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Al hablar de patrimonio todos solemos imaginarnos aquellos monumentos y tesoros emblemáticos de nuestras ciudades, pueblos o países. En ellos se proyectan los discursos y el orgullo patrio colmatados de palabras biensonantes hacia un pasado “glorioso” o hacia símbolos de identidad que apelan a los sentimientos más primarios de seguridad colectiva. Pero, ¿qué diferencia hay entre las chabolas de los años 60 madrileñas y sus moradores dedicados a la obra e industria de la época y los castros leoneses durante dominio romano que trabajaban en la extracción de mineral? Y, ante todo, ¿quién elige nuestra historia y falsifica la memoria?

Hace poco, en una conversación con un buen amigo después de haber subido de una imagen a sus RR.SS., le escribía asertivo «eso es arqueología industrial, tú». La fotografía en cuestión se trataba de un descampado colmatado de escombros conectado por un antiguo puente que se sostenía por encima de una de las infinitas carreteras que conforman la maraña radial madrileña. Él me respondió, desde su inabarcable sabiduría de los parajes geográficos de la urbe, que se trataba de un antiguo pobladito chabolista que existía cerca de Pitis –Pitis-La Quinta– (sic), «que por eso Pitis era lo que era […] Ramón, nuestro Ramón el Vanidoso venía de ahí cuando se cruzó con Callejeros». Para los que no se acuerden o no lo sepan, Ramón el Vanidoso es uno de tantos personajes ilustres que ha ofrecido a nuestro imaginería colectiva un recurso para la sorna y el chascarrillo, fruto de una cultura televisiva alimentada por programas amarillistas que se nutren, a su vez, de ofrecer a la audiencia aquella diversidad “hilarante” de la extrema pobreza que pueblan los bajos fondos de la “España Salvaje”; viralidad patria que nos enseña, siempre desde la superficialidad del show, el contraste entre los ambientes más azotados por la miseria, en este caso de la realidad madrileña, y la vanidad de querer vestir de Emilio Tucci. Todo ello sin pararnos a analizar el paisaje, el entorno socieconómico o la profundidad compleja de aquello que algún día pueda estar sujeto a ser intervenido mediante metodología arqueológica y formar parte de un patrimonio arqueológico-histórico y cultural. Pero, ¿en qué momento se puede convertir una barriada o un poblado chabolista en patrimonio histórico y arqueológico cuando estas materialidades generan a los poderosos, y opinión pública per se, una animadversión resultante de una subyacente aporofobia que fomenta los procesos de desmemoria? ¿Dónde comienza el pasado si el presente es irrefrenable? ¿Por qué muchos se empeñan en resaltar lo monumental y estético con cierto orgullo cuando, por otro lado, ven a las profesionales del patrimonio como un obstáculo para el avance hacia el futuro malamente conocido como “progreso”? Y, sobre todo, ¿qué es el patrimonio?

Al hilo de estos interrogantes, Amalia Pérez-Juez nos introduce, con una lucidez brillante, en sus propias reflexiones:

«Jamás nos cuestionaríamos si vale la pena conservar las casas de las personas que trabajaban en las piscifactorías de Baelo Claudia, o la de los sirvientes del califa de Medina Azahara, o incluso las barriadas de esclavos de Tell El-Amarna, en Egipto. Tales construcciones, aún a pesar de su falta de calidad, son el reflejo de una determinada forma de vida y, por tanto, se les ha conferido un valor patrimonial que las convierte en susceptibles de protección. Pero también las chabolas son el reflejo de una determinada forma de vida y decidimos no dejar huella material de su existencia.» (2006: 24)

Para comenzar y atajar todas esas vicisitudes planteadas en forma de preguntas que giran alrededor de aspectos patrimoniales, es necesario intentar sintetizar el complejo significado de “patrimonio”. Si acudimos a la etimología de la palabra, nuestro vocablo proviene de latín patrimonium, es decir, «conjunto de bienes familiares, generalmente raíces, que son de titularidad jurídica de un jefe de familia, herencia, dote» (Corominas y Pascual, Vol. IV, 1997). Existen dos términos léxicos en ella que son pater (padre, constructo social patriarcal del jefe de familia) y -monium (sufijo que indica un acto propiamente jurídico o religioso-ritual). Al sumergirnos en las estructuras profundas de la palabra se pone de manifiesto en la terminología una serie de conceptos clave hipernormalizados dentro de nuestras sociedades complejas y extremadamente estratificadas: la propiedad privada, la herencia, el valor económico y/o la jurisprudencia, es decir, la legitimación del padre (bien sea Estado, bien sea cualquier deidad, a través del orden y la ley) sobre sus pertenencias –materiales e inmateriales–; la herencia de un privilegio, la mercantilización y el poder, tanto económico como político-jurídico, de la familia y de la sociedad. Por lo tanto, la “prehistoria” del patrimonio siempre ha respondido a un interés de riqueza individual de personajes que ostentaban el poder, o bien reproduciéndose estos comportamientos en escalas más reducidas producto de unas marcadas tendencias legitimadas por una amplia diversidad de aparatos fácticos, morales y culturales.

