneros en materia de exploración e, incluso, etnografía como veremos en el presente artículo.
Es innegable el ímpetu de exploración que ha caracterizado al pueblo cananeo desde ya un temprana Edad de Hierro, lo que suscitó en sus coetáneos mediterráneos un interés particular (no exento de prejuicios, rivalidades y tópicos) recogiendo e inmortalizando en la transmisión literaria sus periplos. Como podremos ver, serán las fuentes principalmente grecolatinas las que nos leguen estas historias a camino entre la fábula y el relato verídico –que diría Luciano–, finalmente cumplimentada en un terreno multidisciplinar, en la medida de lo posible, con los avances de la ciencia y lo cognoscible que nos dejan bastantes dudas e incógnitas a pesar de lo aproximativo. Periplos tales como el de los cartagineses Hannón e Himilcón (dependiendo del autor de consulta, la cronología varía entre el s. VI ane. hasta el s. IV-III ane.), que viajaron por el Atlántico, uno hacia el sur y el otro dirección norte respectivamente; y el de otros tantos pasajes que han pasado a formar parte del conjunto de fuentes clásicas y literatura de viajes, como el de la circunnavegación de África narrada en Heródoto, nos han ofrecido información que, aunque difícil de contrastar, ofrece un componente de veracidad evidente acerca de los periplos fenicios a los confines de su mundo conocido.
Para el texto de Hannón es de imperiosa necesidad citar el Codex Palatinus Graecus de Heildelberg 398, 55r-56r (s. IX) –del cual su traducción puedes leer aquí– (fig. 1) como continente de la aventura del cartaginés; el pergamino es recopilado por periplógrafos como Müller (Geographi Graeci Minores, 1855) o por Fischer en lo que sería la primera tesis doctoral específica en 1893 (Mederos y Escribano, 2000: 78) sobre el texto que nos atañe; eso sin contar con estudios previos realizados, como por ejemplo, por Pedro Rodríguez de Campomanes (1756) (fig. 3). Pero, esencialmente, para la consulta y estudio de estos dos cartagineses ilustres, la investigación tiende a sustentarse del mismo modo en lo inmortalizado por Plinio (Naturalis Historia, II, 67, 237-238; V, 8; VI 200) y en otras referencias tales como la de Pseudo Aristóteles (Mirabilibus auscultationibus, 37), de Arriano (Indica, XLIII, 11-12), el periplo de Pseudo Escílax (112) o Avieno en el caso de Himilcón (Ora maritima 114-129, 375-389 y 402-415), y así parangonarlo con lo escrito en el pergamino de Heilderberg. En el caso de las fuentes clásicas, los autores se debieron de fundamentar por la transmisión secular apócrifa, mientras que por el otro lado se basan en textos propiamente fenicios que, como la Estela de Nora (fig. 2), eran ofrecidos por los pioneros feniciopúnicos en sus respectivos templos, siendo éstas una expresión material para transmitir sus proezas; un legado a modo de valor simbólico y prestigio social que se repite en el núcleo cultural fenicio en disparidad de aspectos y que, del mismo modo que señala Zamora sobre las estelas de carácter hereditario (KTU 1.17, I, 26 ss.) tanto ugaríticas como fenicias, se trata de un «plano ideológico» que nos ofrece, no sólo desde el prisma cultual-funerario, sino también una «presencia y continuidad social de la familia» (2014: 22) para aquellos individuos.
El problema de confiar en estas fuentes reside en la extrapolación de los textos de su contexto real y cultural, esto es, desde la perspectiva fenopúnica que es recogida de manera secular por autores grecolatinos como señalábamos en nuestra entradilla, ajenos muchas veces a esas particularidades culturales y que, en relación al corpus literario, como bien señala Domínguez Monedero, «no sea improbable que ni esté [el texto] completo, habiendo sufrido mutilaciones durante su transmisión, o que, incluso, se haya producido una contaminación entre la inscripción erigida en el santuario de Baal Hammón y un eventual texto que el propio Hannón hubiese compuesto narrando los principales detalles de su navegación» (2010: 79). No obstante, la opinión está bastante dividida entre la diversidad académica, teniendo en cuenta la abundancia prolífica sobre el tema. La variedad de hipótesis parte desde lo apócrifo del texto (redactado por autores grecolatinos de entre el s. II y I ane. y ulteriormente modificado a finales del s. IV, en época Bajo Imperial, quizá en tiempos de Teodosio, por cristianos griego-bizantinos (Desanges, 1978b: 72; García Moreno y Gómez Espelosín, 1996: 102, 109; Mederos y Escribano, 2000: 79); al postulado que arguye sobre la autenticidad de la traducción del original semítico (Segert, 1969: 518) o al interpolado que nos remite Domínguez Monedero. En definitiva, en lo recogido por autores grecolatinos, y en parte debido a la idiosincrasia propia de su literatura, hay que saber separar lo que se tergiversa con el paso del tiempo debido a la transmisión secular y que tiende a mitificarse, de lo que se puede rastrear e investigar y que no podemos negar, e incluso admitir, como base real de la vivencia de estos periplos que parecen indicar –por lo menos desde la descripción geográfica de sus parajes y de la biodiversidad bien contrastada por diferentes estudios multidisciplinares– una base sólida para plantearlo como verídico per se.
