El juego del poder en el mundo antiguo (I): Oriente próximo y Egipto

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Las relaciones internacionales modernas y antiguas, al igual que las relaciones de poder y conflictos generados dentro de las superestructuras que conforman los sistemas jerárquicos, tienen muchísimos puntos en común. Y es que, a pesar de puntuales matices terminológicos de campos que estudian el poder, no dejan de existir analogías entre los conflictos producidos a lo largo de la corta historia humana. En los siguientes artículos analizaremos, a la luz de la sociología del poder y la historiografía, la perenne lucha entre las élites por la hegemonía mediante los tratados internacionales del Mundo Antiguo.

«La política, o el poder, están en desacuerdo con el proyecto de creación de sentido, porque necesita ocultar los términos en los que se ha forjado su discurso para esconder que son términos creados, aunque se hayan naturalizado.»

Teresa Villaverde, en Pikara Magazine

Preludio

Como pudimos ver en el artículo que escribiéramos sobre el casus belli de la 2ª Guerra del Peloponeso allá por el 2018 –y al cual volveremos en un futuro en la línea temática de estos artículos–, puede entreverse un sempiterno análisis comparativo entre una diversidad de conflictos de intereses entre actores y potencias jerárquicas. Estos ejemplos se pueden percibir continuamente en la abundante diversidad conflictual, consecuencia de una relación anacrónica (o diacrónica, dependiendo cómo quiera entenderse) del poder entre los estados que se disputan la hegemonía de un territorio y sus recursos, algo que ya vemos reflectado en la Antigüedad. Estos ejemplos pueden divisarse en muchas historias durante el mundo antiguo como, por ejemplo, aquellos que formulan  muchos autores sobre los conflictos actuales en relación a Roma y el Imperio Seleúcida de Antíoco III el Grande o, entre arquetipos aún más sonados para todas y todos, principalmente por la repercusión en influencias que nos ha legado el mundo grecolatino, son Atenas y Esparta, donde se puede identificar la Paz de Nicias (que puso fin a la guerra arquidámica del Peloponeso) con los tratados tales como Paz de Osnabrück y Münster o Paz de Westfalia en la Guerra de los Treinta y Ochenta Años (episodio que dará lugar a nuestra concepción moderna de Estados-nación) hasta conflictos tales como la Guerra Fría y el continuo y posterior tira y afloja entre los dos grandes bloques geopolíticos en nuestra actualidad más inmediata, a saber, Estados Unidos, China, Rusia y sus respectivos aliados. Si bien Atenas se identificaría con EUA por las políticas de imposición y hegemonía en cuanto a sus ligas, confederaciones, retórica o tratados (pudiendo ver posibles puntos comunes en la Liga ático-délica y la OTAN, e incluso el elemento discursivo que justifica la intervención bélica “en nombre de la democracia”), Esparta ejerce de “heroína libertadora” entre sus aliados frente al imperialismo ateniense –que, ¡sorpresa!, ejercerán ellos hasta la Guerra de Corinto–  con políticas internacionales “flexibles” al tener en cuenta las prerrogativas y voces que tejen el entramado de la Liga del Peloponeso, algo que, pudiendo estar equivocado, recuerda inexorablemente a las dinámicas de relaciones de poder con las que actuó Rusia (también con su propia liga económica, los BRICS) para con el conflicto sirio durante la Guerra Civil y las tensiones ejercidas con el tema del Daesh e Israel, aparte de los intervencionismos políticos silentes en los cuales no entraremos. Aunque la Guerra del Peloponeso acabó en una escalada de violencia como conflicto armado y entre EUA y Rusia o China no se haya llegado a manifestar –algo que ha sido teorizado como “la trampa de Tucídides–, la competición, conflictos, disputas y actores parecen entreverse cuasi análogas al abintestato que lega la historia del poder.

Creemos de imperante necesidad, antes de comenzar a diseccionar el poder a través de nuestros dos tratados, los cuales nos ayudarán a entender las complejas relaciones internacionales antiguas, el primero de carácter legislativo y el segundo a modo de política internacional entre las diversas ciudades-estado e imperios de Oriente Próximo y Egipto, de revisar, aunque sea brevemente, las definiciones que nos introducirán al juego del poder, además de los muy necesarios contextos socioculturales y económicos respectivos para interpretar el devenir del curso histórico, intercalándolo con el objetivo principal del presente artículo: las relaciones de poder entre pueblos complejos y jerárquicos desde los albores de la escritura.

