Variaciones sobre el mismo tema III

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Esto último lo dijo a media voz mientras me alejaba rumbo a la cocina y a un poco de aire. Loli y Roberto seguían en sus temas, menos mal. ¿cómo me pasan estas cosas? En realidad era la primera vez que me pasaba esto, que una mujer se me insinuase tan clara, me había mirado dos veces, y ahora no aceptaba una huida por respuesta, salvo ésta, del todo física. Noté que me temblaban las manos al poner a calentar el agua para preparar el café nuevo, aunque el viejo todavía estuviera tibio. Rebeca era una mujer verdaderamente preciosa, era la más joven de nosotros, y se fijaba en mí. Le gustaba. Y le gustaba tanto que no la detenía ni el hecho de que estuviéramos casados, ni el que ella lo supiera.

Estaba el fuego encendido cuando ella entró. Lo hizo a mis espaldas, ocupado como estaba en abrir un nuevo paquete de café sobre la mesada. Noté una presencia primero, luego una mano en la espalda, que fue subiendo hasta ganar los hombros.

  • ¿Te ayudo?

Sentí primero la voz susurrada al oído, con la brisa del susurro que rozaba el pabellón de mi oreja, un segundo después, un mordisco muy suave en el lóbulo, que provocó una corriente de cosquillas desde la nuca hasta la entrepierna, que malinterpretó la situación, según su costumbre.

No supe hacer otra cosa que quedarme quieto. A mi pasividad quieta ella le impuso un beso abierto, profundo y entregado, que no pude menos que devolver. Sabia natural, lo terminó de golpe, antes de que llegara a durar su propia mitad. Exactamente después de vencer mi primera, inocente resistencia.

Fue una suerte que Dolores sólo apareciera unos segundos después, y que el agua silbara que estaba lista, y que la voz de Roberto nombrara a su mujer, y que se fueran enseguida, sin esperar el café.

Esa noche me acosté temprano, pero me dormí tarde.

Al día siguiente necesitaba caminar, estaba inquieto y no podía sacarme del pensamiento las palabras de Rebeca, ni su actitud. Fui paseando a ensayar.

El camino se me hizo corto, abstraído como iba por lo sucedido. No era capaz de entender cómo había sido tan directa, tan repentino el cambio. Nos habíamos visto varias veces antes, y jamás había habido ni la menor señal de atracción. Siempre habíamos tenido una relación de cortesía, muy buena, eso sí, pero sin frases de doble sentido, ni insinuaciones. Roberto era un poco…¿cómo podría decir que un amigo de mi mujer es imbécil, sin utilizar esa palabra?

 Estirado, digamos. No hacía otra cosa que hablar de sí mismo y ser condescendiente, como si hablar con nosotros fuera una limosna intelectual que se dignaba darnos. Ella, en cambio, se reía, todo el tiempo, se reía tanto que en algún momento llegué a pensar que de él. Se reía, escuchaba, hababa claro. Más de una vez me pregunté cómo podían estar juntos. La verdad es que si Dolores no estuviera, ni me lo pienso. Pero está Dolores. ¿Qué nos pasará? ¿Será esto el matrimonio? ¿Será así la evolución natural de todas las relaciones, de la nada a la pasión, de la pasión al placer, del placer a la complicidad, al compañerismo, a la costumbre, al aburrimiento? En los años que llevamos casados, incluso desde antes, nunca se me pasó por la cabeza serle infiel. Una vez, en realidad, pero quedó en la nada. Ahora nos cuesta cada vez más estar juntos, y me desespero porque no sé qué hacer para que estemos bien. Me preocupo por nosotros, y por mí. Ahora aparece Rebeca, y todos los mecanismos masculinos de cuestionamiento saltan como si de una alarma se tratara. Y vuelven a aparecer en el ambiente las promesas que no nos cumplimos, y las palabras que nos regalamos, y los momentos malos de todos estos años, y los buenos, con menos fuerza. Pero tengo que admitir que Rebeca me provoca algo, algo muy poderoso, que sé que está creciendo cuanto más lo pienso, que quiero y no quiero detenerlo, que me hace sentir el más vil de los hombres, y el más poderoso. No puedo dejar escapar esta oportunidad, quién sabe si se repetirá, seguramente no. Tampoco puedo engañar a Dolores, no soy capaz. No puedo hacerlo. Ella nunca lo haría. Ella fue siempre amorosa y atenta, y por eso destaca entre las mujeres que conozco. Por eso la elegí, no por ser mi novia de adolescente, ni por no recordar cómo la conocí, ni por no conocer otra mujer. Tampoco la elegí sólo por eso.