En el caso actual, el patrimonio histórico-arqueológico tiene para nosotros un significado plenamente colectivo, pero no exento de la contorsión de una amplia gama de espectros e ideas. En la mayoría de las ocasiones atienden a las necesidades económicas del sistema capitalista en aras del mitificado progreso –como puede ser la demanda del turismo cultural y/o, en su defecto, como recurso político–, traduciéndose en el impulso de determinados proyectos de conservación, gestión y documentación, mientras que otros tantos son condenados a una muerte agónica por la dejadez y el deterioro que le sigue, que no es sino la antesala del olvido. Si bien esto último nos da entender una insensibilidad supina por el patrimonio, a mi juicio, puede haber algo peor: auténticas aberraciones diacrónicas como, por ejemplo, la reformulación de la antigua fábrica abandonada de Boetticher en el distrito sur de Villaverde, Madrid, ahora convertida en un espacio kitsch para el desarrollo del emprendimiento y conocida como La N@ve.

Opiniones aparte, podemos ver que con todo ello avanza el subsiguiente desprecio a las y los profesionales del patrimonio histórico-arqueológico y cultural que, como tantas veces ocurre, son acusadas, en el caso de las intervenciones arqueológicas, de desfavorecer ese “progreso”, que ha sido construido desde el discurso neoliberal, por retrasar obras o, incluso, llegar a pararlas. Del mismo modo, observamos cómo se denigran otras tantas profesiones que orbitan en torno al patrimonio, como en el caso de las y los restauradores con sucesos tales el Ecce Homo de Borjaentre tantos otros en los últimos años, las conocidas trabas a proyectos y Asociaciones de Memoria Histórica y dificultades de acceso a los archivos oficiales a investigadoras e historiadores desde los aparatos hegemónicos políticos-estatales o auténticas controversias con expertos arqueólogos por confrontar desde la investigación el reclamo identitario celta del territorio galaico nacido en el s. XIX.

Si nos paramos detenidamente a lo que hemos desarrollado con anterioridad, vemos que existe un conflicto coyuntural: la relación entre pasado, presente y futuro se confronta de facto (y de iure en muchas ocasiones) en las líneas de la acción política, el discurso y todo lo que deriva de este último, al que se suman el conjunto de circunstancias de un presente abstracto dentro de la sociedad en la que nos movemos. El pasado acaba por servir a unos intereses que se justifican desde un corpus de leyes y clasificaciones patrimoniales, sujeto a ser manipulado en esa suerte de falsificaciones o “medias verdades” que distorsionan la realidad histórica y la someten a unos intereses presentes en pro de un futuro ya construido en su relato donde la pobreza inmediata no tiene cabida. Un “progreso” que acaba por resignificarse como adalid urbanístico que pone fin a la miseria y el chabolismo, algo que, de lo contrario, trae consigo aún más pobreza mediante la especulación y la destrucción de familias, ecosistemas y patrimonio por igual.

Como bien señalaban nuestros compañeros que escribieron la pasada Nube de abril , «nos corresponde, tal vez, a los que vivimos en este preciso momento, desde la perspectiva técnica que nos dan las herramientas de las ciencias sociales, derribar determinados mitos sobre los que se basan determinados idearios imperantes y sucesos concretos que nos llevan al añorar el «cualquier tiempo pasado fue mejor». Muchos de estos episodios, no olvidemos, más cercanos a la publicidad política que a la descripción histórica.» A lo que añadimos que muchos avances respecto a nuestra materia son, de una manera u otra, capados por la paradoja del “progreso” de un sistema que, en la mayoría de circunstancias, impide ese mismo avance. Un avance que nos retrotrae a tiempos más difíciles, llenos de casas vacías y miedo. Porque el pasado no es sino otra forma de mirarnos y aprender de nuestros errores; una función crítica para el presente que sirva para construir un futuro en el que valga la pena vivir y donde los miserables no puedan falsificar el tiempo ni especular con nuestras vidas.

Álex García

Álex García

Referencias

BALLART, J. (1997): El patrimonio histórico y arqueológico: valor y uso, ed. Ariel, Barcelona.

LLULL, J. (2005): «Evolución del concepto y de la significación social del patrimonio cultural», Arte, Individuo y Sociedad, 17, Universidad de Alcalá, Madrid, pp. 175-204.

PÉREZ-JUEZ, A. (2006): Gestión del patrimonio arqueológico. El yacimiento como recursos turístico, ed. Ariel, Barcelona

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