En las siguientes líneas, pretendo abordar la problemática del feminismo atendiendo a las bases estructurales a partir de las cuales se han legitimado las reivindicaciones de igualdad de género. Con mis argumentos, no pretendo dar a entender que la idea de que la mujer está, o ha estado oprimida es errónea. Ni mucho menos. Es innegable que desde hace siglos las mujeres nos hemos visto relegadas a un papel secundario, a permanecer ocultas y a que nuestras capacidades y nuestra valía no se tengan en consideración en la misma medida en la que se tienen las de los hombres. El problema radica en que, desde mi punto de vista y tal como pretendo presentar mi hipótesis, la lucha feminista ha ido encaminada en una dirección equivocada.
No es hacia los roles o hacia las identidades de género en donde se debe centrar el foco de atención, sino que debemos dirigir nuestra mirada a las bases sobre las que se sustenta el poder, hacia los paradigmas político/económicos que configuran la sociedad occidental actual y que determinan qué roles o que papeles sociales tienen el privilegio de ostentar un estatus superior y porqué.
El problema al que se enfrenta el feminismo actualmente es la degradación que se ha hecho a lo largo de la historia occidental, y en la actualidad especialmente por parte de las propias feministas, de los roles generalmente atribuidos a la mujer.
A lo largo de la historia y del estudio de las civilizaciones, hemos visto como las sociedades se han organizado en función de las capacidades de sus miembros, haciendo que cada individuo sea apto para el desempeño de una tarea concreta para que, como un engranaje, entre todos hagan funcionar la maquinaria de la sociedad en la que se encuentran.
La división de tareas es una ventaja evolutiva, cada ocupación es necesaria. El hecho de que la mujer adopte los roles históricamente atribuidos a los hombres como forma de reivindicación de su poder y validez como persona, va en contra del empoderamiento femenino, pues se da por supuesto que el papel que ha tenido históricamente la mujer en la sociedad ha sido nulo o inútil. El deseo de las mujeres de adoptar los roles que han sido tradicionalmente atribuidos a los hombres induce a pensar que el papel que ellos tienen es realmente más importante que el que nosotras tenemos. Es la puesta en alza de un machismo que cada vez se encuentra más arraigado por la errónea manera de combatirlo.
Es normal, dentro de este contexto, que cada día los micromachismos y la intensificación de los caracteres masculinos se encuentren en alza, es un instinto natural de defender la posición que históricamente han ocupado. Si las mujeres nos encontrásemos en una posición en que las actividades relacionadas con el cuidado de la prole y la manutención del hogar fueran las que otorgaran un estatus privilegiado en la sociedad y de repente un colectivo de hombres decidieran que ellos quieren o deben o tienen derecho a ocupar ese lugar, lo defenderíamos con uñas y dientes.
Con ello no quiero decir que se deban justificar las actitudes machistas, ni que debamos agachar la cabeza y dejarnos dirigir por un patriarcado dominador. Con esto quiere decir, que puede que nos hayamos equivocado de objetivo contra el que luchar, tal vez no haya que atacar la actitud de los hombres para con las mujeres, ni intentar colonizar una posición de la que históricamente hemos sido apartadas, tal vez deberíamos empezar por cambiar la base del sistema que considera como inferiores las tareas tradicionalmente desempeñadas por las mujeres.
La denigración de los papeles “femeninos” viene por parte de las ideas desarrolladas desde el marxismo y de su relación con la explotación capitalista. Según el marxismo, el capitalismo viene sustentado por el papel de la mujer ama de casa, que actúa como aparato reproductor de la mano de obra de la élite explotadora al tiempo que, debido a las paupérrimas condiciones encontradas entre los obreros masculinos, éstas se veían obligadas a aceptar empleos mal pagados y con pésimas condiciones ya que debían combinar el trabajo fuera de casa con el del interior del hogar, lo que las situaba en una situación de disponibilidad laboral inferior a la del hombre.
