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En una brutal escena, Lady Macbeth, ya con la razón perdida, se mira las manos. Los remordimientos hacen que en su mente perturbada aparezcan manchadas de sangre. Comienza a frotarlas, pero por mucho que insiste, la sangre no desaparece. Sigue frotando sin parar, cada vez más fuerte. Lo hace de tal forma que no pasa mucho tiempo sin que, sobre la alucinación, empiecen a abrirse heridas reales. Es su propia sangre la que empieza a brotar y la que la obliga a restregarlas con más persistencia. Más heridas, más sangre, más desesperación hacia el abismo.

Las sociedades que alientan la idea de individuo necesitan usar mecanismos institucionales con normatividades regladas en el derecho y en las leyes. Pero el problema de las leyes es que empapan muy poco y muy despacio las estructuras culturales. Puedes prohibir a alguien tener actitudes racistas, pero no serlo.  Estas estructuras usan a cada individuo para reproducir su propio código basado en el hábito y no como los códigos legales que lo hacen desde una abstracción racionalista. Racionalización que encontrará una mayor resistencia por parte de la comunidad cuanto más divergente sea a la costumbre.

Esto lleva a las sociedades individualistas a buscar diversas maneras con el fin de estructurar culturalmente a los sujetos, una de ellas, de la que aquí nos ocupamos, sería la patologización de la diversidad de los comportamientos humanos, todos y cada uno de ellos. Hasta los más comunes. Tenemos para ello una panoplia de trastornos y síndromes, obsesivamente clasificados, con los que podríamos etiquetar a casi cualquier persona por no ajustarse a lo que podríamos llamar un espejismo de normalidad.

A modo de ejemplo me llama poderosamente la atención el llamado Trastorno negativista desafiante (TND), cuya sintomatología se describe de esta manera: estado de ánimo irritable; resentimiento (rencoroso, vengativo) y, la que más me gusta, conducta argumentativa desafiante. Lo primero que uno se pregunta es si este trastorno es lo que llevó a Steve Biko o a Rosa Luxemburgo a la tumba; o si es el causante de que Copérnico insistiera en dar la murga con el heliocentrismo; o que la “conducta argumentativa desafiante” empujara a Fanon a escribir Los condenados de la Tierra. La lista de “desafiantes” es infinita como infinitos son los beneficios que sus trastornos nos han procurado.

Pero en vez de valorar esa incómoda riqueza conviene que sea tratada. Es la posibilidad de hacer negocio el estructurante social que nos hace creer que estamos constituidos fundamentalmente por aquello de lo que nos gustaría deshacernos. Cada elemento que nos construye contiene solo la información negativa, al menos es la única que parece manifestarse ante nuestros ojos. Esta sociedad incorpora al individuo perfilándolo a base de complejos, exigiendo una lucha constante por la originalidad para posteriormente diagnosticarle por ella.

Como en la cirugía estética en que el aparente éxito de un primer retoque lleva irremediablemente a la desfiguración, cada vez más grotesca, que exigirá nuevas intervenciones. Como Lady Macbeth con sus manos.

Vivimos entre una necesidad y una exigencia. La exigencia de parecer únicos y la necesidad de crear el espejismo de una normatividad compartida que constituya un complejo ideológico perdurable en el tiempo. O, dicho de otro modo, necesitamos hacernos una idea, más o menos precisa, de lo que se supone que es un comportamiento “normal” al que poder ajustarnos. Pero en nuestras sociedades “individualizadas”, la normalidad compartida es el esfuerzo continuo por diferenciarse, por tanto, somos desajuste, inadaptación y neurosis.

Nuestra diferencia abre brechas insalvables con la aparente diversidad armoniosa de los otros. El conflicto entre lo que los demás esperan de nosotros, a menudo contradictorio entre ellos, y lo que nos gustaría mostrarles y que aceptaran, cambia según el contexto, el tiempo en el que nos hallemos y las personas con las que nos encontremos. Ese choque inacabable de subjetividades, acentuada por la obligación de impostar un criterio propio, tan apreciado en las sociedades individualistas, hace prácticamente imposible que ninguno de nosotros nos sintamos acompasados con esa normalidad idealizada. Terminamos por tanto domesticados por la industria del diagnóstico.

No estoy seguro si el espejo de la madrastra de Blancanieves era omnisciente o más bien un liante, pero ante la pregunta sobre quien era la mujer más hermosa del reino, el espejo, si fuera honesto, respondería que la belleza, como el deseo, aunque está fuertemente determinada por la propia cultura, no deja de ser relativa. Por muy influenciada que esté por ese marco cultural nuestras interpretaciones de ella varían. Es decir, pa´gustos los colores. Pero a un cuento no se le puede exigir coherencia, su sentido es simbólico. El espejo lo único que hace es reflejar el complejo de quien lo consulta, su “verdad” inconfesada; que sea precisamente un espejo y no una bacinilla podemos tomarlo como una pista. Así, en nuestro encuentro con la aparentemente pulida diversidad de los otros, el espejo que forman siempre nos devuelve el reflejo de lo defectuoso, de lo desajustado. Luchamos por nuestra originalidad y sufrimos cuando se nos señala por ella, ya que cada persona nos recuerda lo lejos que estamos de ser la mujer más “normal” del reino.

Pablo Martínez Tobía

Pablo Martínez Tobía

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