Desde luego, uno de los puntos más interesantes que rodean al texto de Hannón es su carácter etnográfico, siendo éste una de las evidencias más antiguas que podríamos considerar como tal y en lo que nos centraremos primordialmente, más allá del recorrido en sí llevado a cabo por el marino y sus navegantes, tema prolífico donde los haya, dando como resultado una disparidad de artículos, posts, investigaciones, debates et cétera que abordan el trazado de su ruta.
Por norma general se presentan en el texto de Hannón poblaciones huidizas y hostiles, esencialmente todas aquellas a excepción de los lixitas, que utilizan como intérpretes y, por ende, tienden a proporcionar una colaboración amistosa y hospitalaria para con los cartagineses. Entre estos grupos de locales que viven en rededor del río Lixo, nos encontramos con los etíopes “inhospitalarios” (ἄξενοι/áxenoi) y los trogloditas (literalmente, los que habían en cuevas) “de apariencia extraña/singular” (ἀλλοιόμορφοι/alloiómorfoi). Una vez llegados al río Chretes y pasado el islote llamado Cerne, al final del lago se otean unas grandes montañas con hombres salvajes vestidos de pieles de fieras que los reciben a pedradas, evitando el desembarque de la partida cartaginesa. La última “interacción” con poblamientos locales es con los “etíopes”, mostrando una actitud evasiva hacia los púnicos mientras estos navegan de cabotaje hacia el sur durante 12 días desde Cerne o el “río grande de los hipopótamos y cocodrilos”. Todo ello sin considerar como “interacción” el párrafo sobre los gorilas (gorgonas), a los cuales se les atribuye el epíteto de “hombres salvajes”, dando caza a varias hembras para entregar en su regreso las pieles de sus víctimas como ofrenda en el templo de Baal Hammón en Cartago, lo que parece apuntar a alguna especie de grandes primates, como señalan diversos autores, a los que se les atribuyen rasgos humanoides como en muchos aspectos de la mitografía helena.
Sin embargo, las poblaciones locales no son los únicos que se muestran recelosos y huidizos: los cartagineses y los lixitas que los acompañan, tras llegar a lo que sus intérpretes reconocen como Cuerno del Oeste (actualmente identificado, bien como Cabo Verde, o bien como el Golfo de Guinea, siendo más plausible este último), obligados por el miedo, se retiran cuando cae la noche a causa de una multitud fuegos encendidos en la penumbra y «sonidos de flautas, címbalos y también tambores, un estrépito y también un gran griterío».
En otro orden de cosas y creemos que de merecida importancia a tratar, es la idiosincrasia y localización de los etíopes bien sabida por la literatura más antigua, sobre todo por su carácter mítico. Ya en época homérica se establecen dos pueblos en los extremos suroriental y suroccidental de Libia, como se puede rastrear en la Odisea (1, 22-24) y que respondería a una concepción empírica de la localización de poblaciones melanodermas (Guerrero, 2008: 53-54) para nada amistosas. Igualmente, el componente mítico griego expresa un carácter sacro hacia los etíopes a raíz de elementos simbólicos propios del banquete como el vino (producido por ellos mismos y comercializado con los fenicios supuestamente como bien de lujo, aun siendo los propios fenicios los que introdujeron en todo el área Mediterránea el consumo de este destilado típico del Creciente Fértil) que les vinculan a Dionisos, dado a luz en algún lugar del Extremo Occidente del muslo de Zeus, el cual también encontramos ligado a los «intachables etíopes» en un pasaje de la Ilíada (XXIII, 205-207) donde los Inmortales comparten simposio junto a ellos.
