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Al principio, según recuerda, todo era caos, oscuridad. La vida había sido sin ningún día anterior y todos posteriores desde que había llegado él.

Cerrando los ojos y haciendo fuerza hacia dentro, bien adentro, bien al fondo,  pudo ver ante sí como el primer día se hizo la luz. Como se abría un capullo luminoso en sus entrañas que lo inundaba todo.

A cuando estaba él, como vio que era bueno, lo llamó día y a su ausencia, noche.

El segundo día llegaron los paseos al atardecer, y como comenzaban a despertar cucarachas en su tripa.

El tercero; las cenas en sitios que se prometían elegantes y las cucarachas ya correteaban, al día siguiente iban juntos de la mano, sin camino, sin destino, como flotando en el espacio que no estaba ocupado.

Remolcados por un gondolero ciego.

Sin quererlo él fue poniendo nombre de nuevo a todas las cosas, a ella no le gustó demasiado pero tampoco le dio demasiada importancia. Simplemente todo aquello que era volvía a ser de nuevo, pero de otra manera.

El quinto día llegaron los besos y los abrazos, los vellos erizados que arañaban el suelo y lo agrietaban, y por esos huecos bien abajo, muy al fondo, podía verse el infierno donde las almas que nunca habían amado gritaban sin ojos y levantaban los brazos a la luz pidiendo agua.

El sexto, se abrieron las puertas de lo profano.

Y a partir del séptimo día, aquel hombre que tanto la había dado, descansó.

Después la luz quedó reverberando, como un luminoso a punto de fundirse y todo oscureció un poco. Llegaron los meses del hambre en el que los besos los buscaba bajo las alfombras y solo encontraba polvo y caricias muertas, arrugadas. Él parecía buscar algo parecido, pero de otra forma; si algo quería simplemente lo tomaba,  como si anduviera cobrándose una deuda por haber abierto el grifo de la luz.

“Total, pensaba ella, si la luz siempre termina yéndose por el desagüe”.

Tanto la había quitado de repente que una vez, mirándose a un espejo, pudo ver como sus orejas ya no eran suyas, ni sus ojos, ni su boca… y que sobre ella se había posado, como si fuera una mariposa, el gélido rostro de Fausto sonriente cuando ella no miraba.

Con los ojos cosidos y la boca cosida a un rostro cosido conseguía no gritar, finalmente sus orejas también se cosieron para no escuchar los gritos, para no escuchar nada.

Tanto pedía, tanto le exigía, que un día, a falta de más para quitarla, simplemente metió la mano en su pecho y se lo arrancó. Ella, descolgando su labio inferior como si fuese una persiana, vio sin gesto alguno como lo devoraba entre sus dedos sangrientos.

Él se enfadó porque la sangre había manchado sus calcetines.

A partir de ese día nunca más volvió a ser un obstáculo para nadie, pues a través del hueco de su pecho se veía cuanto había tras ella. Para ver algo tan solo valía con asomarse y mirar.

Simplemente andaba y andaba por la calle con su labio descolgado y su pecho vacío.

Su rostro no estaba vacío, pero sus ojos, su boca y sus orejas no eran más que ojos, boca y orejas de muerto. Su aliento mataba a los mosquitos que osaban cruzarse en su camino.

Dicen que era el frío, yo se que fue el amor.

Los días y las nubes fueron pasando sobre ella y ella misma, como aquella luz original que un día poseyó, también se fue apagando.

Seguía caminando entre la gente, con su mismo gesto esculpido en hielo, con su mismo labio descolgado y su mismo hueco en el pecho. Sencillamente que la gente dejó de verla.

Como el labio casi llegaba hasta el suelo, siempre estaba saciada, como su pecho siempre estaba vacío, siempre sentía frío.

Un día de los muchos que se cayeron del calendario un hombre se había levantado sin ganas de ver a nadie y fue por ello que la vio. Vio su labio caído, y el pecho vacío. Algo la preguntó, pero al ver que nada respondía y su gesto no cambiaba la sujetó un momento por el brazo y se puso a buscar algo dentro de la bolsa que llevaba y que hacía un momento le había hecho mucha gracia; era una formidable patata, rugosa y marrón, que parecía había sido hecha por plastilina por un niño intentando hacer un corazón.

Ella sintió como algo la empezaba a doler en el pecho, y su semblante cambió, pero tampoco se puede decir que fuera un gesto agradable.

Comenzó a correr, a correr más, cada vez más lejos.

Y se puso a llorar durante tres días, y después de esos tres días se puso a llorar durante mil quinientas noches.

Su labio se había ido acercando con el paso de los tiempos al resto de la boca, pero como recuerdo había quedado algo colgante y a veces, andando por la calle algún transeúnte atento la aconsejaba que cerrase la boca, que si uno masticaba el aire podía hincharse como un zeppelín.

También podía sentir calor, y cuando esto pasaba la sudaban las palmas de las manos. Por eso, en una ocasión al querer secarlas contra su pecho descubrió, no sin asombro que aquella patata había comenzado a germinar. Al fondo de cada tallo, tímidamente algo parecido a pequeñas florecillas comenzaba a verse.

Se puso a buscar vorazmente a aquel hombre que la había introducido aquello en su pecho, y con su labio que un día colgó casi hasta los pies preguntaba a la gente con la que se topaba: “Oiga ¿usted podría decirme donde se encuentra el hombre que metió esto en mi pecho?” y con todo el orgullo abría la camisa para mostrar su tubérculo germinado. Algunos daban un paso atrás instintivo ante gesto tan obsceno y simplemente la obviaban, otros, los que más lejos estaban de comprenderla, la insultaban y llegaban a empujarla.

Hasta que lo encontró.

Al principio, desprendiéndose de su pasado como quién se quita la ropa sucia, todo era caos, oscuridad, penumbras cargadas de colmillos. La vida había sido un agujero en el pecho y un labio caído hasta el suelo.

Cerrando los ojos y haciendo fuerza hacia fuera, apretando los puños para dar paso a un nuevo yo anclado bien adentro del pellejo, pudo ver como el primer día se hizo la luz. Como el amanecer devoraba la madrugada y nacía el día.

A cuando estaba él, como vio que era bueno, lo llamó día y a su ausencia, noche. Y la noche la traía recuerdos del vacío y de otras noches y de otras vidas. Y de otros sueños que dormían al fondo de las depuradoras, bien al fondo, muy al fondo.

El segundo día llegaron los paseos cerca de las carreteras, fumándose los tubos de escape de los autobuses. En el fondo de su tripa renacían cucarachas, pero más grandes y más blancas. Y sentía un hormigueo en la planta de los pies.

El tercero, a veces sonreía, y a veces él también la sonreía. Al día siguiente los labios estirados disimulaban una horrenda cicatriz que solo ellos no veían, e iban juntos de la mano, sin mirarse, sin sentirse, como dos fantasmas que se sienten seguros de sí mismos por tener alguien a su lado sin saber muy bien si no son ellos mismos superpuestos.  Él siempre callaba, siempre callaba… y andaba como con miedo de romper el silencio a cada paso.

El quinto día las cucarachas blancas ya la recorrían todo el cuerpo, y se la metían por las venas y asomaban por la boca, y la hacían cosquillas detrás de las orejas. Y él, como por algún extraño descuido alguna se comió. Y cuando veían a gente triste gritando al fondo de las alcantarillas se reían de ellos como para no tener que reírse de sí mismos.

El sexto día pidieron permiso para entrar, y poco a poco fueron entrando donde antes ya había pasado alguien. Antes que ellos… dejándolo todo perdido de basura.

Y a partir del séptimo día…

 Rubén Blasco

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