La incorporación de la mujer al mercado laboral, en estos términos concretos (no hablo de la voluntad de trabajar por el deseo de realizar una tarea específica) no fue un movimiento feminista, sino una media de supervivencia que, lejos de beneficiar a la mujer o de equipararla al hombre, ha supuesto una carga para nosotras. Biológicamente hablando, somos las encargadas de concebir y de los cuidados primeros de la descendencia. Esto es así sin discusión posible (de forma natural un hombre no puede quedarse embarazado ni amamantar de ninguna forma). ¿Por qué, entonces, tenemos mal visto hoy en día que la mujer sea la que se queda en casa cuidando de su hijo mientras el hombre sale a trabajar y “ganar el pan”? ¿Por qué lo concebimos como una forma arcaica y opresora? ¿Por qué debe resultar humillante para una mujer el deseo de no tener un empleo y cuidar a su hijo?
En la tribu de los iroqueses, las mujeres se quedan en la aldea mientras los hombres salen a cazar. Las mujeres se ocupan de la manutención del hogar, de los niños y de los hombres que se ven obligados a abandonar la seguridad del poblado. En modo alguno las mujeres iroquesas están sometidas a los hombres, ni si quiera aun cuando los jefes de la tribu son los hombres. Son ellas las que garantizan la supervivencia del poblado, son ellas las encargadas de designar a los miembros del Consejo de Ancianos sobre quienes recae el poder político. La división de tareas y la asignación de una determinada ocupación en función del género no es la causa de la opresión de la mujer.
La noción de la igualdad entre hombres y mujeres ligada a la incorporación femenina al mercado laboral viene de un momento posterior, en el que las mujeres decidieron que, si hacían el mismo trabajo que los hombres, debían ser tratadas y consideradas igual que ellos. De esto no cabe la menor duda, con mis palabras no pretendo en modo alguno degradar a la mujer o insinuar que es incapaz de realizar las “tareas de un hombre”. El sexo no es determinante a la hora de capacitar a uno o a otro para hacer determinadas tareas. Con mis palabras pretendo defender el valor que tienen las tareas tradicionalmente atribuidas a la mujer y defender el derecho que deberíamos tener a desempeñarlas sin que eso nos suponga la crítica social y la devaluación como miembros activos de la civilización.
El problema está en la sociedad capitalista que nos hace dependientes del dinero. Si todos los individuos humanos somos dependientes del capital, será el poseedor de dicho capital, de los medios para conseguirlo, el que posea el poder. Así, es lógico que en una sociedad de estas características las mujeres luchen por trabajar y por ocupar el mismo papel que los hombres. El hecho de que históricamente tengamos ocupaciones diferentes no quiere decir que seamos seres sumisos a los que nos guste ver su vida supeditada a los deseos y decisiones de otro ser humano, sea quien sea.
La libertad mediante la posesión del capital es lo que ha llevado a las mujeres a luchar por desempeñar un papel en la esfera pública de producción. El deseo de la destrucción de los roles históricamente atribuidos a hombres y mujeres no es un hecho natural, sino una producción de la sociedad actual y del modelo de subsistencia basado en la supremacía de lo económico. Pongamos un ejemplo: hoy por hoy, si por el hecho de ser ama de casa, de ocupar tu tiempo en cuidar a tus hijos y tu hogar, recibieras una remuneración que te permitiera no depender económicamente de nadie más que de ti misma, ¿lucharías por salir a trabajar a toda costa? ¿Lucharías por ir a desempeñar un trabajo que, quizás, no te gusta, pero qué crees que tienes que hacer? La respuesta es no. Por supuesto, no estoy hablando del deseo legítimo de desempeñar un empleo vocacional, sea el que sea, me estoy refiriendo a los trabajos mecánicos o a cualquier trabajo remunerado que una mujer se vea obligada a realizar a cambio de un salario para ver garantizada esa independencia.
Estamos sometidas no a los hombres, no por quedarnos en casa mientras el hombre sale a ganar un salario, sino por el dinero mismo.