Veo inevitable llegados a este punto hacer una pequeña digresión a modo de analogía: hace apenas unos años, un “misionero” estadounidense trató de aproximarse –sin éxito– a las gentes que residen en Sentinel del Norte (fig. 4) –tratado por la revista en su día (Callizo, 2017)– lo que nos retrotrae, muchas veces, a un primer contacto de limitada complacencia, generalizado en los sucesos históricos de las relaciones socioculturales entre pueblos y, casi nunca, fortuito; esto es, debido a pura desconfianza o por precisarse un episodio previo negativo entre este tipo de contactos, llevan a una ineludible respuesta agresiva o esquiva por parte de los receptores, bien sean sentineleses o, en nuestro caso, “etíopes” y/o “trogloditas”. Domínguez Monedero hace lo propio y nos reseña (2010: 84) la anécdota recogida por Tito Livio (XXVIII, 37, 7) donde los honderos baleares frustran el desembarco de Magón en Mallorca dos años después de su presencia, probablemente tras un intercambio poco fructuoso desde la concepción de los pobladores baleáricos.
El viaje de Hannón se habría tornado impracticable –o por lo menos bastante arduo con muy poca probabilidad de retorno– de no ser por la presencia de los “intérpretes”. Esto nos ayuda a analizarlo como la forma de interactuar aprehendida en el marco de las relaciones internacionales de la antigüedad y más expresamente en las conductas de colonización y diáspora fenicia de principios del primer milenio donde intervienen factores antropológicos como el intercambio positivo entre comunidades holísticas. Asimismo, para darse este aprendizaje de traducción e interpretación, se necesita un paso previo de primer contacto y de relación dentro de un marco de entendimiento que pueda llevar, tanto a unos (púnicos), como a otros (lixitas) a aprender el idioma o formas básicas de comunicación y así favorecer intercambios, no sólo culturales, sino de todo tipo (desde materiales, hasta conocimientos de todo tipo, en este caso de carácter geográfico). Además, el recurrir a estas relaciones permite a los cartagineses, por lo que se puede deducir en el códice, tener una mayor opción de supervivencia al adentrarse en un terreno completamente desconocido y que, gracias al conocimiento que transmiten los lixitas, (reflejado, por ejemplo, en la toponimia, como Cuerno del Oeste, del Sur, Carro de los Dioses –interpretado este último como el Monte Camerún–, lo que implica un conocimiento y aprendizaje previo) ayuda a trazar un derrotero específico a los cartagineses siempre desde unas rutas previamente establecidas por los locales, como sostiene Ruiz-Gálvez (2008: 39), y que actuaron como incentivo. Si bien este proceso quid pro quo, para nada súbito, sino debido a una labor social constante en el tiempo, no sirve como puente para el contacto con los etíopes porque «hablaban una lengua ininteligible incluso para los lixitas» (Cod. Palat. 398 fol. 55r-56r) lo que ineludiblemente complica el intento de interacción y, por lo tanto, limita las posibilidades del horizonte fenicio para su establecimiento, comercio y obtención de materias primas, clara motivación y principal cometido de sus viajes.
Aunque El periplo de Hannón sea el que más contenido ha generado entre la comunidad académica, gracias a la conservación de estos textos entre otros aspectos, no es el único que delimita, como ya escribiéramos al comienzo de estas líneas, el confín del que fue partícipe la exploración fenicia. Entre otros periplos, encontramos los intentos de circunnavegación de África a mano de cananeos a través de una partida financiada por el faraón egipcio Necao II (610-595 a.C.) recogida por Heródoto (IV, 42), los cuales debían partir desde el Eritreo y entrar a Egipto por el Mediterráneo, es decir, dar una vuelta completa al continente africano, del cual no se sabía mucho más allá del territorio nubio en las últimas cataratas del Nilo. El propio Heródoto pone en duda una de las experiencias que recogen los fenicios durante esta circunvalación del continente que duró tres años, siendo ésta el haber tenido el sol a la derecha, algo que resulta a priori una anécdota falsa para el logógrafo, pero que, sin embargo, una vez doblado el cabo de Buena Esperanza, es un hecho inapelable (Balasch 2011: 408, vid. nota 110 en Historia de Heródoto).
Al contrario que Hannón, cuya empresa finaliza por falta de víveres, en el periplo de la circunnavegación, los fenicios paran en un lugar indeterminado de Libia (bajo la concepción de Heródoto, Libia se trata de una península que abarca todo el norte de África) a cultivar trigo y poder continuar con la expedición, lo que retrasa un año más el viaje.
