El debate a favor y en contra del término «Reconquista» nunca pasa de moda entre historiadores y, también, entre los divulgadores que pretenden extender su propia visión e idea nacional, aunque la Historia no debería servir de herramienta para estas cuestiones, sino más bien ayudarnos a comprender el pasado para entender el presente.
La política y las ideologías que propugnan el nacionalismo han usado la Historia como herramienta propagandística, sobre todo a partir del siglo XIX, para consolidarse y reafirmar la identidad de un país a través de la construcción de unos símbolos y la evocación de unos sujetos históricos. En España, la esencia nacional se vinculó con el catolicismo y ¿qué mejor prueba de ello que ocho siglos de guerra entre cristianos y musulmanes invasores? La «Reconquista» ha alimentado los discursos españolistas hasta la actualidad, situándola como el mito fundacional o la restauración de la España perdida –hay que sitúa esta España en el Reino Visigodo de Toledo o, mejor aún, en la Hispania romana–. Así, figuras como don Pelayo, el Cid, Alfonso VIII, los Reyes Católicos, se han erigido como héroes nacionales y modelo de resistencia ante el moro invasor. Al mismo tiempo, se deslegitima la historia de al-Ándalus como parte de la historia de España al quedar ésta vinculada a la guerra contra el infiel. La dignidad y el honor los encontramos, por tanto, en los reinos cristianos, sobre todo en Castilla, con cuya Corona se ha identificado la historiografía nacionalcatólica, oscurenciendo en gran medida a la Corona de Aragón, con escasa presencia en los planes de estudio de Secundaria y Bachillerato.
Esta historiografía nacionalcatólica perdura en la mentalidad de muchos y lo comprobamos en los discursos políticos que afirman de España ser la nación más antigua de Europa o incluso en la cantidad de personas que creen que los Reyes Católicos unificaron España o, al menos, nació un proyecto de unidad nacional. No obstante, el debate de estas cuestiones, en particular el del término y concepción de la Reconquista no es nuevo ni parece estar cerca del final, como apreciamos en la discusión mantenida esta semana en Twitter entre el catedrático de Historia Medieval de la Universidad de Huelva Alejandro García Sanjuán, quien ha investigado y reflexionado largamente sobre lo inadecuado del término y la pervivencia del nacionalcatolicismo en la sociedad actual, y Javier Rubio Donzé, de AcademiaPlay, una de las plataformas de divulgación de mayor difusión, que sostiene que la Reconquista se hizo en nombre de España.
Es innegable que la Edad Media peninsular estuvo marcada por un mosaico de reinos cristianos y territorios musulmanes que atravesaron diversas fases –Emirato de Córdoba, Califato, taifas, almorávides, almohades y Emirato Nazarí de Granada– y que se enfrentaron entre sí en un proceso histórico que culminó con la imposición del modelo ideológico cristiano sobre al-Ándalus. También, que en las crónicas existen referencias a la restauración del territorio «español», ideas que legitimaran la expansión territorial, igual que las referencias a milagros e intervención de santos en las campañas. En este sentido, «España» debe entenderse como un término geográfico referente a la Península Ibérica y no como una alusión nacional pues, como defiende el profesor García Sanjuán, la Reconquista tampoco dio lugar a ninguna realidad política llamada «España». Este proceso histórico se trata de una expansión territorial legitimada en la religión cristiana y su avance frente al islam, pero no a un ideal de recuperar una antigua nación española, proceda ésta del Reino Visigodo de Toledo, de la provincia romana de Hispania o de Atapuerca.