Llegué al estudio donde ensayo cada día, donde preparo a solas mis conciertos. En el atril tenía una partitura de Mussorgski, los Cuadros de una Exposición, pero mis dedos repitieron una y otra vez la breve Melodía del Éxtasis de Dolores, para piano solo. Un ejercicio de memoria que me ayudara a conseguir una visión de claridad en esta niebla inesperada; una manera de pedir perdón anticipadamente.

Cómo averiguó la dirección, no lo sé. Procuro que no se publique, para evitar visitas imprevistas. Lo cierto es que apareció por la puerta. Era un vestido floreado y corto, sin mangas, y con el escore redondo y discreto, en lo que su ocupante permitía serlo. Tenía tres filas de volados que caían hacia la izquierda y a Rebeca dentro. La puerta la abrí yo, la cerró ella. Tampoco ella mencionó la manera cómo supo dónde estaba. Caminó hacia la sala, como si fuera la dueña de casa; cada paso se demoraba un siglo, entre avanzar hacia el futuro inmediato y curvar hasta lo imposible su cuerpo.

Yo sólo miraba, a su espalda.

  • Así que es acá donde ensayás.
  • Acá ensayo, compongo, y me retiro cuando no quiero ver a nadie.
  • Si querés, me voy –dijo, sin girarse a mirarme ni esperar respuesta-; ¿es tuyo el piano?
  • Claro, es mío el piano y todo lo que ves.
  • Muy interesante. ¿Y viajás con él?
  • No, éste se queda acá.
  • ¿Y con Loli, viajás?

No se había demorado mucho el ataque, y se preveía devastador. Todavía no había decidido nada.

  • A veces, muy pocas, en realidad. Ella prefiere quedarse acá, se cansa de viajar.
  • Uy uy uy, cuidado, que puede aprovechar tus viajes para buscase un novio… -insinuó.
  • No creo, de verdad.
  • Ah, no? ¿Y vos? ¿Dejaste muchos corazones rotos por el mundo? Estoy segura de que no los podría contar con los dedos de las manos.
  • Ni uno, soy un hombre fiel.

Por fin giró la cintura y el cuello para dedicarme una mirada de cómplice desconfianza. Tenía unos ojos enormes y negros, capaces de que me contradijera.

  • Sí, me imagino, vos debés ser como los marineros, un amor en cada puerto.

Hizo una pausa, mientras caminaba alrededor del piano, y siguió.

 – Tocame algo.

Sonriendo por dentro me senté al piano, toqué la melodía del éxtasis, y arranqué con la partitura de Mussorgki. Ella sonrió por fuera, y me observó, divertida. Escuchó sin atención unos segundos, y se acercó a mí. La mano en mi hombro, y se colocó detrás de mí. Desde esa posición escuchó la música que seguía tocando, sin inmutarme, hasta que acercó su cara a mi nuca.

  • ¿Te hacés el difícil? -me decía al oído, y me mordisqueaba la oreja- ¿Te gusta hacerte el difícil? Yo te voy a sacar esa dificultad, vas a ver. Eso es lo que más me gusta.

