Tyranny o cómo imaginar el mal

Publicado en Por anthropologies
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En una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario.

George Orwell

La lucha eterna del bien contra el mal. Magia, seres mitológicos, reinos místicos y maldiciones. El viaje emancipador del héroe desde el punto más bajo de la escala social —un campesino, un sirviente, un soldado anónimo— en busca de poderes milenarios con los que salvar al mundo de la destrucción.

Los jugadores habituales de rol —ya sea de mesa o como videojuegos— seguramente estén muy familiarizados con estas premisas, porque la inmensa mayoría de los juegos de rol moderno que podemos encontrar beben de las mismas raíces: el periplo del héroe o monomito, definido por Joseph Campbell como un proceso en el que “El héroe se lanza a la aventura desde su mundo cotidiano a regiones de maravillas sobrenaturales; el héroe tropieza con fuerzas fabulosas y acaba obteniendo una victoria decisiva; el héroe regresa de esta misteriosa aventura con el poder de otorgar favores a sus semejantes” (El héroe de las mil caras). Además, en los mundos de fantasía tan habituales en el género, desde Dragones y Mazmorras hasta The Legend of Zelda o The Elder Scrolls, un recurso constante a los principios de la moral cristiana y la mitología indoeuropea, particularmente grecolatina y nórdica, así como la definición de distintos y variados poderes sobrenaturales: magia. El mal en estas historias es, por definición, una parodia, y no suele ser definido más que con unos pocos trazos gruesos: un antiguo hechicero consumido por su deseo de poder, una maldición de la que no existe escapatoria, un demonio que aprovecha cualquier oportunidad para invadir el mundo de los vivos… Como mucho, un amor malogrado, un corazón bondadoso torcido por la mezquindad de otros, un objetivo noble corrompido por métodos cuestionables. En todos los casos, el triunfo del mal implica la destrucción irremediable del mundo: no hay minuto 1 tras la victoria de Sauron.

Estos juegos casi siempre te permiten salvar el “reino” —una región, un país, el mundo entero— de un mal oscuro e inconmensurable; si no lo consigues, si fallas, es game over: fin del juego. No hay nada más allá. La posibilidad de la derrota no está contemplada. Esta es una historia de éxito, una suerte de versión fantástica del sueño americano: levántate de tus cenizas, trabaja muy duro y gana la princesa y la corona. El fracaso no es aceptable.

Pero, ¿qué pasa cuando el mal triunfa?

Es cierto, muchos de estos juegos (Star Wars: Knights of the Old Republic, Fable, Mass Effect, Fallout) ofrecen al protagonista-jugador un camino “malvado”, que no suele ser más que un opuesto binario y radical de la “buena elección”: ¿desactivas la bomba nuclear enterrada en lo profundo de Megaton o vuelas la ciudad entera? ¿Cedes un suero capaz de curar la enfermedad de un pueblo entero y la guardas para ti, aunque carezca de utilidad, simplemente por la diversión de contemplar la agonía de un centenar de personas? La gente que sufre por tus acciones, habitualmente lo hace de una forma absurda e incluso cómica, y la razón suele obvia: establecer una distancia entre el jugador y sus acciones, y permitirle no preocuparse por las consecuencias de estas.

Hay muy pocos juegos que otorguen complejidad a las acciones “malvadas”, y menos aún que se preocupen por las consecuencias del mal. Sin embargo, Tyranny (desarrollado por Obsidian Entertainment, un estudio famoso por sus narrativas profundas y reflexivas desde un punto de vista ético como Knights of the Old Republic 2, Fallout: New Vegas o la serie Pillars of Eternity) toma ese camino y, al hacerlo, crea una experiencia asombrosa, no sólo por la exploración psicológica del propio jugador, que ve una y otra vez comprometidos sus principios morales, sino por la imaginación y el desarrollo de una sociedad profundamente inmoral y, al a vez, pavorosamente verosímil.

En el mundo de Tyranny, inmerso en una versión fantástica de la Edad del Bronce, el mal ha ganado. Como oficial de alto rango en los tribunales del Señor Supremo Kyros, participas y eres testigo de la conquista del último y minúsculo territorio libre, las Cotas. Un año después de la guerra, la región es un avispero de desesperación, violencia y rencor, y los ejércitos de Kyros son incapaces de apagar los últimos fuegos de rebelión. Eres tú, un forjadestinos, a la vez juez y verdugo, quien tendrá que terminar el trabajo sucio: discernir responsabilidades, impartir justicia y completar la conquista. El problema surge cuando los conceptos de «responsabilidad» y «justicia» han sido corrompidos hasta la médula.

