EN BUSCA DEL ENEMIGO: NACIONALISMO Y EXTREMA DERECHA. EL CASO DE ESPAÑA.

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Durante el siglo XIX, Europa asistió al surgimiento del nacionalismo como consecuencia de la difusión de las ideas liberales de la Ilustración y del expansionismo francés en las guerras napoleónicas, lo que despertó un sentimiento de pertenencia en numerosos territorios, dando origen a procesos de unificación como en Italia y Alemania. No obstante, estos nacionalismos, que partieron de la identificación del individuo con unos elementos nacionales comunes (lengua, tradiciones, cultura, pasado, etc.) derivaron en ideologías excluyentes y supremacistas que, entrado el siglo XX, darían paso a los fascismos y que en la actualidad permanecen vigentes, amparados en los populismos de extrema derecha, con una nostalgia notoria por un pasado idealizado y glorioso que se traduce en consignas como el «Make America great again»de Donald Trump, el «¡Viva la libertad, carajo!» de Milei en Argentina o las constantes referencias a la Reconquista y al Imperio español en los discursos de Vox.

Este nacionalismo bebe de la influencia del Romanticismo y de la concepción alemana del volkgeist, entendido como una suerte de predestinación que supera al individuo y dirige a la nación, legitimada por unos rasgos comunes y esenciales apreciables a lo largo de su historia, narrativas históricas eternas que «fueron paralelas a la globalización del capitalismo impulsada por la revolución industrial y el capitalismo» (García-Sanjuán, 2023: 70). Este nacionalismo y la teoría del darwinismo social defendida por algunos autores, como Gobineau, Herbert Spencer o el lebensraum («espacio vital») de Friedrich Ratzel, fueron el sustento ideológico del colonialismo, alegando la superioridad cultural y racial que justificaba e impulsaba a Occidente, en particular a Europa, a intervenir y someter a los pueblos considerados inferiores, como los africanos y los asiáticos, lo cual modificaría sensiblemente las estructuras políticas y sociales existentes, así como las organizaciones territoriales que, con el reparto de los imperios coloniales y la posterior descolonización y las fronteras artificiales resultantes, dejaron a unos países empobrecidos y a pueblos y tribus enfrentados juntos en una misma nación, lo cual propició conflictos que permanecen abiertos en la actualidad.

El clima de tensión generado por el colonialismo europeo y el enfrentamiento entre las potencias culminó con el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo y el estallido de la Primera Guerra Mundial, a cuyo término se mostró un paisaje desolador por la afluencia de muertos y mutilados, la destrucción de los países, la crisis económica, la escalada de la conflictividad social por la inflación de los precios, el desempleo y la miseria, sumados a la inestabilidad política, donde se fraguó un sentimiento de desconfianza hacia las democracias liberales que, incapaces de evitar el conflicto, se las llegó a culpar de él. La situación era propicia para el nacimiento de grupos reaccionarios, generalmente paramilitares, que, ante la inestabilidad político-económica y la conflictividad social, exaltaron los sentimientos colectivos con discursos que aludían a un pasado glorioso (como el Imperio Romano del fascismo de Benito Mussolini) y a las traiciones y humillaciones que su nación había sufrido por imposición de otras potencias europeas como Francia y Gran Bretaña. En el caso de Italia, sus ambiciones territoriales no habían sido satisfechas en la Paz de París al término de la guerra; en el caso de Alemania, la humillación fueron las reparaciones de guerra. Además, en un momento en el que había triunfado la Revolución Rusa y la Unión Soviética daba sus primeros pasos, el movimiento obrero se convertía en una amenaza mayor y tanto el fascismo como el nazismo, vinculados al gran capital, encontraron en el comunismo (y, en el caso alemán, también en los judíos) al enemigo común. Tanto el fascismo como el nazismo fueron los totalitarismos de extrema derecha más relevantes, tomados como ejemplo por otros partidos de menor entidad en Europa o incluso como modelos para regímenes autoritarios como en España fue la dictadura de Miguel Primo de Rivera y de los que más tarde el primer franquismo copiaría el aparato propagandístico, la escenografía y parte de la ideología, con partidos como FET y de las JONS.