Introducción a la sociología del poder y la familiarización de sus principales conceptos

 El conflicto será una de las palabras clave para poder entender las relaciones de poder entre actores y pueblos. Asimismo,  “conflicto” –en la sociología del poder que nos habla Farrés (2012) el cual utilizaremos a modo de guía– será toda aquella realidad dentro de la relación de poder que suscita una disputa violenta o no[1] entre más de dos actores con intereses contrapuestos a la hora de debatirse y controlar los recursos que favorezcan individualmente (o colectivamente) a los susodichos y que, en definitiva, les permita sobrevivir o imponerse en la competición sistémica inherente al propio juego del poder, simple reflejo de las elites y sus jerarquías.

Estos actores tomarán un lugar privilegiado en el juego, desarrollando sus propias estrategias en rededor de construcciones políticas y culturales complejas, principalmente simbólicas, que, en términos weberianos, legitiman su papel en la escala social de una sociedad. De modo que los actores serían todos aquellos individuos que son capaces de modificar e intervenir a través de su conducta, actitud (muy en la línea del “triángulo del conflicto” de Galtung, (fig. 2)) e incompatibilidad, las relaciones de poder a partir de competir, controlar o detentar los recursos que forman parte de las estructuras sociales jerárquicas del sistema y competir entre ellos por un diferencial de poder. Esto, a su vez, deviene en un inevitable conflicto generado por las propias dinámicas de los actores que es denominado como poder circular, es decir, un juego al que nunca se le pone fin. Por otro lado, como excepción, la población puede fluctuar entre ser recurso (si es controlado o se aspira a manejar) o ser actor, si es capaz de generar por sí mismo un poder lineal.

Ese poder lineal puede (de)generar un poder circular, por lo que es probable que exista un eje de poder intrínseco al movimiento, como puede darse en la ejemplificación de movimientos verticales-autoritarios e, incluso, ser controlado por dentro por una relación de poder que únicamente maneja el recurso de masas, por lo que formaría una parte más del complejo conflictual. Son pocos los movimientos, primando sociales y de corte libertario a nivel moderno, donde realmente se ejerce un, si acaso, poder lineal que, al no haberse llegado a dar en su plenitud (a pesar de ejemplos efímeros que han demostrado lo contrario como Shinmin, Krondstat, Makhnovia o la Revolución Social del 36), nos es imposible saber si se generarían, más allá, relaciones de poder circulares. Asimismo, al igual que no se puede hablar de Estado como actor, creo debidamente contradictorio el hecho de que se asuma población como posible actor, a no ser que lo entendamos como movimiento homogéneo y unánime entre todas sus partes y acuerdos sociales implícitos.

Las estructuras sociales jerárquicas, por tanto, se tratan de la superestructura que conforma, de modo piramidal, las relaciones de poder entre las élites mismas, llegando a existir de primer y segundo grado en concomitancia a su disposición de los recursos de poder, donde existen, también, supervisores y subordinados a los que se les diferencia, radicalmente, del resto de la sociedad. Sin embargo, las esferas holísticas de diferentes estructuras sociales jerárquicas y su relación entre ellas pueden actuar, a saber de elites primarias en un marco estatal propio, por ejemplo, como elites secundarias en las relaciones de poder con otras jerarquías mucho más poderosas dentro de los eventos globales y complejos conflictuales internacionales.

Por último, entendemos como tipos de control de recursos de poder, aquellos que permiten un control, no sólo de los recursos entendidos como materias primas y territoriales, sino de los propios de producción, económicos, asociativos, fácticos[2] y sociales de cada sistema y estructura de vertebración socioeconómica (no podemos hacer un mismo análisis de tipos de control de los recursos en sociedades pre-industrializadas o protocapitalistas, predominantemente agrarias, a sociedades industrializadas y posindustrializadas dentro del capitalismo y el socialismo). Esto produce que los diferentes actores compitan e, incluso, entren en conflicto, el cual se pronostica inevitable por la supervivencia de los actores y donde prima un intento por conseguir la supremacía, algo que se torna imposible como consecuencia cíclica de las dinámicas de poder circulares al tomarse el relevo entre estos jugadores. En definitiva, la pescadilla que se muerde la cola; aquella batalla de Risk que rompe amistades y que toma dos días.

El tratado internacional más antiguo conservado: las ciudades de ebla[3] y abarsal (ca. 2350 a.c.)