En Tyranny, el imperio de Kyros se sostiene a través de tres pilares: la ley, el hierro y la ignorancia. La ley común es implacable y el eje entre lo justo y lo injusto ha sido desplazado de una manera sutil pero venenosa. Lo «justo» en Tyranny no es la famosa balanza entre los buenos y malos actos sino todo aquello que cumpla la voluntad de Kyros, que favorezca a su propio interés o a la cohesión de su imperio. Durante un juicio, Tunon el arconte de justicia, máximo representante de la ley de Kyros y tu inmediato superior, te pide que resuelvas un caso. Una mujer ha matado a dos miembros del Cántico Escarlata —uno de los ejércitos de Kyros—para evitar la violación de otra mujer. Se la juzga por asesinato. Para Tunon, el veredicto es simple: es culpable. Ha matado a dos personas protegidas por la ley de Kyros; ninguna de las mujeres es ciudadana a ojos del Señor Supremo y, por lo tanto, no tienen derechos. No tienen existencia legal como sujetos. Lo único que se puede hacer para salvar a la mujer es llevarla a mentir, a afirmar que su compañera violada pretendía unirse al ejército invasor, lo que le concedería los mismos derechos que este. El ministro de justicia no tolerará ninguna muestra de misericordia, pero sí un tecnicismo legal. Para él, la aplicación de la ley es justa e imparcial: es incapaz ver la parcialidad del contenido. Es una forma de justicia terriblemente injusta, pero su pátina de legalidad le otorga credibilidad, y los habitantes del imperio siguen su lógica aun sin darse cuenta.

El uso del hierro por parte de los ejércitos de Kyros es interesante desde un punto de vista histórico, porque ilustra bien el impacto que pudo tener la irrupción del hierro en las sociedades del bronce. Las aleaciones de bronce, ya sea para fabricar armas o armaduras, requieren de herreros especialistas; de lo contrario, resultarán demasiado blandas. Los ejércitos del bronce son, por tanto, más reducidos: un selecto núcleo de aristócratas armados. Por el contrario, el hierro es más abundante y puede ser producido en masa por forjadores menos cualificados con un resultado igual de letal, convirtiéndose en la bomba nuclear de la Antigüedad: un instrumento terrorífico de dominación militar. Aquí, Tyranny abandona por un momento su propósito y se convierte en una alegoría de la Modernidad: las sociedades «atrasadas» e «inferiores», pre-modernas, son devastadas por el progreso y la industria. Nada puede escapar a su avance.

La ignorancia apuntala la sociedad de Kyros de formas que recuerdan inquietantemente a nuestro mundo. Todo conocimiento arcano es propiedad del Señor Supremo, y sólo puede ser conocido por personas autorizadas. Las ruinas de imperios antiguos —que, quizá, contengan el secreto del ascenso al poder del emperador— tienen el acceso vedado. El propio sexo del Señor Supremo es un misterio: unos afirman que es hombre, otros que es mujer. Su leyenda y el terror que despierta nunca dejan de crecer. La naturaleza de las diversas razas que pueblan el mundo es desconocida y la desconfianza mutua, promovida. Los ciudadanos apenas conocen sus derechos bajo la ley del imperio. El resultado es fácil de prever: una población sometida a los caprichos arbitrarios de un gobernante todopoderoso, incapaz de comprender las razones de su propia miseria y que constantemente descarga las culpas sobre chivos expiatorios: vecinos contra vecinos, xenofobia, envidia, depredación en lugar de cooperación. La solidaridad se convierte en un lujo y la mezquindad en la forma más segura de sobrevivir. ¿Nos suena de algo?

