Castración, eviración, emasculación, capadura… palabras que, más allá de nuestros animales domésticos, difícilmente podemos imaginar asociadas al ser humano. Pero intentémoslo, y si descartamos a los ficticios Varys y Gusano Gris de ‘Juego de Tronos’, probablemente acudan a nuestra mente dos imágenes icónicas: el vigilante del harén oriental, y el cantante castrato italiano. En este texto ahondaremos en la vinculación entre los eunucos y la música en la Europa meridional de la Edad Contemporánea, prestando especial atención a quienes fueron, con dudoso honor, sus pioneros: los capones de las iglesias españolas.
Atendiendo al periodista y escritor José Antonio Díaz Sáez en su obra de 2014 ‘Eunucos’ [1], el eunuquismo ha sido -y sigue siendo, hoy día- un fenómeno multigeográfico y transhistórico (p.340), pese a que nos parezca envuelto en un aura de misterio y mito. Y aunque las primeras funciones y profesiones a las que se dedicaron los varones castrados fueron otras, existen evidencias de cantantes eunucos en Sumeria, la antigua China, el Hiyaz de Mahoma o Bizancio, donde ya se decía que sus voces eran más propias de ángeles que de hombres o mujeres. Las voces angelicales fueron un creciente objeto de interés para la iglesia católica española, estando documentada la presencia de niños cantores -sin capar- ya en los siglos XII y XIII (p.325). Estos coros de niños estaban a cargo de eclesiásticos, remunerados para alojarles, vestirles, alimentarles y enseñarles habilidades de lectoescritura y canto (pp.325-326).
Sin embargo, estos cantores acarreaban un problema evidente: su timbre, “más puro y armonioso que la voz femenina”, cambiaba al llegarles la pubertad. Para no tener que despedir y contratar sucesivamente nuevos cantantes, la iglesia buscó una solución más rentable: mutilarlos (p.326). ¿Por qué? Tal y como nos señala Ángel Medina Álvarez, musicólogo de la Universidad de Oviedo, en su Introducción a ‘Ciclo de miércoles: Castrati’ de 2013 [2], un niño castrado antes de la pubertad experimenta una importante falta de testosterona, que se fabrica en los testículos. Además de la esterilización y la falta de vello, entre las consecuencias de esta intervención se encuentra el detenimiento del crecimiento de la laringe, que no solo se mantiene pequeña, sino que no desciende como haría en un hombre no castrado. El tórax de un adolescente castrado sí sigue desarrollándose, a veces incluso de forma más abombada y amplia de lo habitual. Como resultado, quedan la voz aguda y ágil de un niño con el volumen y la resonancia de un tórax adulto (pp.8-9).
Siendo así, y volviendo a José Antonio Díaz Sáez, la castración de niños se dispara a partir del siglo XV, momento en que se ponen de moda nuevas prácticas polifónicas en la liturgia católica, necesitándose voces de tiple -agudas- que, dado que el apóstol Pablo prohíbe a las mujeres hablar en la congregación, solo pueden proporcionar los falsetistas -hombres especializados en cantar en tono agudo- o los virtuosos varones castrados, que se convirtieron en la opción favorita. España es el primer país europeo que incorpora a sus iglesias niños caponados para tal fin, existiendo registros de 1506 en la Catedral de Burgos, y extendiéndose pronto hasta Granada, Oviedo, Tarragona… (p.326), así como a los territorios españoles en América, que también disponen y demandan nuevos capones desde 1572 (pp.327), y hasta Canarias y Portugal al menos desde 1589 (p.328). El fenómeno desborda nuestras fronteras y alcanza también, aunque de manera más puntual, la corte de Baviera en 1569, la Francia de Luis XIII o la Alemania de 1772 (p.341). Ha nacido así la categoría profesional del ‘capón’ español, que será una realidad social desde el siglo XVI al XIX (p.326), siendo ya a finales del XVI, en 1590, cuando se funda el primer Colegio de Niños de Coro, que admitiendo tanto niños ‘enteros’ como castrados, prefería claramente los segundos. Dichos colegios fueron provistos de “caponcillos cantores” que en gran parte procedían de zonas rurales, donde muchas familias empobrecidas, esperanzadas por el dinero que la música ofrecía, llevaban a sus hijos a barberos, hernistas o capadores de cerdos itinerantes, que, sin competencias médicas demostrables, les mutilaban con la excusa de librarles de supuestas hernias (p.327).