La fecha del tratado ya nos señala una serie de aspectos a tener en cuenta: es el tratado más antiguo conocido, coincidente con el momento de mayor apogeo de Ebla en la Alta Mesopotamia, donde se enclava nuestra ciudad-estado protagonista (fig. 4); tratado enmarcado en la cronología arqueológica conocida como Bronce Antiguo IV, simultáneo al declive del mundo sirio y la intensificación de la presencia militar egipcia en la región (Liverani, 2005: 196). Debido a su situación geográfica, Ebla tiene un acceso importante a las rutas comerciales que se abren hacia el Mediterráneo a la par que se encuentra estratégicamente situada en la entrada de materias primas provenientes de Mesopotamia, principalmente minerales, las cuales serán sacadas provecho con una importante gestión manufacturera. Esto, al fin y al cabo, y como hemos podido otear en el marco de los estudios de la sociología del poder y las relaciones internacionales, generará unos conflictos de poder entre diversas ciudades-estado que ambicionan esas rutas comerciales, esto es, Mari –principal rival por el control hegemónico de la zona hasta la caída de ambas por Akkad en época sargónida–, y Abarsal –de la que a día de hoy se desconoce su situación precisa, intuyendo que sería en algún lugar de la Alta Mesopotamia–  que será anexionada tácitamente a Ebla y del que este tratado parece su resolución. En él se puede vislumbrar la supeditación en obligaciones económicas con Ebla, a pesar de la diferenciación del espacio geográfico que limita su autonomía.

Se pude definir asimismo a partir de un muy lúcido párrafo que escribe Di Bennardis, el cual citamos íntegramente a continuación, y que respondería al exponencial crecimiento de las ciudades-estado en el Oriente Antiguo:

«Paulatinamente se irá entrando en un segundo momento [conocida como segunda urbanización (Liverani, 2005: 170)], en que la concentración de poder y bienes comienza, en las condiciones de la época, a sufrir la penuria de tierras y fuerza de trabajo que limita un aumento sostenido de la riqueza, a la que una sociedad jerarquizada no está dispuesta a renunciar. La respuesta es ampliar el espacio de dominación, incorporando (o intentando incorporar) a un único centro nuevas tierras y hombres (productores y reproductores), redireccionando el flujo de excedentes desde los distintos centros de poderes locales, hacia un centro hegemónico. Esto conducirá a la guerra entre ciudades-estado que compiten por recursos, lo que generará […] una tendencia a la construcción de identidades políticas abarcativas.» (2009: 5)

Para poder entender los complejos conflictuales, debemos diseccionar el sistema social eblaíta, el cual ha sido bien estudiado gracias a los testimonios escritos conservados en las tablillas cerámicas cuneiformes de su biblioteca tras la destrucción acometida por los acadios. Estos textos describen una composición social bastante «heterogénea» (Pintado, 2015: 26), diferente a las ciudades-estado de la Baja Mesopotamia, con sus particularidades y puntos en común, pero manteniendo un inevitable sistema jerárquico organizado en torno al palacio (Palacio Real G, fig. 5) como lugar de residencia de la élite y centro neurálgico de control y gestión administrativo del estado. Estructura jerárquica que –como señalé a partir de las definiciones de la sociología del poder desde el artículo de Farrés en la introducción del artículo–,  conforma, a modo piramidal, las relaciones de poder entre las élites, llegando a coexistir de primer y segundo grado en concomitancia a su disposición de los recursos de poder (Ebla y Abarsal respectivamente), donde existen también supervisores y subordinados a los que se les diferencia radicalmente del resto de la sociedad (sic) como veremos líneas más abajo.

