Diablos de Entramar. Breve análisis simbólico de un desayuno

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Cuando dejamos el juego de llaves encima del aparador, siempre en el mismo sitio, más allá de su justificación práctica, establecemos un conjunto de relaciones (con el aparador, con las llaves, con el apartamento, con quienes conviven en él, con su justificación práctica, etc.) que nos sitúan y nos dicen: sí, eres tú, haciendo lo mismo de siempre. Tal y como sospechabas, existes.

La confortabilidad que provoca relacionarnos con los lugares, cosas y personas habituales en un tiempo convencional, hacer siempre lo mismo, surge en esa necesidad de existir, de ser alguien o algo reconocido. Así construimos nuestra realidad y así nos fijamos a ella. El ser social es volátil a lo novedoso. Establecer nuevas relaciones implica el deber de reconstruirse e intentar fijarse creando interdependencias que nos signifiquen. Comenzar a existir continuamente sería reconstruirse para nada, para nadie. Quien, aburrido en su rutina, huye de ella, tratando de encontrarse, siempre a la caza de nuevas experiencias, en realidad está huyendo y se aburre de sí mismo.

Esto ocurre porque si existiera algo a lo que pudiéramos llamar alma humana, esta no estaría en, sino que se manifestaría entre (las personas), como composición de todas las relaciones posibles. Un órgano externo, voluble y compartido. Un mar experimentando con naturalidad el incesante trasvase de aguas con otros mares. Nada esencial distingue el mar Tirreno del Mediterráneo y a este del Adriático, solo la arbitraria identificación de su relación con la costa que baña o, para quién tuviera el conocimiento experto, con las corrientes que crean sus lechos marinos. El alma es esa masa de agua que va y viene, que queda retenida o se va para siempre. Pareciendo una y siendo muchas. Somos el mar, pero nos pensamos y sentimos desde el litoral, desde nuestro cuerpo, que es playa o acantilado y, a veces, puerto. Frente a otras costas con las que nos compartimos y que la mayoría ni siquiera imaginamos.

Ella se levanta siempre más tarde. Masajeándose la cara como para ponerla en su sitio se dirige desde el baño a la cocina. El armario, donde guardan las tazas para el desayuno, está vacío. Sobre la encimera ve una taza recientemente usada por él. Tiene restos de café y algún tipo comida. Tampoco hay vasos de cristal limpios. Los reproches se le empiezan a amontonar en la cabeza mientras frota la taza con el estropajo. Él, aun sin estar, sigue ahí, desayunando con tranquilidad, untando su magdalena mientras consulta una red social en el móvil; desconsiderado. Ella deja la taza en el escurridor y aprovecha para arreglarse. Él sigue ocupando todos los espacios y acciones. Sin saberlo. La posee cuando contesta fríamente, con inhabitual desdén, a una compañera de trabajo; o cuando se desespera buscando en la cartera el bono de transporte público que, despistada ella, llevaba en la mano. Un mar poseído por aguas de otros mares, rompiendo contra su vida y condicionándola.

Mircea Eliade diferencia la experiencia extática, abandonar el propio cuerpo (como en la vivencia mística cristiana o como sucede en el vuelo mágico de las prácticas chamánicas) y el éntasis, la posesión de un cuerpo por parte de un espíritu (con intenciones demoniacas como en los cultos Zar o para emitir un consejo cualificado como ocurre con los oráculos budistas). Si aceptamos la figura metafórica de alma que propongo, externa, compartida y contaminada; formada por las infinitas relaciones que creamos en la acción social, tanto el concepto de éntasis como el de éxtasis, tal y como los expone Eliade, no tendrían ningún sentido. Negamos  la existencia de un dentro. Por tanto, la introspección solo es posible como espejismo y nadie podría, por ejemplo, “encontrarse a sí mismo” en “sí mismo” sino en los demás, en relación con ellos. Siempre fuera de nosotros (extáticos) y siempre poseídos (entáticos) por nuestras relaciones con los demás.