A lo largo del siglo XVII se abre la polémica entre los intelectuales, médicos y literatos en torno a las habilidades y los desméritos de los eunucos, ya extendidos por toda la geografía española y su imaginario popular -la mayoría de las veces como objetos de burla- (p.331). El mencionado Ángel Medina Álvarez, en su texto de 1998 ‘Los atributos del capón’ [3], refleja cómo los capones, ya en 1600, son tildados de afeminados, lascivos, vanidosos, superficiales, glotones, malolientes, envidiosos, avaros, traidores y deshonestos (p.16). Concretamente, la ambigüedad de su género preocupó a muchos autores. Considerados andróginos, hermafroditas o un tercer género, se duda incluso de su naturaleza humana y se les considera cercanos a los ángeles -que cantan, son asexuales y carecen de barba-, pero también a los ángeles caídos (pp.19-20).
Según nos señala José Antonio Díaz Sáez, no será hasta el siglo XVIII cuando la figura del capón comience a ennoblecerse, al italianizarse y cambiar de nombre, con la llegada de Carlo Broschi (1705-1782), más conocido como el castrato Farinelli (p.332). Castrado en 1714 con nueve años, según dicen por voluntad propia para preservar su voz, su deslumbrante carrera le llevó a Nápoles, Roma, Viena y Londres, donde en 1734 el embajador español le invita a la Corte de La Granja. Allí, durante diez años, cantará cada noche para curar la demencia del rey Felipe V, que le nombra su primer ministro (p.332). Igualmente, Fernando VI le consideró un amigo íntimo y le dejó ejercer no solo como músico sino como esteta y animador de la corte, haciéndose famoso por sus excentricidades (pp.332-333). Pero las muertes, ceses y enfermedades de sus mecenas supusieron la caída de Farinelli, que, sin trabajo, es expulsado de la corte y se traslada a Bolonia, donde muere desvalido y triste en 1782 (p.334). Cabe señalar que la admiración que disfrutaban los castrati durante su carrera profesional se tornaba desprecio en su vejez, cuando abundaban las burlas por el sobrepeso de los emasculados, la ridiculez de su voz en relación a sus cuerpos, y su falta de hombría (p.338).
El siglo XVIII, a la vez que presencia el auge de los castrati en Italia, trae el declive del caponado a España, que alrededor de 1783 comienza a castigar penalmente, con prisión y envío al ejército, a los abusivos hernistas y capadores ilegales. Finalmente, en 1828, se excluye a los capones de las plazas para niños cantores de la Real Capilla, falleciendo su último capón contratado a los sesenta y un años, en 1880, y poniendo fin a los trescientos sesenta y cinco años de los cantantes evirados españoles, que comenzaron a ejercer al menos medio siglo antes que los castrati. En Italia, los dos primeros cantantes emasculados de los que se tiene constancia datan de 1599, fecha en que, a pesar de la prohibición de la castración vigente en la época -bajo pena de muerte-, agradan al papa Clemente VII y son admitidos en Roma, desplazando a los falsetistas españoles que trabajaban en el coro de la Capilla Sixtina (p.334). En 1600 se incorporan también, de forma novedosa y exitosa, dos castrati con papeles femeninos a la ópera. Al desarrollo de su carrera artística ayudó que en 1688 el papa Clemente IX prohibiese el ejercicio profesional de la canción a las mujeres, de modo que fueron sustituidas por castrati en el teatro barroco. Además, los castrati resultaban más rentables que las mujeres, porque su formación vocal podía comenzar hasta diez años antes que la de las muchachas, las cuales debían esperar a la fijación de su voz al final de la pubertad (pp.334-335).