Los ejércitos del Señor Supremo ilustran a la perfección la moral del mundo de Tyranny: los Desfavorecidos y el Cántico Escarlata. Por su parte, el Cántico es una amalgama de psicópatas, desesperados y lunáticos a los que se les ha dado un arma y un objetivo que matar. Pero, ¿cómo llega una persona a convertirse en un asesino desequilibrado? Cuando el Cántico conquista un nuevo pueblo, todos los habitantes son llevados a la plaza. Aquellos que se resisten son ejecutados. Entonces se arrojan unas pocas armas entre la multitud. La orden es clara: asesinar, o ser asesinado. Aquellos que aceptan, recogen las armas y se arrojan a matar a sus propios vecinos, a sus propios padres y hermanos; si sobreviven, son integrados en el Cántico. Es la selección natural de los más sangrientos frente a los más compasivos, condenados a perecer. Es la destrucción de la comunidad, de los lazos familiares y comunales. A partir de ese momento, los supervivientes serán cómplices y agentes de actos inmorales. Cargarán una culpa monstruosa y no podrán librarse de ella. Nunca más podrán defender un estándar moral. Viven mientras todo lo que han conocido muere. Para ellos, sólo queda el Cántico: una horda de desesperación armada. Frente a los Desfavorecidos, que se consideran superiores a los conquistados y los ejecutan sin piedad, el Cántico ofrece una alternativa a la cruda, fría muerte del cuerpo. El coste, sin embargo, es la muerte de la identidad y la muerte de la cultura. Irónicamente, algunos integrantes del Cántico agradecen la oportunidad de formar parte de él: aquellos con instintos homicidas, con rencor hacia sus superiores o sus vecinos son recompensados con la oportunidad de dar rienda suelta a sus agravios. Un joven hechicero asegura, emocionado, lo orgullosos que estarían sus padres de ver lo lejos que ha llegado en la vida… Después de relatar cómo asesinó a esos mis padres para ingresar en el Cántico. Para los integrantes de una sociedad inmoral, la vida no pierde su sentido: sus padres estarían orgullosos de ellos. El Cántico empodera a aquellos que carecen de poder, pero lo hace a su manera violenta y nihilista. Recuerda con facilidad a muchos movimientos populistas de corte xenófobo y violento que prometen «dar a cada uno lo que merece»: make America great again.

Por su parte, los Desfavorecidos son una legión elitista y supremacista de soldados expertos. Defiende los valores contrarios: orden, jerarquía, un rol explícito y definido. Mientras que los integrantes del Cántico están unidos por la culpa, los lazos que unen a los Desfavorecidos son la sangre, la lealtad y el orgullo. Ejecutan sus órdenes sin vacilar, sin preguntar y sin remordimiento. La trampa es que nadie más que ellos y sus familiares pueden entrar en el cuerpo: son una legión de seres superiores. Los soldados conquistados serán ejecutados sin excepciones, y los civiles pasarán a integrar una masa de ciudadanos de segunda clase. La existencia de los Desfavorecidos es un sarcasmo en sí mismo: los valores que los convierten en una unidad formidable —lealtad, compañerismo, ayuda mutua— son instrumentalizados para construir un mundo donde esos valores ya no tendrán cabida. Curiosamente, muchos conquistados los prefieren frente al Cántico: al menos saben qué esperar de ellos, y pueden conservar una sombra de dignidad y auto-realización antes de ser pasados a cuchillo.

Así, en el mundo de Tyranny no hay opción de conservar la vida y la identidad al mismo tiempo. El Cántico ofrece preservar el cuerpo a expensas de la propia humanidad. Confrontar a los Desfavorecidos es conservar la dignidad y la cultura pero perder la vida. El resultado final es, en un nuevo sarcasmo, la paz mundial, la «Paz de Kyros»: la paz de la completa sumisión. La esclavitud, ya sea con cadenas de metal o de silencio.

Porque lo más inquietante de la experiencia proporcionada por Tyranny no es el Señor Supremo, ni sus ejércitos ni su magia —fuera de este artículo han quedado los Edictos, proclamaciones cuyas palabras alteran el propio tejido de la realidad—, ni siquiera la violencia que se ejerce bajo su autoridad. Lo verdaderamente escalofriante es el retrato de un pueblo conquistado que ha dejado de mirar a su alrededor, entumecido por la violencia, la escasez y los problemas personales. Tenderos, campesinos, granjeros, soldados: todos han dejado de preguntarse qué está bien y qué está mal. Aturdidos, se conforman con obedecer y atraer la menor atención posible hacia sí mismos. Como en el experimento social de Stanley Milgram, pulsarían el botón de la descarga eléctrica sin dudar aun escuchando los aullidos de dolor de sus víctimas, con tal de cumplir con la «autoridad competente» y seguir con sus vidas.

El mal, sugiere Tyranny, no es un instante momentáneo de agresión, de violencia o desprecio. No es una conquista ni un señor todopoderoso, ni siquiera una montaña de cadáveres. La verdadera y terrible tiranía es aquella del día a día, de los pequeños actos de la gente común: una cultura que permite el florecimiento de la mezquindad, la envidia y el egoísmo, que premia a los que se conforman o explotan sus normas, por injustas que sean, y castiga a aquellos que pretendan desviarse o alzar la voz contra sus injusticias.

El mal, parece susurrar Tyranny, ya está entre nosotros.

Tyranny and the Language of Power

Miguel Tofiño Vian

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