Sus manos habían escapado de mis hombros, y ahora estaban sobre mi pecho, bajando, y subiendo el riesgo de errar alguna tecla. Llegaron a los muslos y se separaron, una para cada uno. Cuando llegaron a las rodillas, estábamos los dos inclinados hacia delante, ella completamente apoyada sobre mi espalda, que entraba en el juego, dichosa. La posición, que de por sí dificultaba la ejecución de cualquier pieza musical para piano, y la humedad tibia de la lengua en mi oreja, hicieron que todo se precipitara.

Una de las ventajas que tenemos los pianistas, y que es la envidia de los demás músicos, es el banquito giratorio que utilizamos. Con un movimiento preciso, giré sobre mi eje y la senté sobre mis piernas, boca a boca, ropa sobre ropa.

Sólo una vez en ese combate pensé en Loli. Creo que combate es una palabra que describe bien aquello, una lucha, sin orden, ni acuerdo ni concierto, en que nos íbamos imponiendo condiciones y deseos por la fuerza lisa y llana.

Debemos de haber ganado los dos o ella, porque me fue llevando con artimañas de estratega piano arriba, escalando la madera al tiempo que nos desnudábamos, hasta quedar sobre la tapa en una postura no del todo tradicional.

Al llegar al estudio había acomodado el piano hacia la luz, y había dejado las ruedas destrabadas, así que, cuando el baile comenzó, el piano bailó con nosotros. Baile de tres, cada uno con su papel. Ella lo hizo casi todo, para reducir al mínimo mi culpa. Dio, quitó, impuso los ritmos y las quietudes.

Fue tan clara su escalada, tan paulatino el ascenso de su voz, que tuve conciencia para notar una diferencia con Dolores.

Después, Rebeca se vistió en silencio. Fue cubriendo paulatinamente su cuerpo de mujer nueva, la piel recién incorporada a mi cultura, de un modo que comenzó a alejarla.

¿Por qué será que cambia tanto la estética de desnudarse a la de vestirse, en una mujer? ¿Será por las perspectivas de futuro inmediato que provoca en nuestro subconsciente? ¿O por el esmero desparejo que ellas emplean? ¿ O porque la gravedad y la ropa facilitan una tarea y dificultan la otra? Por la razón que fuera, la estética del vestirse y del desvestirse son del todo diferentes. Igual la miré, sin entender por qué la incomodaba, y conté hacia atrás las prendas que antes le habíamos quitado. Se vistió con idéntico método que Loli, descendente absoluto, primero toda la ropa del tronco, luego la de las piernas y por último los zapatos. Pero algo había que era diferente de Dolores.

Cuando terminó de vestirse, caminó hasta la puerta sin mirarme. En el momento de cruzar el alma, giró hacia mí la cintura, y me dejó un beso en el aire.

 En realidad, todo había sido muy diferente que con Dolores, por lo menos en los últimos años, esto era la fuerza, era la vida en plenitud. Pero la diferencia que noté fue que, en su camino ascendente, Raquel gemía y hababa en otro tono, diferente apenas, menos grave, más vivo que el de Loli. Distinto.

Me dejó de verdad sorprendido esta diversidad femenina, más la tonal que la sensual, más el grito que no controlaban incluido todo el arpegio previo, que los mecanismos capaces de conseguirlos. Pensándolo bien, esos mecanismos, si los hubiera, sería importante conocerlos, y hasta dominarlos. Nunca lo había pensado hasta ahora, como nunca había engañado a Dolores, pero tal vez haya tantos tonos del placer, tantas melodías del gozo como mujeres caminan sobre el mundo. Sería muy ambicioso quizá querer conocerlas todas, tal vez más que conocer la una adecuada a mi oído, pero la primera variación sobre el mismo tema terminó por despertarme la curiosidad. Curiosidad infantil, puedo aceptarlo, pero que no por clasificarla mengua.

