Asalariados de la guerra: identidad política del mercenario en el mundo antiguo

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Como todos sabemos, podríamos definir al mercenario –de manera reduccionista– como aquel “asalariado de la guerra”. En el presente artículo abordaremos de manera sucinta las cuestiones políticas que rodean a estos hijos de Ares, además de intentar comprender –a través de la realidad histórica– la estigmatización de la figura de los soldados a sueldo en la Antigüedad. Por todo ello, atenderemos a varios episodios históricos y fuentes clásicas que nos aproximen al impacto e identidad política de los mercenarios en el Mundo Antiguo.

 «Efectivamente, la mayoría de los soldados se habían hecho a la mar para este servicio mercenario no por falta de medios de vida, sino por haber oído hablar de la excelencia de Ciro; unos, llevando hasta sus hombres; otros, incluso, gastando dinero suplementario, y otros distintos de éstos, tras escaparse de casa de sus padres y sus madres; otros llegaron a abandonar a sus hijos a fin de regresar después de haber adquirido dinero para aquéllos, pues oían que los demás hombres que estaban con Ciro hacían muchos y buenos negocios. Siendo tales los soldados, ansiaban llegar a Grecia sanos y salvos.»

Jenofonte, Anábasis, VI, 4, 8. Traducción por Carlos Varias

 

Una cosmovisión política del mercenariado

Cuando hablamos de “mercenarios”, nuestro ideario recurre a unos ciertos lugares comunes: algún veterano de guerra de un ejército mundialmente famoso o un soldado de fortuna expulsado de las fuerzas especiales –al estilo Bob Denard–, contratados para adiestrar a milicias de países –en la línea de los hoplómacoi (Jen. Mem. 3, 1)–, por norma general, en situaciones de alta tensión política y/o en guerra. Se nos vienen a la cabeza multitud de ejemplos: empresas paramilitares[1] tales como los “Blackwater”, ahora conocidos como “Academi” después de ser ilegalizados; casos de mercenarios sirios y turcos en el actual conflicto a Nagorno-Karabakh que suben vídeos a internet a través de TikTok durante las escalada bélicas o, incluso, en representaciones cinematográficas como Mandarinas (2015), de Zaza Urushadze, donde un checheno a sueldo por Estonia, veterano en estas lides, enseña un pequeño fajo de billetes para ofrecer su humilde salario de mercenario (sic) a uno de los personajes del film. Pero, ¿eran igualmente vistos los mercenarios en la Antigüedad y podemos equipararlos desde sistemas socioeconómicos y culturales distintos? ¿Podrían estudiarse como sujetos políticos y haber forjado su propia identidad, por lo tanto, política?

En lo personal, intelectual e ideológico per se, partimos de la sentencia que Thomas Mann escribió en su novela La montaña mágica (1924): «No hay no política, todo es política». Los mercenarios, por ende, implican multitud de factores políticos: tanto el ser utilizados como recursos para actores principales interesados en las relaciones internacionales (Gómez-Castro, 2010: 96) de los juegos de poder, es decir, formando parte de una acción política; pasando comúnmente como guardia de corps para tiranos sicilianos (Giovanni, 2013: 28; Quesada-Sanz, 2008: 95) y hasta detentar su propio poder lineal –en algún caso circular, como el de los mamertinos que trataremos más abajo– e impacto socioeconómico que inclinaba la balanza hacia un devenir histórico u otro; todo ello sin obviar su estructura interna, identidad y solidaridad de “clase”.

A la luz de las fuentes clásicas, la preferencia del escritor griego, generalmente conservador, siempre ha sido la del miliciano leal, esto es, la romantización del ciudadano en armas; entretanto, el mercenario será visto como un agente inestabilizador que fluctúa entre unas fuerzas y otras, entregados siempre al mejor postor. Desde luego, para griegos como Polibio, las diferencias son claras: «se comprenderá en qué se diferencian, y hasta qué punto, las tropas mezcladas y bárbaras, de las educadas en costumbres políticas y leyes ciudadanas» (I, 65, 7). No obstante, los mercenarios griegos disfrutaban de un mayor privilegio frente a sus homólogos de la periferia, a pesar de que sean definidos como aquellos que ofrecen su fuerza de trabajo por un salario[2], en este caso como especialistas “profesionalizados” en materia de guerra (Quesada-Sanz, 2008: 94). No son raros los ejemplos de, incluso, lazos de hospitalidad –la conocida xenía– entre mercenarios de alta alcurnia y grandes estadistas como Ciro (Jen., Ana. I, 1, 11).