En estos tres fascismos predominantes en la Europa del siglo XX (fascismo, nazismo y franquismo) podemos encontrar algunos rasgos comunes como la exaltación de los valores nacionales y el imperialismo, así como la idea de la nación amenazada por un enemigo exterior. En cualquier caso, la cuestión más relevante para este artículo es la revisión histórica y el uso que los fascismos hacen de la historia para legitimarse, con la utilización de etapas concretas y la conmemoración de héroes nacionales para alimentar la idea de predestinación y grandeza de la nación.

En la actualidad, una vez caído el Muro de Berlín y desaparecida la amenaza comunista, surge el concepto de «Choque de Civilizaciones», propuesto por Samuel Huntington, y que expresa este enfrentamiento en dos niveles: por una parte, la civilización occidental contra el «terrorismo» islámico, especialmente desde el 11S; por otra parte, la dicotomía entre Primer Mundo y Tercer Mundo, como manifiesta la inmigración masiva de mexicanos a Estados Unidos, la cual presenta una amenaza para la cultura y la integridad de la civilización estadounidense (Huntington, 2004) y que resulta fácilmente extrapolable a la inmigración en otros países, considerado uno de los problemas fundamentales. Esta doctrina, lejos de ser nueva, regresa a viejos prejuicios y estereotipos, callados pero nunca superados, que devuelven el auge a las narrativas esencialistas y tradicionales que favorecen la exclusión de grupos en distintos niveles (religiosos, culturales, étnicos, etc.).

En este sentido, podemos ver cómo el nacionalismo español y su genealogía hasta la actualidad se enmarca en este fenómeno, con unos mecanismos similares al resto de Europa para la interpretación de su deriva histórica y el uso del pasado como justificación ideológica.

La historiografía nacionalista española, desde su origen en el siglo XIX, se ha caracterizado por la fuerte vinculación entre el Estado (poder político) y la Iglesia (poder religioso), dando lugar a lo que conocemos como nacionalcatolicismo, es decir, una nación heredera «de un heroico proceso de liberación y unificación frente a la opresión islámica» (Ordóñez Cuevas, 2020: 61). Como otros Estados-nación durante este siglo, la percepción contrapuesta de yugo/liberación sirvió de idea providencialista para justificar el colonialismo español en Marruecos hasta bien entrado el siglo XX. Además, la Reconquista sería usada también como eje vertebrador de la propaganda franquista con la ayuda de una purgada academia y del control de las instituciones, llevando a cabo una «profunda labor de apropiación simbólica que le permite controlar y utilizar el relato histórico como fundamento legitimador del nacionalcatolicismo» (Ordóñez Cuevas, 2020: 61).

No obstante, este discurso no era novedoso, sino que, como se ha señalado, imbricaba con la historiografía decimonónica, donde ya se manifestaba la «ilegitimidad histórica de al-Ándalus desde sus orígenes, expresada a través de la noción de “invasión” árabe y musulmana, y la consiguiente legitimidad y glorificación de su conquista por los cristianos (re-conquista), culminada con la toma de Granada por los Reyes Católicos en 1492» (García Sanjuán, 2016: 133). En esta constante dicotomía del yugo/liberación las palabras nunca son causales: la invasión deslegitima al-Ándalus, mientras que reconquista y descubrimiento, aplicados a los reinos cristianos peninsulares, actúan como agentes de legitimación y glorificación de procesos históricos enmarcados en la noción de la «España medieval», que tiene sus equivalentes en todos los periodos históricos, así la «España romana» [Pérez-Reverte, en Una historia de España (2019: 15) habla de «una hermosa piel de toro con forma de España llamada Ispahan»] o la «España prehistórica», aludiendo a una realidad territorial unitaria que estaba muy lejos de existir, pero que determinan la permanencia y eternidad de la esencia española, sin importar la diversidad cultural o el contexto histórico, como así lo expresa también Claudio Sánchez-Albornoz con la españolización de al-Ándalus al hablar «de la españolidad profunda de los musulmanes de al-Ándalus [identificando] al célebre ulema cordobés Ibn Hazm (m. 1064) como “el eslabón moro que une a Séneca con Unamuno”» (García Sanjuán, 2023: 74). ¿Cómo podemos entender esto sino como la existencia de un espíritu superior, permanente y eterno, esencial en suma, que reconoce a España como nación desde el origen de los tiempos?

