El verdadero viaje es el retorno
Ursula K. Le Guin
Tengo un relato que contar sobre el lugar donde fui cuando era joven, aunque ahora no voy a ninguna parte y paso el tiempo sentada como una piedra en este lugar, en esta tierra, en este valle. He llegado a donde me dirigía». Así comienza su historia Piedra Parlante, la protagonista de El eterno regreso a casa (Always Coming Home), una de las obras más singulares de la escritora estadounidense Ursula Kroeber Le Guin, publicada en 1985. Y es singular por varios motivos. El primero de ellos: su contenido. La edición española del libro tiene 761 páginas. El maravilloso y conmovedor viaje de Piedra Parlante, estructurado en tres partes, ocupa tan solo 150. ¿Cómo es posible? ¿Qué hay en las más de seiscientas páginas restantes?
La respuesta: etnografía-ficción
Cuando uno se sumerge entre las páginas de El eterno regreso a casa descubre una sucesión abrumadora de relatos, poemas, obras de teatro, cuentos románticos, comentarios nativos, reflexiones y, en la parte final del libro, ensayos auténticamente antropológicos sobre los nombres, la organización social, los sistemas de parentesco, la indumentaria, la alimentación, el alfabeto, los rituales, los juegos, las prácticas médicas… literalmente, 170 páginas de descripción etnográfica de la cultura kesh.
El asunto es que… la cultura kesh nunca ha existido; al menos, no más allá de la mente que la imaginó. «Los personajes de este libro podrían haber vivido dentro de muchísimo tiempo en el Norte de California», reza la nota preliminar. Y en su final, sentencia: «Lo que fue y lo que podría ser se halla, como niños cuyos rostros no podemos ver, en brazos del silencio. Lo único que tenemos en cada momento es el aquí y el ahora». Cientos o miles de años en el futuro, tras el colapso de la civilización industrial globalizada, los kesh habitan el valle del río Napa, al norte de la bahía de San Pablo. ¿Quiénes son? ¿Cómo piensan? ¿Cómo viven su vida? Pandora, una etnóloga ficticia, busca responder estas preguntas.
Dentro del pequeño mundo de la etnografía-ficción, El eterno regreso a casa ocupa un lugar extremo hacia el polo «ficción». ¿Pero qué es la etnografía-ficción, o ficción etnográfica? El antropólogo Tobias Hecht nos da una buena definición: “la ficción etnográfica es una forma literaria que combina la investigación antropológica con la imaginación narrativa de un escritor de ficción. No presenta una historia real, sino que pretende describir un mundo que podría ser descubierto y descrito a través de la investigación antropológica” (Ethnography Matters, septiembre 2013).
En el polo opuesto, el de la etnografía pura y dura, podemos mencionar la obra pionera de Bandelier, The Delight Makers, publicada en 1890, que convierte en relato muchas experiencias y sucesos observados por el autor en sus estudios de los indios Pueblo; las famosas experiencias de Carlos Castañeda entre los yaqui o, más recientemente, series como The Wire, que escudriña la vida y los problemas sociales de Baltimore. Todas, sin embargo, desde los traficantes de drogas hasta el Baile del Agua en las colinas de Sinshan, comparten un interés honesto y riguroso por la cultura humana, por las prácticas de la gente corriente en su día a día. Todas comparten ese extrañamiento, esa búsqueda del porqué de lo que somos y lo que hacemos. Todas construyen una visión coherente de aquellas prácticas que observan: son etnografía.
Quizá muchos lectores sientan un cierto escepticismo hacia estos kesh de California que nunca han existido. ¿Qué sentido tiene recrear, en toda su complejidad, una cultura ficticia? Y aquí complejidad no es ninguna tontería. La sucesión de historias vitales es de tal calibre, y tan sumergida en su propia realidad (en su propia realidad emic, casi se podría decir), que uno llega a preguntarse si estos kesh no existirán por alguna parte, escondidos en las colinas. Y además: tablas de parentesco, descripciones de instrumentos musicales, mapas, recetas gastronómicas. Con ayuda del músico Todd Barton, un amigo suyo, Le Guin llegó a esbozar las partituras de algunas de sus canciones… ¡Y llegó a interpretarlas! La colaboración desembocó en un disco recopilatorio, Music and Poetry of the Kesh, algunas de cuyas piezas pueden encontrarse en YouTube.
En resumen: una auténtica locura. Pero algunas locuras son maravillosas, son un regalo, y no sólo por su calidad literaria o su poder imaginativo. El libro es una experiencia antropológica. Pero, ¿por qué? ¿Qué luces aporta El eterno regreso a casa sobre el ser humano?