Independientemente, no pudieron eludir esa estigmatización de la que hablábamos; Estrabón nos deja entreverlo, entre otros, por vía de los acontecimientos y tensiones acaecidas en la Magna Grecia como resultado de los conflictos tarentinos con las poblaciones locales:

«Uno de los síntomas de la decadencia política es el hecho de que se empleara comandantes mercenarios, por ejemplo Alejandro el Moloso, al cual encomendaron la lucha contra los mesapios y los lucanos, e incluso con anterioridad Arquídamo, el hijo de Agesilao; posteriormente, Cleónimo y Agatocles y, finalmente, Pirro, cuando se coligaron con los romanos.» – (VI, 3, 4)

En el mismo episodio, Diodoro escribirá sobre el rey de Esparta, Arquídamo III, condottiero[3] a servicio de Tarento, lo siguiente:

«Se unió a los tarentinos y murió luchando valientemente en la batalla, un hombre elogiado por su habilidad como general y por los demás aspectos de su vida, pero sólo criticado por su alianza con los focenses por haber sido el principal responsable de la captura de Delfos. […] los mercenarios de Arquídamo, que habían participado en el saqueo del oráculo, fueron muertos a flechazos por los lucanos.» – (XVI, 63, 1-2)

Pero, desde luego, quien define realmente la identidad política y pensamiento que nos atañe –al menos de forma individual–, es el poeta y mercenario Arquíloco de Paros:

«Me gano mis chuscos de pan con la lanza, y el vino de Ismaro

con la lanza, y bebo apoyado en la lanza.»

«Un sayo es quien lleva, ufano, mi escudo: lo eché, sin pensarlo,

junto a un arbusto, soberbia pieza;

pero yo me salvé. ¿Qué me importa, a mí, aquel escudo?

¡Bah! [Otro no peor adquiriré de nuevo].»

– Trad. por Ferraté, J. (1991): Líricos griegos arcaicos, Sirmio, Barcelona

 

¿Es el mercenario un sujeto histórico y político?

¿Con qué ejemplos, entonces, podemos sostener la visión del mercenario como un sujeto histórico y político que genera su propia identidad? El mercenario, como defiende Gómez-Castro (2010: 98), «resulta ser un individuo que está ejerciendo la violencia integrado en un marco sociopolítico internacional», marco a su vez sinérgico, en términos weberianos, del monopolio de la violencia que ejerce el Estado, desarrollado por las propias construcciones políticas y culturales de la élite que se legitiman a través de la soberanía. Por ello, «su auge como su declive sólo responde a los intereses concretos de las potencias que lo utilizan» y esto «refleja la voluntad por parte de un estado de controlar o de mantener descontrolada voluntariamente su verdadera capacidad bélica, es decir, su capacidad real para influir en la política interna de otros estados de forma no oficial» (Gómez-Castro, 2010: 98-99). Ahora bien, añadimos, existe en el mercenariado una cierta “autoconsciencia” de pertenencia a un grupo, gremio o clase específica, a saber, una comunidad con su propia identidad caracterizada por una “profesión” que basa su fuerza de trabajo en practicar la guerra.

Aludiremos a continuación a dos acontecimientos específicos para sostener nuestros argumentos: las bandas mercenarias de los mamertinos en Sicilia (s. III a.n.e.) y la “Guerra Inexpiable” o la también llamada la “Guerra de los Mercenarios” (241-238 a.n.e.) que enfrentó a libios y mercenarios contra los cartagineses.

El primer caso, viene de una larga tradición y consideración de los mercenarios en Sicilia desde el establecimiento de los famosos tiranos siracusanos. Ya en el s. V a.n.e el tirano «Gelón había inscrito en las listas de ciudadanos a más de diez mil mercenarios extranjeros» (Diod. XI, 72, 3). Los mercenarios, entonces, fueron utilizados como fuerza que permitió a los tiranos siracusanos respaldar «la estabilidad del régimen» (Péré-Nogués, 2013: 36), mientras que estos sacaron de provecho la ruptura costumbrista del derecho ciudadano griego al ser integrados «por primera vez en el cuerpo cívico» (Péré-Nogués, 2013: 36). Estas políticas favorecieron una meta para aquellos mercenarios que buscaban una inclusión, tal vez, bajo el amparo de una ciudad-estado que permitiera un retiro humilde o el acceso a una propiedad cultivable y autosuficiente, como en el caso de los famosos “hombres de bronce[4]” contratados por el faraón egipcio Psamético I[5], que sirvió, en cierto modo, de precedente.