Hay otros episodios que se encuentran bastante más dudosos acerca de hasta dónde llegaron los fenicios. Por carencia de pruebas, parecen meros supuestos hipotéticos que, sin embargo, algunos autores no se atreven a descartar, aunque sí los consideran inconcluyentes. A saber, el tesorillo cartaginés datado del s. III a.C. encontrado en la Isla de Corvo (fig. 5), perteneciente al archipiélago de las Azores o el descubrimiento de Madeira que algunos investigadores explican tímidamente a través del tipo de embarcación y el método de navegación de volta pelo largo que se basa en dirigirse a mar abierto hacia el oeste «para coger el viento a “medio cuartelar”» (López Pardo, 2008: 63) lo que también explicaría hallazgos en las Canarias (Mederos y Escribano, 2000; 2002 a; apud Guerrero 2008: 70) en relación, hipotéticamente, a la industria pesquera gadirita dentro de la esfera de influencia del Círculo del Estrecho.
De modo similar su homólogo septentrional trataría de la llegada a Irlanda (Ierne), las Islas Británicas (Albión) y de la Bretaña francesa que exploró Himilcón y que recoge Avieno (Or. mar. 115-119). Nos volvemos a enfrentar a la mitificación del relato, donde el viaje habría sido algo puntual, meramente anecdótico, ya que el establecimiento fehaciente de los fenicios en el Extremo Occidente en aguas del Atlántico donde realizan sus intercambios de manera más asidua, integrándose en diversos circuitos comerciales, es, en definitiva, en el territorio galaico-portugués por el norte (hallazgos de ánforas Ramón T.11214 de producción gadirita en las rías gallegas, centros urbanos importantes cercanos a Lisboa o los hallazgos de betilos encontrados en Punta do Muiño); en el caso meridional habría sido el islote de Mogador, la actual Essaouira magrebí –identificada como la famosa Cerné del Periplo de Hannón– y Lixus por el sur, siendo el confín de las navegaciones regulares hacia uadi Draa, donde se recoge una muestra litográfica de un navío, señalando posiblemente un lugar seguro para el fondeo poniendo en término al “derrotero de confort” fenopúnico.
Es, cuando menos, complejo vislumbrar en el contexto actual donde nos hemos visto sometidos, ya no simplemente por la cuarentena, sino por el contexto histórico en el cual el desarraigo brota en nuestra sociedad y cultura, recreciendo incluso a raíz de las ciudades y el hacinamiento, esa casi imposibilidad de entender todo lo que implican dichos viajes y sus proezas, resulten verídicos o no. Desde un principio, la única asunción que podemos determinar cómo naturaleza, a priori intrínseca, de nuestra humanidad es la curiosidad, curiosidad que se ve reflectada en estos episodios que, hoy día, reverberan gracias a la historia, la antropología, la arqueología y otras tantas disciplinas humanas que nos permiten, aunque sea en un pequeño lapso del córtex, entresoñar un ápice de libertad sobre la cubierta de una pentecóntera, observando con asombro en la lejanía la ira del Monte Camerún.
Referencias
Aubet, M.E. (2009): Tiro y las colonias fenicias de Occidente, Bellaterra, Barcelona.
Callizo, S. (2018): “Sentinel del Norte”, Anthropologies.
Domínguez, A. (2010): “El viaje de Hanón de Cartago y los mecanismos de exploración fenicios”, Viajeros, peregrinos y aventureros en el Mundo Antiguo, Col·lecció Instrumenta, Barcelona, pp. 77-93.
Garzón, J. (trad., 1987): “Hannon de Cartago, periplo (Cod. Palat. 398 fol. 55r-56r)”, Memorias de historia antigua, Nº 8, pp. 81-86.
Guerrero, V. (2008): “Las naves de Kérné (II). Navegando por el Atlántico durante la protohistoria y la Antigüedad”, Los fenicios y el Atlántico, IV coloquio del CEFYP, CEFYP, Madrid, pp. 69-142.
Heródoto (2011): Historia, edición y traducción por Manuel Balasch, Cátedra, Madrid, 7ª edición.
López, F. (2008): “Las naves de Kérné (I). Las referencias literarias”, Los fenicios y el Atlántico, IV coloquio del CEFYP, CEFYP, Madrid, pp. 51-67.
Mederos, A. y Escribano, G. (2000): “El periplo norteafricano de Hannón y la rivalidad gaditano-cartaginesa de los siglos IV-III a.C.”, Gerión, nº 18, pp. 77-107.
Ruiz-Gálvez, M. (2008): “San Brandanes de la Prehistoria. Navegación atlántica prefenicia”, Los fenicios y el Atlántico, IV coloquio del CEFYP, CEFYP, Madrid, pp. 39-50.
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