Comprender este período es complejo y no podemos simplificarlo a una guerra entre bandos o religiones, con períodos de treguas, en busca de un proyecto español que expulsara al invasor. Habría que recordar episodios de alianzas entre reyes cristianos y musulmanes como la producida entre Alfonso VII de Castilla y León y el emir de Murcia ibn Mardanix para hacer frente al avance almohade, visto como una amenaza para los dominios de ambos; o, mejor aún, la alianza favorecida por Pedro de Castro entre el rey de León Alfonso IX y el califa almohade en 1196, después de la derrota castellana en Alarcos, en un marco de desavenencias y rivalidades entre los reyes de Castilla y León. En estos ejemplos vemos cómo los intereses políticos y territoriales de los monarcas prevalecieron sobre la religión católica y a la nación española, pues la alianza entre el leonés y el califa arrebató numerosos territorios al rey castellano. ¿Apreciamos, por tanto, una señal de traición a la idea de nación? Por otra parte, la toma de Granada –fecha reivindicada por VOX como día de Andalucía– tampoco puede considerarse el principio de un proyecto nacional, sino la anexión a Castilla de un territorio cuyas capitulaciones permitieron, por unos años al menos, el respeto a su religión y costumbres; entretanto, Navarra tardaría algunos años en integrarse a la Corona de Castilla, en 1515, una década después de la muerte de Isabel de Castilla. Además, Aragón estuvo a punto de desgajarse de la unión dinástica fraguada en el matrimonio entre Isabel y Fernando de no ser por la muerte nada más nacer de Juan, el hijo de Fernando y Germana de Foix, quien debió heredar la Corona de su padre en Aragón. Asimismo, durante la Modernidad la Monarquía Hispánica se fundamentó en el pacto entre Castilla y Aragón, con un mismo rey pero sin fueros e instituciones comunes, con Consejos territoriales destinados al gobierno de cada uno de los reinos patrimonio de la Monarquía –Castilla, Aragón, Portugal, Italia, Indias y Flandes–, constituidos por miembros naturales del reino en cuestión. La unidad administrativa no la encontramos hasta la llegada de Felipe V y los Decretos de Nueva Planta, pero la noción nacional, el sentimiento de pertenencia a un lugar y la identificación como Estado podríamos situarla, en todo caso, en 1812 con la Constitución de Cádiz y en medio de la Guerra de Independencia, aunque sería igualmente entrar en otro debate al respecto.
¿Cuál es, en realidad, la identidad de la nación española, su origen y su recorrido? Más allá del discurso político y de la manipulación histórica como herramienta, dudo que nadie sepa dar una respuesta. Identificar «lo español» con alguna entidad del pasado, sobre todo del más remoto, es un error, casi tanto como querer excluir otras realidades históricas como al-Ándalus al ser visto como un obstáculo que debía superarse, pues el islam ha dejado una impronta innegable en nuestra cultura, enriqueciéndola y dotándola de una personalidad propia que no debería ensombrecerse en pro de un ideal artificial.
La divulgación, en todos los campos y, en especial, en Historia, no debería ser excusa para defender postulados superados por la historiografía y mucho menos cuando se carece de un método y de un rigor que permita argumentar sin descalificaciones de toda índole como infantilizar al personal investigador, acusaciones de sectarismo e insultos, prescindiendo de un debate que podría resultar fructífero tanto para sus protagonistas como para los usuarios de redes sociales y las plataformas empleadas a tal efecto. La divulgación histórica es necesaria y permite acercar la historia a la gente, conocer el pasado para entender el presente, pero para ello debemos asumir una postura honesta, rigurosa y crítica, equipados con un método carente de mitos fundacionales y hazañas heroicas o, si se accede con ellos, al menos estar dispuesto a dejarlos de lado cuando sea preciso.
La construcción de esta identidad nacional, parafraseando a Nietzsche en Más allá de bien y del mal, «prescribe el instinto de un pueblo cuyo tipo étnico es aún débil e indeciso y que corre el riesgo de desvanecerse».
[…] heterogeneidad e inconstancia de la Reconquista ya se abordó en otro artículo [0563c1;">(Re)conquista de la historia], aunque podemos decir que su terminología evolucionó desde la «Recuperación» o […]