En la cúspide del sistema jerárquico, siendo los actores principales en detentar el más claro diferencial de poder, nos encontramos con la figura del rey en ambas ciudades como nos señala el texto. Respecto a Ebla, la figura es la del en –frente al lugal bajomesopotámico–, principal entidad de la estructura jerárquica y de poder, seguido de la en wa maliktum, esto es, la “reina” o “soberana” con funciones esencialmente cultuales-ceremoniales que algunos autores interpretan como un proceso de igualdad en el seno eblaíta (Pintado, 2015: 26-27) debido a su presencia como “reina madre” incluso tras la muerte de su marido (Liverani, 2005: 176).  No obstante, podemos observar en el texto cómo esta “igualdad de género” es muy limitada –y menos para hablar de “matriarcados”, tan siquiera de sociedad matrilineal– ya que se define en varios renglones como una sociedad claramente patriarcal donde el súbdito es una propiedad o bien (pueblo como recurso de poder) del rey de Ebla y Abarsal, que, en caso de fenecer el “correo”, tanto la mujer como el hijo y la hija (claramente diferenciados en el texto) no pueden ser embargadas por Abarsal (borde derecho 9-borde inferior II 2), lo que infiere un clara dominación y/u opresión; relaciones, en definitiva, de «imposición-subordinación» e «inclusión y exclusión» (Di Bennardis, 2009: 7). He aquí, pues, otro recurso de poder: el pueblo de Ebla y de Abarsal, base de la cúspide y de la producción del sistema agropastoril de la zona siria y altomesopotámica que se limitará a ser mero recurso per se, en el que podríamos incluir los trabajadores de palacio que se dedican a la manutención del mismo y sus inquilinos. Recursos a los que se les suman las ciudades, sus respectivos «puertos comerciales» y las redes locales de intercambio en las que se ven implicadas; fortalezas, impuestos, correos (base muy necesaria para la transmisión de órdenes del en y un control administrativo férreo), templos (que se diferencian de sus homólogos mesopotámicos por ser estos centros de redistribución, principalmente en festividades, no de administración, por lo que el poder es bastante limitado) y, en síntesis, todo el aparato socioeconómico y espacial que vertebra el territorio comprendido por Ebla y, en menor medida, Abarsal.

Entre las clases subordinadas con privilegios que auxiliaban al rey en tareas principalmente administrativas, interviniendo como actores secundarios, nos encontramos con los «ancianos» (abba) como contrapeso del poder real (no nombrados en el texto) y, sobre todo, por los «señores» (lugal) que controlaban todos los recursos del estado. Entre estos lugal destaca la figura de un visir o “capataz”/funcionario (en nuestro tratado se trata de un tal “Tir”) que encabeza la administración y que parece estar reflejado en la traducción de nuestro texto como «prefecto de palacio» (XII 11-r. 19), aunque no queda claro si se refiere al funcionariado abarsalita o al eblaíta.

A modo de conclusión, nos encontramos con uno de los tratados de relaciones internacionales más antiguos y que, inexorable, mantiene las dinámicas de poder propias de cualquier relación donde haya una implicación de dominio, acumulación diferencial de recursos y poder que puntualiza la hegemonía eblaíta en la región altamesopotámica. Quizá no se muestre de manera sólida ese binomio dominación-subordinado, pero sí nos reseña quién tiene la voz cantante y, por ende, quién lleva a cabo un ejercicio de supremacía que no es sino otra forma de controlar un territorio y acumular un privilegio y, en definitiva, tomar la delantera en el juego del poder.

El convulso final de la edad de bronce oriental y la propaganda política de ramsés ii: el tratado internacional entre egipto y hatti (ca. 1259 a.c.)

Para entender este tratado, el cual ha sido uno de los más estudiados a nivel académico por todo lo que implica, consideramos oportuno ampliar el contexto en el espacio y el tiempo debido a la totalidad de  partes comprometidas que pueden entreverse en el complejo conflictual latente y desde múltiples perspectivas, todas ellas necesarias para alcanzar un verdadero valor aproximativo, sobre todo para desgranar la maquinaria propagandística egipcia que se puso en marcha tras la guerra entre hititas y egipcios. Entre ellas, aparte de Egipto y Hatti, tendremos que definir el papel de Mitanni, previo a la batalla de Kadesh, batalla por la cual este tratado es su resolución en lo que serían los últimos coletazos de la Edad del Bronce; y, por último,  la dominación de los recursos en la región sirio-palestina, el Valle del Orontes, la constelación de pequeños estados vasallos que conforman la zona y, en menor medida, la amenaza asiria.

En época de Barattarna, rey mitannio del s. XV a.C., disponemos de documentación de los pequeños reinos sometidos a Mitanni, en este caso Alalakh o Nuzi, al extremo oeste y al extremo este respectivamente, además de otros territorios importantes en el contexto sirio, bastante más al sur, como Kadesh y Tunip. Asimismo, se conservan registros de estos dos últimos estados al oponerse ambas al avance militar de los faraones de la XVIII dinastía, recurriendo a Barattarna, contemporáneo, probablemente según Liverani (1995: 382), de Tutmosis I.