Como en España, el fenómeno de la castración musical en Italia se alimenta fundamentalmente de niños de familias pobres. El campesinado de los estados pontificios proporciona infantes a la Capilla Sixtina desde finales del siglo XVI, siendo Roma la principal contratista de castrati y contando sus capillas con cien castrados en 1694 y más del doble en 1780 (p.335), además de los que trabajaban en los cuarenta teatros y óperas de la Ciudad Santa, donde, representando papeles femeninos, eran admirados, elevados a la categoría de estrellas, y también muy deseados sexualmente por su ambigüedad (p.337). Tras Roma, la paupérrima -y de enorme herencia española- Nápoles era la segunda ciudad líder en producir castrati. De hecho, a comienzos del siglo XVII, fue el primer estado en autorizar la castración de niños a las familias campesinas de más de cuatro hijxs, vendidos a ambiciosos empresarios y profesores de canto (p.335).
Por ello, de los conservatorios napolitanos -creados en el siglo XVI como centros para acoger a niños huérfanos– proceden la mayoría de los más de cuatro mil infantes que se castraron en Italia en el siglo XVIII -formándose en uno de estos conservatorios, el Poveri di Gesù Cristo, el compositor Nicola Porpora, maestro de Farinelli-. En estos conservatorios se instruía vocal y musicalmente a todos los niños, y al concluir dicha formación, los que eran considerados aptos para la canción eran conducidos a los centros de castración. Allí se les administraba opio, se les inducía el coma comprimiéndoles la arteria carótida, y se les sumergía en leche -para ablandar sus genitales- o hielo -para insensibilizarlos-. Después se les practicaba una vasectomía, seguida de la atrofia de los testículos mediante su corte parcial, su compresión, su torsión, y a veces la eliminación del escroto -intervenciones que no siempre lograban la esterilización completa- (p.336). No debemos tampoco olvidar que, aunque la operación resultase exitosa, no todos los castrati alcanzaban la fama y la excelencia: en estos casos, eran condenados a una vida precaria y de penurias, que con suerte los llevaría de nuevo a las iglesias como músicos, y sin suerte, a vagabundear por Roma, bien pidiendo limosna tras actuar en estridentes coros de mendigos, o bien prostituyéndose (p.339).
El siglo XIX, con la llegada de las corrientes musicales del Romanticismo y su apuesta por la falta de artificio, es testigo de la caída de los castrati, que ya no llenan teatros, no son llamados a las cortes y no hacen llorar a los músicos de las orquestas con su virtuosismo (p.338). La Capilla Sixtina, cuna de los cantantes eunucos, fue también el fin profesional de los castrati, expulsados de la música sacra por Pío X en 1903. Sin embargo, es gracias al último castrato del siglo XX, Alessandro Moreschi (1858-1922), que pudo registrarse y conservarse una sola voz de cantante eunuco: los discos que grabó en 1902 y 1904 constituyen el único testimonio que ha llegado a nuestros días de estas voces angelicales (p.339) y de esta manifestación artística del pasado… que por suerte, hoy día está parcialmente disponible desde YouTube [4].
Referencias
- Díaz Sáez, José Antonio (2014). ‘Capones y castrati: las voces angelicales’, en ‘Eunucos. Historia universal de los castrados y su influencia en las civilizaciones de todos los tiempos’, Ed. Almuzara, Córdoba, pp.325-339
- Medina Álvarez, Ángel (2013). ‘Introducción’, en ‘Ciclo de miércoles: Castrati’, mayo 2013, Ed. Fundación Juan March, Madrid, pp.6-14. Consultado en https://recursos.march.es/culturales/documentos/conciertos/cc948.pdf a fecha 19/05/2019
- Medina Álvarez, Ángel (1998). ‘Los atributos del capón’, en Revista Internacional ‘Música Oral del Sur’, nº3, Actas del Primer Coloquio “Antropología y Música. Diálogos 1”, Ed. Junta de Andalucía, Consejería de Cultura, Granada, pp.9-29. Consultado en http://www.centrodedocumentacionmusicaldeandalucia.es/export/sites/default/publicaciones/pdfs/atributos-capon.pdf a fecha 19/05/2019
- Para una muestra, visitar https://www.youtube.com/watch?v=HbV6PGAWaIU
IMÁGENES:
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