Además, en la denominación recurrente de la «España romana», la «España cristiana» o «España medieval» tiene cabida siempre el mismo equívoco: utilizar el término «Hispania» o la castellanización de «España», que en un principio aludieron a una realidad territorial que se identificaba con la península ibérica, para defender la existencia de un proyecto nacional común entre los territorios que integraban la península ibérica y entre los que estaban, no lo olvidemos, Portugal, que no pertenece a la extensión actual. Y no sólo el proyecto nacional, sino la existencia de una cultura y de unas características primordiales e intemporales de lo español, como la afirmación de Claudio Sánchez-Albornoz antes referida o incluso el recurso sarcástico y mordaz empleado por Pérez-Reverte en Una historia de España, con afirmaciones como «envidia y mala leche eran marca de la tierra ya entonces», «y es que de entonces (siglo V más o menos) datan ya nuestros primeros pifostios religiosos, que tanto iban a dar de sí en esta tierra antaño fértil en conejos y siempre fértil en fanáticos y gilipollas», entre otros ejemplos que evidencian un carácter general e histórico de los españoles.

En cualquier caso, mientras que la historiografía liberal y conservadora buscaba definir la esencia de lo español siguiendo la dinámica de otros nacionalismos europeos, sus principios autoritarios y tradicionalistas serían asumidos por el fascismo desde sus orígenes, convirtiéndose en el elemento rector de la posguerra y permaneciendo vigentes hasta la actualidad en los discursos de la extrema derecha. Así, la Reconquista fueron ocho siglos de lucha constante y homogénea, una lucha de liberación que constituye la base de la existencia española y que, como «prolongada cruzada contra los enemigos internos y externos de España» (Alares López y Acerete de la Corte, 2023: 121) podía proyectarse sobre el 18 de julio como gesta ulterior de la Cruzada y ser, por tanto, el principio legitimador del régimen franquista.

La heterogeneidad e inconstancia de la Reconquista ya se abordó en otro artículo [0563c1;">(Re)conquista de la historia], aunque podemos decir que su terminología evolucionó desde la «Recuperación» o «Restauración» que aparecen en las crónicas medievales, como De rebus hispaniae de Rodrigo Jiménez de Rada, hasta la «Reconquista» propiamente dicha que aparecería por primera vez en 1796 y que, poco a poco, adquiriría el sentido actual de lucha sin cuartel de los cristianos contra el islam hispano; este proceso de transformación terminológica estaría asociado también a una simplificación de los pueblos partícipes en la Reconquista, desde la mención de Asturias, Álava, Guipúzcoa, Ruconia y Aragón en la crónica de Jiménez de Rada hasta la exclusión de reinos y coronas relevantes como Navarra y Aragón para identificar a España exclusivamente con el devenir histórico de Castilla (Peña Pérez, 2019: 105), un proceso que culminaría con la unificación administrativa en el siglo XVIII después de los Decretos de Nueva Planta.

La Reconquista se muestra, por tanto, como una matrioska donde tienen cabida otros mitos heroicos como la batalla de Covadonga –cuya veracidad está cada vez más puesta en entredicho, como así demuestra el medievalista José Luis Corral en Covadonga, la batalla que nunca fue. Hispania 700-756 (2014, Ediciones B)–; la lucha sin cuartel contra el islam o la imagen del Cid como el vasallo ideal que atesora los principios de moralidad pública y de fidelidad a su reino. El franquismo aprovechó la popularidad de estos mitos para vincular la figura de Franco con un papel de «reconquistador» durante la guerra civil al lograr la unidad y reconquista de España (Peña Pérez, 2019: 107). Aquí resulta interesante citar también, como ejemplo del uso capcioso de la historia durante el régimen, unos versos sobre el Cid en libros escolares del curso 58-59, citados de memoria por Pérez-Reverte (2019: 40): «La hidra roja se muere / de bayonetas cercada / y el Cid, con camisa azul / por el cielo azul cabalgaba». Es inevitable hacer una relación entre esa «camisa azul» y el uniforme falangista porque –quién sabe– a lo mejor si el Cid hubiera nacido unos siglos después hubiera militado en el Movimiento. Podemos apreciar cómo el Cid se convirtió en emblema para el franquismo a través de obras conmemorativas como el conjunto estatuario conocido como «El espíritu del Cid», donde Francisco Franco ensalzó su figura con las siguientes palabras:

El Cid es el espíritu de España. […] Lanzada una nación por la pendiente del egoísmo y la comodidad, forzosamente tenía que caer en el envilecimiento. Así pudo llegarse a esa monstruosidad que hace unos momentos se evocaba de alardear de cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid. ¡El gran miedo a que el Cid saliera de su tumba y encarnase en las nuevas generaciones! ¡Que surgiera de nuevo el pueblo recio y viril de Santa Gadea y no el dócil de los trepadores cortesanos y negociantes! Este ha sido el gran servicio de nuestra Cruzada, la virtud de nuestro Movimiento: el haber despertado en las nuevas generaciones la conciencia de lo que fuimos, de lo que somos y de lo que podemos ser.

Aquí, rescató y tergiversó las palabras de Joaquín Costa, principal representante del Regeneracionismo, sobre el sepulcro del Cid en pro de un interés propagandístico. La afirmación de Joaquín Costa sobre «cerrar con siete llaves el  sepulcro del Cid» surgió en un contexto de decadencia, de crisis profunda del Estado español después del desastre del 98 y la afectación que eso desembocó en un país que se había vanagloriado de sus posesiones coloniales y que las perdía frente a nuevas potencias como Estados Unidos; por ello, Joaquín Costa criticaba al «Cid guerrero» defendido por las clases conservadoras y reaccionarias, al que culpaba de la situación decadente del país, y reivindicaba al «Cid repúblico», al que otorgaba las virtudes de revoltoso, de insurrecto contra la injusticia, opuesto a las clases conservadoras de su época y que, con carácter presentista, empleaba para defender una idea de monarquía parlamentaria donde el pueblo no estuviera sometido y se defendiera el derecho de la insurrección. Queda claro, por tanto, el uso de la figura del Cid: para los conservadores y el franquismo, era la gloria de un pueblo guerrero que algunos pretendían olvidar; para el regeneracionismo y el socialismo, el Cid era insignia de reacción frente a la injusticia, incluso de tolerancia, pues no debemos olvidar que Rodrigo Díaz de Vivar luchó junto a los musulmanes contra los cristianos.

Esta deriva esencialista cambió durante la Transición y los primeros años de la democracia, cuando hubo intentos de revisión historiográfica, como el caso de Barbero y Vigil, que intentaron desmentir muchos de los mitos y tergiversaciones que habían imperado durante el franquismo, pero la raigambre del nacionalcatolicismo fue difícil de superar, más cuando la caída del bloque comunista impuso desde 1990 la doctrina del Choque de Civilizaciones y el terrorismo islámico se convirtió en la nueva amenaza a enfrentar, como así lo manifestó José María Aznar en Georgetown (2004), «proclamando en un contexto de “guerra contra el terror” y choque de civilizaciones que “España rechazó ser un trozo más del mundo islámico”» (Alares López y Acerete de la Corte, 2023: 124).