La situación no varía dos generaciones después, aunque sí se define el mapa de influencias y relaciones de poder en los años venideros, situación que se vuelve inmejorable en el caso de Egipto debido a los lazos matrimoniales, diplomáticos y comerciales con los tratados secundados entre ambas potencias y que pone fin a más de un siglo de hostilidades, además de otorgarle una clara posición de superioridad en la región, dando acceso a la franja sirio-palestina, mientras que Mitanni podía centrarse en el frente anatolio y sacar provecho a las regiones vasallas de Asia.

Sin embargo, con la llegada de Shuppiluliuma de Hatti, se inició una ofensiva por toda Siria que, aprovechando una recuperación de las crisis previas que habían azotado al territorio de Hattusas, acabaría tomando la sucesión “espiritual” de los territorios controlados por los mitannios –incluida la propia Mitanni durante el reinado de Artatama II– y en menor medida de dominio egipcio, a lo que se le sumaría la esfera de influencia y estados vasallos que tradicionalmente se vinculaban a Mitanni por lo cual, a raíz de la dominación militar, pasaron a ser parte integradora del orbe hitita como fuera Kadesh en el sur o Karkemish en el norte sirio. Por consiguiente, ciudades-estado que brindaron apoyo al imperio hitita durante su avance militar, ejemplo de Ugarit y Amurru, conservaron sus reyes y firmaron tratados de vasallaje.

 El imperio hitita acabaría abarcando un territorio muy extenso con una gran variedad de pueblos y culturas que se demuestra, ya con la batalla de Kadesh, en la diversidad de fuerzas y comandantes implicados en el conflicto bélico a modo de coalición –no por ello exenta de dominación e imperialismo– que define a la Hatti de Hattusilis III en el 1259 a.n.e. La caída del reino hurrita supuso a su vez la liberación de la relación dominante-subordinado en que se encontraba Asiria, facilitando su expansión hacia occidente hasta las regiones limítrofes con los hititas en el Eúfrates (González, 2004: 189) y suponiendo una amenaza a tener en cuenta para ambas potencias. Asimismo, Egipto perdía influencia en la zona, ya no sólo por el extravío de su aliada Mittani, ahora en manos del imperio hitita, sino del emergente poder de este último al que se le sumarían la entrada en la escena internacional de los asirios y de la Babilonia casita.

Desde el prisma egipcio, a partir de la XIX Dinastía nos encontramos con un intento de afianzar su presencia en Canaan, donde mudó de un intento de dominación económica y política a una progresión más militarizada que asegurara estas relaciones y recursos de poder como señala Weinstein (1980) y que recoge Pérez Largacha (2009: 66). Así, a partir de la propaganda ejercida por Egipto en un intento por retomar una concepción de autoridad y prestigio en la efigie faraónica, desgastada en la etapa amarniense por la decisión política de Ajenatón de representar al poder real como divino y humano en las escenas cotidianas, hará crecer una maquinaria ideológica que pretenderá consolidar el poder a través de una imagen de control sobre disidentes y rebeldes (fig. 1, portada, y fig. 7). Y es que con Seti I, y seguidamente Ramses II, protagonizan ese “despertar” militar, avanzando hacia el norte hasta el encuentro en Kadesh después de reestructurar recursos como “El Camino de Horus” en el caso de Seti o con campañas militares más sólidas en la región palestina durante los 5 primeros años del reinado de Ramsés. Será este último el cual cristalice la expresión de propaganda política, estrictamente como lo conocemos hoy día, conservada en los hallazgos arqueológicos que decoran templos con bajorrelieves y, en especial, el poema del escriba Pentaur donde se narran las hazañas bélicas de Ramsés II. Sin embargo, tras de la épica en la que se escuda el poder –en este caso Ramsés– y el delirio megalómano con hercúleas construcciones, templos y, en general, representaciones artísticas a modo de reclamo de impactante visualidad que persuada al pueblo de la sangre divina que mana por la estirpe faraónica, el propio registro arqueológico e histórico nos ofrece una realidad radicalmente distinta a la apariencia grandilocuente egipcia conforme se firme el tratado de paz.

