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En la Edad Media, la muerte ocupó un lugar privilegiado en la estructura mental del hombre, pues generaba sentimientos de preocupación y miedo hacia lo que era desconocido. De esta forma, se desarrolló todo un sistema de creencias y comportamientos rituales  para afrontarla, dar respuestas y contrarrestar la pérdida del ser querido.

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CONCEPCIÓN Y ACTITUD FRENTE A LA MUERTE

La muerte era considerada como la separación del alma con respecto del cuerpo y el tránsito hacia una vida mejor, morir en el mundo terrenal para renacer en el mundo celestial. Sin embargo, pese a que esta visión “pura” (creada por la Iglesia) se mantuvo durante toda la Edad Media, en  S.XIV se tendió hacia una más oscura y tétrica. Causada, por  la consecución de trágicos acontecimientos, como: las  fuertes hambrunas de 1316, la Guerra de los 100 años y sobre todo en 1348 la gran epidemia de la Peste Negra. A su vez, estos hechos provocaron un fuerte impacto en el hombre del Medievo, que empezó a desarrollar una visión y actitud profana de la muerte, frente a la visión oficial de la Iglesia que primó durante el S.XIII.

Concepción y actitud eclesiástica

Por un lado, se encontraba el  enfoque  del alto clero, que estaba directamente ligado con la concepción dual que se tenía del cuerpo humano. El cual, estaba compuesto por el cuerpo, que era la prisión y el recipiente que contenía en su interior el sagrario, el alma. Así, siguiendo esta visión, existían dos tipos de muertes; la primera muerte /muerte natural del cuerpo y la segunda muerte/ muerte espiritual. Esta última era la más temida, puesto que era causada por la traición a Dios y suponía no poder acceder al mundo celestial, que era el fin último de la vida (peregrinación en un valle de lágrimas). “…La muerte es fin de una prisión sombría para las almas nobles, y amargura, para aquellos que viven en el fango…” (Los Triunfos, F.Petrarca)

Dentro de esa dura peregrinación que era la vida, la Iglesia respetaba y defendía ciertos dolores y muertes, como el martirio individual por defender la fe (Santa Catalina o San Ignacio de Antioquia que murieron a manos de los romanos) o la defensa en sí de la fe frente a los paganos (Las Cruzadas o las guerras entre católicos y musulmanes en la Península Ibérica).

Por otro lado estaba el bajo clero, cuya concepción variaba de la oficial, pues en ella se mezclaban rituales y costumbres paganas (condenadas por la Iglesia) con la versión eclesiástica.

Según Mario Huete Fudio, esta actitud queda perfectamente reflejada en “El libro del buen amor” del Arcipreste de Hita, en donde se pueden distinguir tres actitudes ante la muerte: la rebelde (la muerte es igual para todos y es trágica), la religiosa (se tiene que hacer buenos actos durante la vida para alcanzar el cielo), la burlona y la hedonista (liberación del alma).

Concepción y actitud profana

El hecho de que la sociedad medieval conviviera diariamente con la muerte provocó una actitud tétrica y oscura de la muerte, a la vez que un sentimiento de carpe diem sobre la vida. Así, frente la visión teocentrista se generó una más antropocentrista que se basaba en la obtención de la inmortalidad, el culto a la fama, la valoración de las acciones individuales y la búsqueda de la gloria. De esta forma, comenzaron a cobrar importancia acciones y actitudes que antes eran prácticamente imperceptibles:

Culto a la fama y al honor: dentro del pensamiento nobiliario  se comenzó a gestar el deseo de perpetuar el paso por la vida de la persona, a través de grandes gestas/victorias que permitiesen alcanzar la inmortalidad terrenal. Obteniendo la categoría de héroe  y sobre todo  fama y gloria, que serían recompensadas en el Más Allá.

Esta concepción, fue plasmada en  varias obras de la época como las de Juan de Mena (1411-1456)  y sobre todo en Las Coplas de la muerte Del maestre don Rodrigo. En dónde, Jorge Manrique (1440-1479): “… Por su gran habilidad, por meritos e ancianía bien gastada,alcanzó la dignidad de la grand Caballería dell Espada…”