En primer lugar, leída de principio a fin, sin “atajar” recurriendo al material explicativo, la obra induce un auténtico extrañamiento en el lector. La mente de Piedra Parlante es una mente kesh, y no se rige según nuestra forma de pensar. Entre los kesh no hay una autoridad central, la sociedad se organiza en Casas y Cofradías y sigue una herencia matrilineal, el calendario fluye con las estaciones y las grandes festividades, la densidad de población es pequeña, y el pensamiento kesh se rige en función de un esquivo concepto que no sólo es abstracto, sino que dicta el trazado de las ciudades y el comportamiento de los seres: la heyiya-if.
Pero la sociedad kesh no surge de la nada, sino que es fruto de un profundo conocimiento etnográfico. Según Richard Erlich, la obra es una «novelización ficticia de una gran parte de la obra monumental de Alfred Kroeber, Handbook of the Indians of California» (Coyote’s Song: The Teaching Stories of Ursula K. Le Guin, 1997). No olvidemos que Le Guin era su hija; y su madre, la escritora Theodora Kroeber, es famosa por haber novelado la vida de Ishi, el «último indio salvaje» de California. La antropología y el contacto con los «otros» acompañaron a Le Guin desde su infancia e influyeron en prácticamente toda su obra. Los protagonistas de sus historias suelen ser intermediarios, antropólogos y etnólogos, o directamente las voces de aquellos maltratados y olvidados por la Historia. «Por supuesto, no es solo la voz de la mujer la que falta. Las mujeres son simplemente una parte muy grande, probablemente la más grande de las voces que no han sido escuchadas. Y, desde una perspectiva de género, no solo las mujeres sino toda clase de géneros. Y en la América blanca, en la Europa blanca, personas de otro color… En esencia, son las voces inauditas que, si queremos llegar a alguna parte, tenemos que empezar a escuchar. Porque, debo decir, este tipo de voz dominante, europea, blanca, imperial nos ha llevado a donde estamos, y no es un lugar muy agradable precisamente» (Ursula K. Le Guin: Listening to the Unheard Voices, The Nation, Video Nation 2015).
Un poema pedagógico y la canción de la garza
Pero, ¿de qué habla Le Guin en El eterno regreso a casa? ¿Del futuro? En esa misma entrevista nos da la pista: «Nunca pensé mucho sobre el futuro. Sólo estoy interesada en el presente y el pasado. ¿Quién sabe cómo será el futuro? No está ahí, no sabemos lo que es. El futuro en ciencia-ficción no es más que una metáfora del ahora». En el tiempo lejano de los kesh no hay automóviles sino caballos; no hay aviones, ni combustibles, ni autovías, ni supermercados, ni Instagram, ni multinacionales. No hay masas de gentes ni torres de viviendas ni fábricas ni cohetes espaciales. Desde luego, no es el futuro brillante de Star Wars. Hay colinas, árboles, casas de madera, silencio. Lo único que queda son computadoras que funcionan con energía solar, armas de fuego y un afanoso ferrocarril.
¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha cambiado el mundo de esta manera? No hay respuestas fáciles; somos etnólogos del futuro y nos encontramos con lo que hay: un valle, vasijas de arcilla, los kesh y sus canciones. En algunos fragmentos encontramos pistas. Los mapas son desconcertantes al principio, no se parecen mucho a la California de hoy… Hasta que nos percatamos de algo. El nivel del mar. Casi toda América se ha hundido bajo las aguas. ¿La Tierra se ha calentado tanto que se han fundido los polos? En el relato “El hombre valiente” encontramos este fragmento: «Recorrió voluntariamente y sin compañía las regiones envenenadas y nunca sufrió ningún daño ni él ni sus compañeros, pues no se dejaba confundir por el nerviosismo ni permitía que el miedo le hiciera precipitarse. Siguiendo los mapas y guías que le proporcionaba la Central y sus propias e intrépidas exploraciones, descubrió depósitos de estaño, cobre y otras sustancias valiosas. Su nombre pasó a ser Campana, pues las expediciones que organizaban trajeron tanto metal que el Arte de los Herreros pudo elaborar gran cantidad de piezas de bronce y fundir cencerros para los corderos y reses, y campanas para músicos. Las campanas de bronce son las más dulces y las de tono más complejo, por eso llamaron al valiente por ese nombre, un nombre-obsequio». En el mundo de los kesh, encontrar un depósito de cobre es materia de un relato heroico. ¿Quizá por eso construyen en madera, en adobe y arcilla? ¿Y qué son las regiones envenenadas? Pandora resuelve muchas dudas tras el relato de Piedra Parlante: «¿Sería posible que los cambios genéticos provocados por los residuos de la Era Industrial sobre la raza humana, que yo consideraba desastrosos —baja tasa de nacimientos, limitada esperanza de vida, alta incidencia de enfermedades congénitas incapacitantes—, tuvieran también un aspecto paradójico? ¿Sería incluso posible que la selección natural hubiera tenido tiempo de actuar en términos sociales, además de físicos e intelectuales? Esas gentes del valle del Na, los rekwit y los fennen, y los pueblos de la costa del Amaranto y de las islas del Algodón y del río de las Nubes y del río Oscuro y de las Marismas y de la cordillera de la Luz, ¿serían acaso más sanos de lo que yo percibía, más saludables de lo que pueda alcanzar a entender, ya que estoy obligada a observarlos desde fuera de su mundo? Al dejar el progreso a las máquinas, al permitir a la tecnología avanzar por su propio camino y seleccionar de ella —con lo que a nosotros nos parece un comedimiento, una cautela o una contención excesivos— los instrumentos limitados, aunque totalmente adecuados de sus culturas, ¿sería posible que con esa opción de no perseguir el «progreso», o no sólo el «progreso», esas gentes hubieran logrado el éxito en el desarrollo de una vida de historia humana, con energía, libertad y nobleza?». Como buena etnografía, sus conclusiones abren nuevas preguntas sobre nuestro propio mundo.
