Soñaba con escribir grandes historias, sobre amores de esos que sólo salen en las películas, sobre aventuras grandiosas y peligrosas en las que el protagonista debe demostrar su valentía, sobre descubrimientos que tienen detrás una trayectoria de superación personal casi épica. Quizá tratara de cubrir con este deseo la falta de emoción que tenía su vida, pero estar condenado en una celda de 3×2 metros durante 20 años ni si quiera le había dejado la posibilidad de tener papel y boli para escribirlas.
Todo el mundo pensaba que utilizaba las máscaras para ocultarse detrás y camuflarse, para no ser ella misma y poder ser otras personas, huir de su propio interior. La mayoría de las veces tenían razón, pero otras le servían para justo lo contrario: sacar partes muy reales de sí misma, tan profundas, que sin la máscara se sentiría desnuda y expuesta; como aquella noche por ejemplo, que se había puesto su antifaz de encaje para poder sacar la puta más lasciva que normalmente controlaba para comerle el coño a Cristina tal y como siempre había soñado.
El traje era auténtico, no como las emociones que le estaba demostrando a ella, pero era parte del plan, si quería conseguir aquel enorme diamante, que en parte pagaría el traje, no tenía más remedio que pasar por la cama de aquella vieja arrugada.
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