Del mismo modo, un obrero de una fábrica no es libre porque su vida personal está subordinada a las necesidades del empresario que le proporciona un empleo y a la necesidad del propio obrero de recibir un salario a cambio de su trabajo. ¿Qué quiero decir con esto? Que cualquier ser humano, hombre o mujer, pierde su libertad cuando pierde el control y el derecho sobre su producción. El obrero que ensambla piezas para una gran empresa ha perdido su libertad porque no controla el producto final que fabrica, se ha convertido en una marioneta cuyos hilos son movidos por el empresario que controla y decide la cantidad de dinero que va a recibir por su trabajo, y dicha cantidad de dinero determina en gran medida la forma de vida que tendrá. Una mujer cuya producción doméstica queda a disposición del hombre que aporta el sustento pierde su libertad de la misma forma.
Se ha hablado mucho de la injusticia que es para las mujeres el deber de trabajar fuera de casa al tiempo que recaen sobre ella los deberes domésticos. Es una injusticia, es cierto, pero es una injusticia cuya culpabilidad no recae sobre el hombre que trabaja fuera de casa sino sobre la sociedad que ha hecho que la mujer sienta que es necesaria su participación en el mercado laboral para ser considerada una persona de valía.
Estamos inmersos en una realidad en la que parece que solo podamos realizarnos como personas mediante el desempeño de una actividad pública, como si nuestra existencia solo tuviera valor si la consagramos a convertirnos en piezas del engranaje de producción. Es decir, que nuestra existencia solo tiene valor en la medida en que contribuimos al fomento y al mantenimiento de la sociedad hacedora de capital. Hemos logrado convencernos de que trabajamos para nosotros mismos, cuando en realidad, aún en la más liberal de las sociedades, trabajamos para mantener un sistema cuyas normas escapan a nuestro control individual y que, sin embargo, manejan los aspectos más íntimos de nuestra vida, incluso la relación que tenemos con nosotros mismos y la consideración que le damos a las tareas que desempeñamos.
En una sociedad capitalista hasta el extremo en el que el éxito y la valía personal solo son percibidas a través del capital que esa persona ha podido acumular, es lógico y normal que la mujer (o el hombre) que se queda en casa sin producir dinero (y digo sin producir dinero, no sin trabajar, pues debemos separar el concepto de “trabajo” del de retribución económica) es poco más que un cero a la izquierda. Me remito de nuevo a las sociedades iroquesas, aunque para el ejemplo sirve cualquier sociedad preindustrial que todavía no haya sido alcanzada por los valores capitalistas, no por el hecho de que una tarea se desempeñe fuera del hogar o entrañe mayor riesgo es más importante. Si los hombres iroqueses no salen a cazar, la aldea sobreviviría con los cultivos de las mujeres y sus tareas recolectoras. Sin el trabajo que realizan las mujeres al quedarse en la aldea, su tribu desaparecería.
La visión degradada de la mujer que se tiene en la sociedad y que hace a su vez que los papeles que tradicionalmente han desempeñado se consideren en la actualidad casi humillantes, que además las aparta de los papeles de especial relevancia en la toma de decisiones políticas, no está fundamentada en la división de tareas, ni en el hecho de que la mujer se encargue de la realización de las tareas del hogar.
En el caso de la sociedad occidental, podemos encontrar la explicación en la supervivencia de la doctrina católica. Según la iglesia católica, la mujer es la fuente del pecado, es la descendiente de Eva que hizo que Adán mordiera la manzana, pecado por el cual fueron expulsados de paraíso. Es una forma especialmente cobarde de los hombres de eliminar la culpa por sus pecados, atribuyendo siempre la responsabilidad a la figura de la mujer libidinosa y pecaminosa, y de legitimar en cierta manera su posición de poder. Si la mujer es considerada como emocional, débil de carácter, es lógico pensar que es el hombre el que debe de tomar las riendas que dirijan la sociedad. Es a raíz de la doctrina católica que surgen las actitudes paternalistas y condescendientes que el sexo masculino ha dirigido a las mujeres en nuestra sociedad desde hace siglos, pues las actitudes emocionales e impulsivas que se les han atribuido se asemejan a las de un niño que hay que cuidar, educar y proteger. Está documentado por numerosos antropólogos e investigadores, como por ejemplo Judith Brown en su trabajo entre los iroqueses, que, en muchas civilizaciones sin influencia de estos valores religiosos, las mujeres tienen tanta valía política como el hombre, desempeñen la tarea que desempeñen, y sus decisiones y opiniones pueden ser tomadas en consideración o incluso tener más valor.