De nuevo, se rescatan los discursos de la Reconquista, cuya escalada corre paralela al auge de la extrema derecha a través de una ideología ultranacionalista y de teoría del enemigo que se asemeja a algunas de las bases ideológicas de los fascismos del siglo XX. Ahora, la Reconquista cobra una doble función: por una parte, representa los principios y valores de la esencia española que la «dictadura progre» (enemigo interior) corrompe; por otra parte, esos mismos principios deben dar unidad nacional para luchar contra el enemigo exterior (el «macho magrebí» del que hablaba Abascal hace algunas semanas), discurso que tiene un claro matiz racista y xenófobo. El nacionalcatolicismo parece estar más vivo que nunca, sobre todo cuando se emprenden iniciativas para eliminar el busto de Abderramán III en Cadrete por un concejal de Vox, la propuesta de conmemorar la toma de Granada como fiesta nacional o la afirmación de que la Reconquista no ha terminado con campañas electorales donde la Reconquista se convierte en el hilo conductor con escenas épicas de los miembros de Vox cabalgando hacia Andalucía en 2018 [0563c1;">https://www.youtube.com/watch?v=aLI2NnZ5x1Q] con un fragmento de la BSO de El señor de los anillos, cuya simbología tampoco debe escapar al dualismo de lucha entre la luz y la oscuridad, los buenos contra los malos. En Viva22 llegaron a repetirse, aunque ligeramente modificadas, consignas propias del franquismo, como el discurso de Abascal, quien culminó su discurso diciendo (Alares López y Acerete de la Corte, 2023: 130):

Queremos decidir para que nuestros hijos tengan una España más grande, una España más libre, una España más unida, una España con raíces más fuertes, con vínculos más hondos, y profundamente orgullosa de todos los que nos precedieron […] Por el pasado que nos contempla y por el futuro que nos aguarda. Viva España.

No solo eso. Ligado a este uso político de la historia y de exaltación de los valores patrios se pretende un modelo de masculinidad, de fuerza, audacia y determinación que abre las puertas a una exclusión social que va más allá de la racial e incurre en el machismo –a veces misoginia– y en la LGTBIfobia, con censuras como las vividas al inicio de esta legislatura municipal, donde en varios pueblos y ciudades gobernados por PP y Vox se ha impedido la representación de obras de teatro, lo cual es un atentado también a la cultura.Hay una cita, atribuida a Mark Twain, que afirma que la historia, no se repite, pero rima en verso; podemos apreciar en su curso una serie de patrones que se repiten, adaptados a las circunstancias de cada época, de cada etapa histórica, pero con unas características comunes y este es el caso que podemos aplicar también a los nacionalismos y a su vinculación con ideologías conservadoras, donde tienen cabida los fascismos y la extrema derecha, las ideologías que en el último siglo han monopolizado los discursos nacionalistas siguiendo las pautas marcadas por la historiografía liberal del siglo XIX, principalmente de la influencia alemana, con postulados como el volkgeist, que ya anunciaba la existencia de un espíritu esencial e inmutable de la nación, o el lebesraum de Ratzel, teoría que sería llevada al extremo por el nazismo.

Del mismo modo que en el siglo XIX el nacionalismo y el esencialismo se utilizaron para legitimar el colonialismo de las potencias europeas en África y Asia, aludiendo a su superioridad racial y moral, durante el siglo XX han justificado expansionismos, sometimientos y genocidios, bien de carácter étnico, religioso o ideológico, y en la actualidad se reproducen en el marco del «Choque de civilizaciones» porque en el mundo occidental, con el triunfo del bloque capitalista, parece necesario contar siempre con un enemigo –real o ficticio– que marque los pasos de la política: da igual si es el movimiento obrero, el comunismo, la inmigración o el progresismo. El auge de la extrema derecha, en particular en Europa, es una clara muestra de esta tendencia donde se repiten discursos y soflamas de exclusión y discriminación y donde impera el silencio o equidistancia respecto a conflictos como el genocidio palestino perpetrado desde el sionismo de Israel, a cuya barbarie asistimos en directo.

En toda esta construcción nacional, la Historia no solo rima en verso, sino que juega un papel fundamental, aportando el material idóneo que apele a los sentimientos y a la exaltación de unos valores, generalmente descontextualizados y tergiversados, que incurren en la formulación de mitos repetidos hasta la falsa sensación de realidad y que se alejan de aquellos principios que, en tanto que Ciencia, debe y caracteriza a la Historia.

Rodolfo Padilla Sánchez

BIBLIOGRAFÍA

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