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Temor y miedo hacia la muerte: aparte del temor a lo desconocido, según Mª Luisa Bueno, la muerte también provocó otro tipo de miedos: morir fuera de tu entorno (muy común entre reyes y caballeros), miedo a no encontrar la paz eterna, miedo a caer en el olvido, la duda (pensar que después de muerto no hay nada) miedo a morir sin ser confesado,  miedo a morir en pecado (siendo el más castigado el suicidio, porque solo Dios podía acabar con aquello que había creado) y miedo a los aparecidos o fantasmas. Estos, eran el doble sobrenatural de la persona muerta que moraba en un submundo tétrico, oscuro, triste… y  que podía aparecerse a los vivos porque no habían alcanzado su destino final, por diversas causas: no habían recibido una sepultura adecuada, no recibían las suficientes oraciones por parte de los familiares, habían muerto de forma violenta…

A su vez, este miedo suscitó todo tipo de supersticiones: ayudar a alcanzar al difunto el Más Allá (retirar una mesa o quitar una teja del tejado para que el alma pudiera seguir su camino), poner obstáculos en la casa para evitar las apariciones, orar por el difunto para que obtuviese el descanso eterno, llevar piedras que protegiesen de los fantasmas (jaspe, coral o diamante), fijar el cuerpo a la tumba para evitar que saliese (Leyes Comunales de Riga, S.XV), decapitar el cadáver o clavar la cabeza con una estaca.

Plasmación de la desigualdad social: la muerte era igual para todos y no hacia distinciones ni de edad ni de clase. Como así se recoge en los Cuentos de Canterbury de G. Chaucer “… La muerte nos amenaza a todas las edades, derribando a hombres de toda clase y condición: nadie escapa pues,tan seguro como que cada uno de nosotros sabe que debe morir…”

Pero, también era un acto social, y como tal, plasmaba el estatus social tenido en vida a través del funeral y la tumba, en dónde se reflejaba las riquezas y los honores de cada uno. De esta forma, cuando moría un noble el funeral se componía de un gran procesión y una misa funeraria de solemnidad (más las anuales conmemorativas).  Al igual, que los enterramientos de las familias más poderosas, que se ubicaban en lugares privilegiados como grandes mausoleos o capillas privadas que contenían el sepulcro, la imagen escultórica del difunto en actitud orante, el escudo de armas y epígrafes que los identificaban.

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En cuanto al resto de población, se hacían enterrar en cementerios o dentro de las Iglesias. En este último caso, la diferenciación social se hacía patente mediante la disposición de las lápidas (cuanto más cerca del Altar Mayor más pudiente y cuanto más lejos más pobre) y su tipología (las más ricas tenían grabado el escudo de armas e inscripciones, y las más pobres solo contenían una inscripción).

Desarrollo de la práctica testamentaria: a partir del S.XII casi toda la población dejaba por escrito en un documento sus deseos: reparto de sus bienes, donaciones a la Iglesia, obras piadosas para hacer en su nombre, misas y oraciones a realizar en su honor o como se quería la sepultura.

Por tanto, la importancia del testamento no solo residía en lo material, sino en lo moral, ya que se manifestaba el deseo de corregir los errores cometidos en vida para poder afrontar el Más Allá con serenidad.

Mediadores celestiales: en los testamentos se empezó a recurrir a mediadores celestiales para que intercedieran entre el difunto y Dios en el juicio particular, con el objetivo de mitigar el posible castigo a recibir por no actuar correctamente en vida. De esta forma, la elegida fue la Virgen (como madre de Dios podía convencer a su hijo) y diferentes santos con un papel secundario que ayudaban al difunto, como San Miguel. Encargado de luchar por el alma del moribundo frente al Diablo y defenderla en el juicio ante Dios. “San Miguel Arcángel de Dios, custodio del cielo, venid en mi ayudFoto 5a en el momento de mi muerte; sed mi defensa contra el Espíritu Maligno y conducid mi alma a la gloria del Paraíso” Oración de San Anselmo  (1033-1109)

Representación de la muerte: la cotidianidad de la muerte suscitó una imagen más macabra y el interés por los temas necrológicos, con el objetivo de reflexionar sobre la vida y recordar que la muerte acechaba a todo el mundo. Así, comenzaron a proliferar imágenes de calaveras, esqueletos y cadáveres en pinturas (grabados de Hans Holbein, el Viejo, 1538), Iglesias y tumbas.

Pero sin duda, la manifestación más importante fue “La danza de la muerte”, un género literario que destacó en el S.XV. En el que la muerte, representada por un esqueleto, aparecía para llevarse a la persona que iba a morir.