Esto supuso el afianzamiento de una identidad con “vocación política” que veía una cierta capacidad de influir en la conquista de sus intereses y que, igualmente, supieron aprovechar las élites correspondientes. Este escenario cristalizó generaciones de mercenarios, tanto griegas como locales, que conformaron sus propias comunidades. El ejemplo que se nos suscita paradigmático es el de los mamertinos. Estos mercenarios itálicos actuaban como guardia de corps del rey siracusano Agatocles, asesinado en una intriga política en el 289 a.n.e., lo que supuso el fin del contrato y su expulsión de la ciudad sin llegar a conseguir sus intereses: poder pertenecer al cuerpo cívico y optar, al menos, a la elección de los magistrados (Pérés-Nogués, 2013: 37). En el camino de vuelta a su tierra, pararon en Mesina y, según la tradición, la tomaron a la fuerza –quizá fruto del despecho– y establecieron allí su propia comunidad política imitando el modelo cívico griego del que se habían visto completamente embebidos, cambiando el nombre de la ciudad por Mamertina, en honor al dios Marte (Mamers en lengua osca). Se caracterizaron, entonces, por «una especificidad guerrera que se nutría de una identidad cultural propia y, sobre todo, de una experiencia mercenaria y una profunda sensibilidad con respecto al mundo cultural griego» (Péres-Nogués, 2013: 38).

La toma de otra ciudad, Entella, y Mesina supusieron un topos literario para los historiadores griegos, que culparon a estas bandas mercenarias de instigadores y causantes de la I Guerra Púnica (264-241 a.n.e.), que desembocará en el enfrentamiento en tierras sicilianas entre romanos y cartagineses.

Una vez acabada la guerra púnico-romana, tras el tratado que pone fin a las hostilidades, los ejércitos mercenarios y libios vuelven a la región tunecina donde se asentaba Cartago. Seis años de impago a mercenarios y tropas libias que conformarían alrededor de unos 22.000 hombres (incluidos casi 2000 jinetes, además de generales y estrategos que tendrían un sueldo mayor) a los que se les sumó el descontento generalizado de las comunidades libias, los cuales configuraban el grueso del ejército cartaginés, supuso un caldo de cultivo para el conflicto rebelde (Hoyos, 2013: 53). La solidaridad entre una multiculturalidad mercenaria (tenemos que tener en cuenta la presencia de gálatas, baleáricos e itálicos entre estas filas) y libios es patente, confluyendo en un hastío que sólo podemos presuponer a través del relato historiográfico, donde el agravio, la guerra y la opresión tomaron forma de insurrección durante tres años y cuatro meses. Al final la balanza se inclinó hacia una Cartago exhausta por los casi treinta años de guerra continua y las deudas e indemnizaciones a Roma (Hoyos, 2013: 61).

Como hemos podido observar a lo largo del presente artículo, el mercenariado tuvo un papel importante como recurso bélico entre diferentes potencias y ciudades-estado que se debatían por la dominación de ciertos territorios. El ejemplo de los mamertinos en Mesina y los mercenarios que participaron en la sublevación libia contra los cartagineses, implican importantes factores de identidad e impacto político. La solidaridad es un arma para conquistar los derechos o intereses de una comunidad política, en este caso el mercenariado, que se vincula en conveniencia hacia un espectro u otro, a pesar de, ulteriormente, llegar a reproducir los mismos roles, como en el caso del imperialismo suspicaz que emplean mamertinos tras la toma de Mesina. Estas cuestiones y complejos historiográficos son difíciles de resolver, sobre todo por la dificultad y duda que generan los propios textos y fuentes antiguas, que nos llevan a vacilar de lo que, más que datos o información verídica, se intuyen como opiniones superfluas con, también, intereses políticos.

Álex García

Álex García

Referencias

GÓMEZ-CASTRO, D. (2010): «El mercenario en el mundo griego a la luz de los estudios contemporáneos: reflexión teórica y nuevas tesis», HABIS 41, Universidad de Sevilla, pp. 95-115.