Pero también curiosidad artística, por qué no defenderlo, inquietud por conocer hasta qué punto el amor podía ser un instrumento del arte, y hasta dónde podía dominarlo. Sé bien que suena a excusa sin tamizar. Peores crímenes se han cometido en nombre del arte.

Me olvidé del ensayo diario, del programa y de Mussorgski; con el codo derecho apoyado sobre el atril, y la sien en el codo, rebusqué en las teclas hasta que conseguí las voces de Rebeca. Con cuidado lo escribí sobre la segunda línea de pentagramas de la hoja escondida en la edición de la partitura de Para Elisa. Di por terminado el trabajo de ese día.

Ahora había que volver a mirar a la cara a Loli, que me importaba más que saber si volvería Rebeca a verme. No se había puesto el sol en la ciudad cuando salí del estudio, después de borrar las huellas, el sol caía rojo y casi horizontal por entre los edificios de la avenida. Esta vez no caminé, me subí al primer taxi que se detuvo a mi seña, y le pedí que fuera rápido a casa.

No había llegado todavía, y mi ansiedad por terminar el asunto crecía. No voy a adornarme con méritos que no me corresponden, nunca consideré la posibilidad de sincerarme, de contarle lo que había sucedido en el local, así como tampoco tuve la intención, una vez preso de mi curiosidad, de renunciar a la búsqueda de las tonalidades femeninas incontroladas. Buena sigla TFI, para darle un aspecto más científico-técnico al asunto. No lo creía necesario porque no sería amor lo que buscaría en ellas, ni tampoco reemplazar a mi legítima mujer, ni aventuras sexuales.

En algún momento del devenir de las justificaciones, estaba planeando una estrategia y un método eficaces para buscar y clasificar mis hallazgos, y me había olvidado de la ansiedad y de la espera. En eso estaba ocupado cuando regresó Loli.

Tan enfrascado estaba en mi proyecto, que a punto estuve de comentarlo entusiasmado con ella, lo que probablemente habría tenido consecuencias directas sobre el proyecto y sobre mi aspecto físico. Sin embargo, me contuve a tiempo.

No seré yo quien contradiga el saber popular, pero eso de que una mujer intuye cuando su hombre le es infiel, es un invento de mujeres, con la única finalidad de amedrentarnos. Hablo por mi caso particular. Nada hacía sospechar que nada hiciera sospechar a Dolores del acontecimiento. Ni el gesto, ni la mirada, ni los temas de que hablaba, ni la voz. La tarde transcurrió sin sobresaltos, en su orden comida, postre y café, y en paz. El único sobresalto, que estuvo a punto de estropearme la digestión, sobrevino cuando, al café, sonó el teléfono, y era Roberto.

La suerte, aliada injusta, quiso que atendiera ella; de haber atendido yo, me habría traicionado el miedo. Pero atendió ella.

  • Roberto, cómo estás?- escuchaba a dos metros de mí- bien, yo muy bien, gracias…sí, decime… sí… no, yo no sé nada… pero… qué decís?…pero…vos estás seguro, Roberto?… mirá que acusar así, porque sí…mirá, yo tengo mi manera…no, no, te agradezco, pero yo le voy a preguntar personalmente…sí, gracias…chau, hasta mañana.

Sucedía que uno de los compañeros de la agencia de publicidad faltaba desde hacía dos días de la empresa, el mismo tiempo que llevaba desaparecida la carpeta de un proyecto en el que estaban trabajando por esos días. Hasta que supe que la conversación trataba de eso, mi corazón se había trasladado de su lugar habitual, y me latía con fuerza en el cuello. Lo peor del caso fue que, en un principio, Dolores no me lo quería explicar, y su gesto de duda, desde mi perspectiva, no tenía ningún otro origen ni destinatario posible que no fuera yo.

No había contado con este tipo de contrariedades, puramente logísticas, si uno las sabe llevar, pero absolutamente definitivas, si no. Tampoco esto fue suficiente razón para que tomara una decisión contra la anterior.

Fernando Blasco

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