Algunos días, excepcionalmente, ella desayuna en la cafetería que se encuentra justo frente a la parada del autobús. Le sirven un café con leche y un trozo de tarta de queso. Esa taza en la que, a causa de los numerosos lavados, apenas se distinguen las letras de la marca de café serigrafiada, no le dice nada, no la posee. A pesar de que durante toda la mañana habrá pasado por los labios de decenas de personas, no se siente invadida por de ninguna de ellas. El tipo de relaciones que entabla con ese lugar, con quienes se cruza en él, con los trabajadores que la sirven o con los objetos que lo informan, son débiles. Incapaces de entramarse y formar corrientes que lleguen a su costa. Al contrario de lo que le sucedió con la taza sucia de su apartamento, aguas lejanas de horizonte, planas a la vista. ¿Por qué si ambas son tan solo tazas de porcelana? Porque a través de una se manifiestan la red de relaciones significativas perturbadas, aunque sea de forma superficial, por un hecho que la saca de su espacio y tiempo convencional. Todas esas relaciones que la hacen existir. Ella con la taza, la taza con la encimera, la encimera con la cocina y con la taza, la cocina con su apartamento, con la encimera y con la taza; con el tiempo que resta desde que se despierta hasta que ficha en el trabajo, con la convención cultural por la que presupone que su pareja tendrá en consideración sus necesidades, etc. Y todo esto con ayer, anteayer y con el día anterior. Toda su vida se condensa isomerizada en ese instante trivial.  Poseída por todos los demonios que habitan la infinita red de relaciones que constituyen esa alma externa y compartida. En cambio, nada hay en la cafetería, ninguna relación necesaria para recordarle que existe, que es ella y no otra  cualquiera.

Cuando la Ciencia certifica un hecho demostrado, lo que hace es describir con precisión la mayor cantidad de relaciones que hacen posible, perfilan, dan sentido (para nosotros) y coherencia a: una partícula, un organismo, una enfermedad, una comunidad, una mitología, etc. Lo único cierto en el ser humano, y en cualquier cosa,  aquello que nos da presencia y sentido, es la relación. Las certezas a las que podemos aproximarnos respecto a nosotros mismos, a los demás o a cualquier fenómeno, será cualificada por nuestra habilidad para entramarnos en las relaciones que configuran nuestra existencia, con las de los demás o con las de cualquier otra cosa que forme parte de nuestras vidas, e interpretarlas. La excepcional película Magnolia, de Paul Thomas Anderson, es una de las representaciones más brillantes de ese Entramar de masas de agua que nos ha dado la imaginación de un autor. Pese a que durante toda la película flote la extravagante tesis de que el conjunto de relaciones pasan por y para algo, si pasamos por alto esa visión casi soteriológica, podremos intuir la complejidad de esas relaciones intersignificativas. El oleaje que golpea a los personajes, cabalgado por sus demonios y por los de los demás, no se atiene a una lógica temporal. Todo lo que les está sucediendo lleva en sí lo vivido. Lo que aceptaron y rechazaron. Las decisiones tomadas y las que pudieron tomar. Hacer y no haber hecho crea relaciones igualmente reales y significativas que se encuentran entramadas, como recuerdo o como remordimiento; como ausencia o presencia. Todo condensado en este instante. Varias veces durante el metraje, los personajes repiten una cita que atribuyen a la Biblia: “…puede que hayas acabado con el pasado pero el pasado no ha acabado contigo”. Y así es porque la acción social contiene todo. Aunque sólo nos golpeen en el rompiente algunas olas, es todo el océano el que se mueve en su extensión y profundidad.

Una taza de café sucia puede ser un vehículo por el que nos posea un demonio que apenas nos salpica. Una incomodidad temporal. Imaginen tener que relacionarse, inesperadamente con una carta del juzgado, con un cuerpo que se desploma muerto ante nosotros,  un discurso brillante, una acción que dañe a quien queremos, el desprecio de quien necesitamos o una sonrisa en el momento adecuado. Todo rebosando el Entramar que somos. Hoy, por lo que sea, no he dejado mi juego de llaves sobre el aparador ¿dónde estará? ¿Podré encontrarme?

Pablo Martínez Tobía

Pablo Martínez Tobía

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