TRUNDEL, M. (2004): Greek Mercenaries: from the Late Archaic Period to Alexander, London and New York.

QUESADA-SANZ, F. (2010): «¡Mercenario! El soldado profesional en el antiguo Mediterráneo», Armas de Grecia y Roma. Forjaron la historia de la Antigüedad clásica, ed. La Esfera de los libros, Madrid, pp. 91-107.

CARDETE DEL OLMO, Mª CRUZ (2013): «Poder y propaganda en el Mundo Antiguo: Dionisio el Viejo de Siracusa», Identidad y religión: territorio y paisajes simbólicos de la Sicilia clásico-helenística y republicana, UCM y Fundación Santander, pp. 453-468.

FERRATÉ, J. (1991): Líricos griegos arcaicos, Sirmio, Barcelona.

GIOVANNI GUZZO, P. (2013): «Condotieros al servicio de Tarento», Desperta Ferro, nº especial IV, Madrid, pp. 24-29.

HOYOS, D. (2013): «La Guerra Inexpiable», Desperta Ferro, nº especial IV, Madrid, pp. 52-61

PÉRÉ-NOGUÉS, S. (2013): «Las bandas mercenarias como comunidades políticas: Sicilia», Desperta Ferro, nº especial IV, Madrid, pp. 36-39.

QUESADA-SANZ, F. (2013): «Gente de mala fama. La fiabilidad de los mercenarios», Desperta Ferro, nº especial IV, Madrid, pp. 62-68.

Textos clásicos: http://www.perseus.tufts.edu/hopper/

[1] Citamos íntegramente una de las notas que Gómez-Castro nos refiere en su artículo «El mercenario en el mundo griego a la luz de los estudios contemporáneos: reflexión teórica y nuevas tesis» (2010: 95) que es de imperiosa necesidad mostrar y tener en cuenta: «En este sentido, una serie de países integrados en la ONU aprobaron una resolución el 4 de diciembre de 1989 conocida como Convención Internacional contra el reclutamiento, la utilización, la financiación y el entrenamiento de mercenarios para poner freno a este tipo de prácticas por parte de algunos estados. Esta resolución ofrece un tipo de definición de mercenario (Art. 1) que, en líneas generales, lo equipara al significado de “soldado de fortuna”, simplificando de esta forma el concepto general de mercenariado y, por lo tanto, su significado histórico real. Vid. también el “Protocolo Adicional a los Convenios de Ginebra de 1949” (artículo 47) aprobado el 8 de junio de 1977. Pensar que un mercenario mata sólo por dinero supone, además de una evidente simplificación, el establecimiento de una línea demasiado marcada entre economía y política, idea que no tiene en cuenta el hecho de que al aceptar formar parte de una fuerza militar el soldado está participando en una empresa política.»

[2] En griego eran llamados ξένοι, es decir, “extraños” o μισθόφορος, “los que cobran un salario”. En el caso de nuestra palabra “mercenario” proviene del latín mercennarius, derivado a su vez de merces, -edis, esto es, el que obtiene una paga, recompensa o salario por una mercancía (Ernout y Meillet, 2001: 400).

[3] La utilización popularizada del término de los condottieri renacentistas como analogía a estos episodios característicos del mercenariado griego, se explican, esencialmente, por ser «jefes de milicias exclusivamente mercenarias que se ponían al servicio de señores o instituciones que pudieran necesitarlos» (Giovanni, 2013: 26). Estos eran aventureros, «con o sin tropas, que se ofrecían al mejor postor, que no mandaban tropas mercenarias al servicio de su ciudad, y que incluso luchaban contra ellas» (Quesada-Sanz, 2008: 104).

[4] Estos “hombres de bronce” eran griegos que se granjearon el apelativo gracias a su característica panoplia hoplita (corazas de campana, cascos y grebas broncíneas) que contrastaba directamente con la estrategia oriental y la vestimenta de sus tropas, en tanto en cuanto iban equipados de panoplias bastante más ligeras.

[5] Psamético I (faraón que gobernó del 664-610 a.n.e) puso en vigor una política que luego imitarían tanto los tiranos sicilianos como los reinos helenísticos: «el conceder tierras a estos mercenarios extranjeros para que se establecieran en el Delta a cambio de su concurso militar en caso de necesidad» (Quesada-Sanz, 2010: 107).

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