Sorprende un futuro sin tecnologías asombrosas ni monumentos extraordinarios a la inventiva humana. Y esa era la intención de Le Guin: «Creyendo que no tenemos otro futuro que el desarrollo high-tech, la expansión urgente, la urbanización y la explotación implacable de los recursos naturales y humanos —creyendo que tenemos que continuar como hasta ahora—, la gente tiende a ver el libro como un giro hacia el pasado, hacia lo atrasado. No lo es. Mira, pero no hacia atrás. Es un intento radical de mostrar una sociedad genuinamente madura. De imaginar un “clímax tecnológico”, cuyo fundamento no sería el crecimiento forzado sino la homeostasis. De ofrecer un modelo, no mecánico, sino orgánico de la cultura» (Dancing the Tao: Le Guin and Moral Development, Sandra Lindow, 2012).
En el libro, Le Guin regresó a casa a través de varios caminos diferentes. De niña pasó muchos veranos en los valles de California, en el rancho de su familia. Conservaba vívidos recuerdos de los árboles, los arroyos, los sonidos, las sensaciones. Y la heyiya-if, inspirada en el famoso taijitu que contiene el yin y el yang, recuerda su amor por el taoísmo. Es un símbolo de una elocuencia maravillosa que condensa buena parte del significado de El eterno regreso a casa.
La heyiya-if es una doble espiral en giro permanente cuyos brazos nunca llegan a tocarse. Representa el flujo, el cambio, el movimiento, la posibilidad. Una de las espirales contiene lo abstracto, los animales salvajes, la humanidad en su conjunto, lo social. La otra, lo discreto, el individuo, los animales de la labranza, las cosas prácticas. Y ambos brazos giran siempre hacia un centro que jamás podrán tocar, se encuentran en un viaje interminable en pos del otro. El verdadero viaje, solía decir Le Guin, es el retorno: la comprensión de lo que somos. La pequeña y conflictiva Búho del Norte, rechazada por los suyos como una «medio humana», hija de una mujer kesh y un hombre del Cóndor, huye con su padre, quien la bautiza como Ayatyu, la “mujer bien nacida”, porque entre los Cóndor importa mucho el linaje; conoce la violencia y la degeneración de los Cóndor, que buscan poseer, dominar y construir ingenios bélicos; y por fin se decide a huir y volver con los suyos, convertida en la Mujer que Vuelve a Casa, aquella que tuvo que conocer lo extraño para descubrirse a sí misma. Tras una vida dichosa asume su último nombre: Piedra Parlante, la anciana que ha llegado a donde se dirigía. Su pequeño relato, su humilde historia, quizá tenga algo de lo que somos, de lo que nos constituye como seres humanos, porque aquel que ha convivido entre culturas extrañas sabe que, efectivamente, el verdadero viaje es el retorno; y nosotros mismos, sugiere Piedra Parlante, sugiere Ursula K. Le Guin, somos espirales en movimiento, en búsqueda de lo que nos constituye, quizá, en la intersección de lo individual y lo social; una búsqueda que jamás termina, que gira y fluye siempre hacia el interior: un eterno regreso a casa.
Ursula Kroeber Le Guin nació en 1929 y murió el 22 de enero de 2018 acompañada de sus seres queridos. Además de una multitud de premios Hugo, Locus y Nebula, entre otros, recibió en 2014 la medalla distinguida por su contribución a las Letras Americanas. Es considerada una de las novelistas estadounidenses más relevantes del siglo XX. El eterno regreso a casa, recibió el premio Janet Heidinger Kafka y fue finalista de los National Book Awards.
Miguel Tofiño Vian
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