En síntesis, la resolución del tratado no es más que «el resultado de lo que los ejércitos fueron incapaces de conseguir para asegurar su propio poder en la esfera internacional» (Jacob, 2006: 15; apud Pérez, 2009: 72). Esto permite una paz formal y un afianzamiento como potencias para centrar sus recursos en solventar problemas que, a priori resultan menores, pero que pueden devenir fatales para sus Estados, como las amenazas que suponen los pueblos libios del oeste en el caso de Egipto o las rivalidades internas y las peligrosas potencias emergentes como Asiria para Hatti y, sobre todo, la inestabilidad interna que generan todos estos episodios traumáticos en la población. El tratado se basa también en los juramentos y enlaces matrimoniales (fig. 9), que no es sino otra forma de control político; un respiro, en cierto modo, del complejo conflictual entre actores primarios que permite crear unas redes sincrónicas de control e intereses económicos y políticos bien definidos antes de proseguir con una escala bélica mayor que saque a ambos del juego. Podemos entrever un intento, precisamente, de coordinación después de todos estos acontecimientos con la llegada de los Pueblos del Mar en el marco de entendimiento entre “iguales”; no obstante, dicho intento de avenencia sobrevendrá fallido por la incapacidad de unión. Como consecuencia, quizá oportuna para Egipto, barrerá a Hatti del mapa, entre otros muchos factores que venían haciendo mella en la superestructura sociopolítica del imperio. En paralelo, el Egipto de Ramsés III tuvo que concentrar todos sus esfuerzos ante una amenaza externa de un poder lineal, el de los nómadas del mar, que pudo haber acabado también con el sueño faraónico.

Álex García

Bonus meme

 

Referencias

Di Bennardis, C. (2009): «Expansión territorial de la Dinastía Sargónida (ca. 2340-2150 a.C.): ‘El País’ y la periferia, fuentes e interpretaciones», Historiae 6, pp. 1-38.

Farrés, G. (2012): «Poder y análisis de conflictos internacionales: el complejo conflictual», CIDOB d’afers internacionals, nº 99, pp. 179-199.

González, J. M. (2004): «Rivalidad de potencias hegemónicas: antagonismo creciente entre los reinos hitita y asirio (primera mitad del S. XIII a.C.)», Boletín de la Asociación Española de Orientalistas, XL, pp. 187-206.

Pérez, A. (2009): «Contexto, antecedentes y consecuencias del Tratado de Paz entre Hattusilli III y Ramses II. La perspectiva egipcia», HISTORIAE 6, pp. 53-85.

Liverani, M. (1995): El Antiguo Oriente. Historia, sociedad y economía, Crítica, Barcelona.

Oliva, J. (2008): «Tratado entre Ebla y Abarsal (c. 2350 a.C.)», Textos para una historia política de Siria-Palestina I: el bronce antiguo y medio, Akal/Oriente, Madrid, pp. 42-46.

Pérez, A. (2004): «Ebla, Siria y el Antiguo Egipto: Reflexiones sobre unas relaciones y contactos hasta el Bronce Reciente», ISIMU VII, UAM, Madrid, pp. 193-202.

Pintado, M. (2015): Relaciones Internacionales en Siria-Mesopotamia (ca 2400-2300 a.n.e.). La Carta de Enna-Dagan y el Tratado entre Ebla y Abarsal, Tesis Doctoral, UCLM, Albacete.

Pritchard, J. B. (1992): «Egyptian and Hittite treaties (c. 1259 BC) », Ancient near Eastern Texts Relating to the Old Testament, Princeton University Press (third edition), Princeton, pp. 199-203.

Imagen de portada: Figura 1.- Ramses II castigando a sus enemigos agarrándolos por la cabellera mientras sostiene a su vez el hacha de batalla. Relieve en piedra caliza hallada en Abu Simbel, parte de la colección del Museo Nacional Egipcio en El Cairo.

[1] En este punto, algo en lo que me mostraría en desacuerdo con algunas de las definiciones recopiladas en el artículo, sería la omisión por parte de aquellos autores de que el conflicto en sí mismo es violento, independientemente de si hay agresión física o no, ya que tendemos a excluir otro tipo de violencias tácitas (psicológicas, emocionales, económicas, etc.) de estos marcos teóricos.

[2] Creo que uno de los recursos primarios a reparar en él, aparte del económico, es aquel definido como “fáctico” inevitable para el control de masas. Éste se legitima a modo de autoridad abstracta amparado en instituciones sólidas que, socialmente, se perciben morales e inapelables (jurídicas, legislativas, militares, mediáticas, religiosas…) las cuales pueden llegar a sostener en potencia un papel fundamental como actores primarios/secundarios y cristalizando dinámicas de poder circulares a nivel interno en una sociedad.

[3] Para saber más sobre la historia de Ebla: https://terraeantiqvae.blogia.com/2008/021302-el-fuego-nos-devolvi-ebla-el-primer-imperio-comercial-de-la-edad-de-bronce.php

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