En conclusión, me gustaría añadir que se ha creado un feminismo al servicio del Estado que es, en última instancia, el que ha provocado la situación de opresión en el que se encuentra la mujer. Es más, se ha logrado crear un colectivo femenino que actúa como principal activo sustentador del sistema que las relegó a un segundo plano siglos atrás, se han creado mujeres que van en contra de las mujeres, pues ahora solo se te considera “mujer empoderada” si cumples con los nuevos estereotipos que se le atribuyen a la mujer: mujer fuerte, mujer independiente, mujer individual que no necesita a nadie. Mujer racional enemiga de lo emocional, mujer que no se enamora, mujer que no quiere descendencia, mujer que no quiere una familia y que no quiere ningún tipo de compromiso en sus relaciones. Al fin y al cabo, mujer que cumple todos los estereotipos que se le han atribuido al sexo masculino. Estos estereotipos creados por el mismo feminismo no son menos opresores y adoctrinantes que los de “mujer sumisa/ama de casa”.
Este neofeminismo no es más que otro proceso individualizador. La individualización de la sociedad está ocurriendo cada vez en más niveles al tiempo de que se nos vende la idea de que estamos todos conectados, de que pertenecemos a una gran comunidad global cuando en realidad se fomenta la rivalidad entre individuos, la de sobresalir por encima de nuestros compañeros. Se hacen virales campañas de coaching con mensajes como “El éxito es hacer lo que sea que quieras hacer, cuando quieras, donde quieras, con quien quieras y por el tiempo que quieras. Anthony Robbins” o “¿Cómo serías si fueses la única persona del mundo? Si quieres ser realmente feliz, debes ser esa persona.Quetin Crisp”. Estos mensajes van atacando al subconsciente de las personas que se autoconvencen de que tener una meta y lograrla es más importante que todo lo demás. Crean individuos individuales hasta el extremo, movidos por un egoísmo del que rara vez se es consciente e incapaces de generar empatía con sus semejantes.
La creación de individuos tan centrados en el logro de sus metas personales, desconectados de los demás, no es más que la creación de piezas de una maquinaria perfecta que trabaja en favor del mantenimiento de un sistema que controla nuestras vidas sin que seamos conscientes de ello.
El establecer lazos de cooperación, la puesta en valor de los valores familiares sustentados en una colaboración en la que el desempeño de tareas diferentes no implica una situación de superioridad o inferioridad, es la mejor forma de revolución, es la creación de lazos que escapan al control del Estado, de colectivos que trabajan para hacer mejor la vida de otras personas y no solo la suya propia, en cuyos valores no prima lo económico sino lo personal.
Es la horma del zapato de unos dirigentes que solo ven mejorada y sustentada su posición cuando aquellos que se encuentran por debajo de ellos en el estatus social trabajan para el mantenimiento de dicho orden, convencidos de que lo hacen para mejorar sus propias condiciones.
Naíma Muñoz moreno
Referencias
Introducción a la antropología política – Ted C. Lewellen
El capital – Karl Marx
Iroquois women: An ethnohistoric note – Judith K. Borwn
Un análisis certero y crítico, que pone el dedo en la llaga de porque una parte muy numerosa del feminismo se ha metido en un callejón sin salida. abre las puertas a un debate serio y profundo para desencallar la situación actual.