LA MUERTE Y SUS RITOS

Cuando el cuerpo no podía sanar y el auxilio médico ya no podía hacer nada por la persona enferma, la familia recurría a la ayuda espiritual. Era entonces cuando el sacerdote, con la sagrada forma en sus manos y una campanilla, se dirigía a la casa del moribundo  para socorrer su alma, evitar la presencia de espíritus malignos, preparar su encuentro con Dios y darle la extremaunción.

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Después de producirse el fallecimiento, las mujeres procedían a amortajar el cuerpo: lo lavaban, lo envolvían en un sudario blanco, taponaban todos los orificios para impedir que se introdujera algún espíritu, colocaban el cuerpo sobre un lecho y daba comienzo el velatorio. Ceremonia en la que los familiares y amigos acompañaban al difunto para evitar que estuviese solo o que algo malo le pasase, como la llegada de espíritus malignos. De esta forma, para  impedir los  malos augurios, el velatorio era acompañado de danzas, cantos y comidas.

Terminado el velatorio empezaba la procesión fúnebre, en la que el cadáver era trasladado desde la casa hasta su tumba en una ceremonia caracterizada por su fastuosidad (dependiendo del estatus social): El clérigo, familiares y amigos  acompañaban y llevaban al difunto sobre un lecho mientras gritaban, lloraban, cantaban, rezaban y hacían resonar campanas para ahuyentar al demonio. Igualmente, en el caso de que el funeral perteneciese a la nobleza, este también iría acompañado por plañideras que se lamentaban, se arañaban la cara y que portaban antorchas.

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Una vez enterrado, la familia ofrecía una comida y después se iniciaba el tiempo de duelo. La demostración del dolor por la pérdida, que se manifestaba a través del luto (negro para las familias nobiliarias y blanco para el resto) y de las honras  con misas anuales en honor del fallecido, especificadas previamente en el testamento. Como así hizo Don Pedro de Velasco (Primer Condestable de Castilla): “… Los muy magnificos sennores Condestable y Condesa de Haro les dotan e justituyen tres memorias perpetuas en cada anno en los tres días y lunes que les sennalaren en las cuales han de dezir el domingo antes…”

Este ritual llegó a alcanzar tal magnitud durante los S.XIV y SXV, que en el S.XVI las autoridades eclesiásticas tomaron medidas para reducir las manifestaciones  exuberantes y se empezó a optar por ceremonias más sencillas y humildes.

Por otro lado en la Edad Media existía otro tipo de ritual, el de “los muertos en vida” o leprosos (la lepra era concebida como un castigo divino). Una vez que a la persona se le diagnosticaba la enfermedad, esta era custodiada por sacerdote hasta la Iglesia en una procesión acompañada por canticos. Cuando llegaba al templo, el enfermo era confesado por última vez, asistía a su propia misa funeraria tendido en el suelo sobre una sábana negra y por último era llevado a la puerta, dónde el clérigo le decía: “ Ahora mueres para el mundo, pero renaces para Dios”.

Finalmente, se le expulsaba de la ciudad, se le prohibía todo tipo de contacto con la gente (salvo con su pareja), la entrada a cualquier espacio público, lavarse en ríos o arroyos, caminar en la misma dirección del viento (se pensaba que la lepra se pegaba a través del aire)… y se le entregaba su ajuar funerario. El cual se componía, de: una capucha marrón, zapatos de piel, un bastón, un par de sábanas, una taza, un cuchillo, un plato y una campanilla para avisar de su presencia. Es decir, que el enfermo lepra era condenado a la soledad y a vagar desamparado hasta su muerte.

Rocío Rivas Martínez

Referencias

Bueno Domínguez, MªL.,Milagros y prodigios medievales: Una frontera indeterminada, Editorial Semuret, Zamora, 2003.

Caycedo Bustos, M L., “La muerte en la cultura Occidental: antropología de la muerte”. Revista Colombiana de Psiquiatría, 2, 2007, pp. 332-339

Huete Fudio, M., “Actitudes ante la muerte en los tiempos de la peste negra. La Península Ibérica”, 1348-1500”, Cuadernos de Historia Medieval, 1,1998, pp. 21-58

Mitre Fernández, E., “Muerte y modelos de muerte en la Edad Media Clásica”. Edad Media.Revista Historia, 6,2003-2004, pp.11-31

Valderón Baruque,J., La vida cotidiana en la Edad Media,Dastin Ediciones, Madrid 2007.

Analía C. Abt., “El hombre ante la muerte: Una mirada antropológica” XII Congreso argentino de cancerología, 2006. Recuperado de http://www.socargcancer.org.ar

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