De la utopía del instante congelado de los nacionalismos

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Jamás, aún a sabiendas del problema que entraña este palabro, entenderé el nacionalismo político. Este, tan arraigado a territorios y lugares concretos, parece no ser tan escrupuloso con los tiempos en los que se circunscribe.
Trataré de explicarme: este territorio (puede ser cualquiera), cuna de la nación a reivindicar, ocupa tan solo un instante. Una gota minúscula de lluvia en la inmensidad de la eternidad de los tiempos. Concretamente al preciso instante en que dicha nación gozaba de su máximo esplendor espacial. Ya sea este la una y cuarto del tres de marzo del año 1436 o todo el otoño de 1940 tras dejar el paso de los nazis un páramo desértico.
Me refiero al hecho de que la perdurabilidad temporal de este instante congelado (como si en algún momento hubiera permanecido anclado a algo perdurable) es inversamente proporcional a la máxima expresión territorial de la nación (siendo, precisamente, el caso contrario el que más ha perdurado a lo largo del tiempo y casi siempre el que ocupa la época actual).
Por ello precisamente se hace alarde del tal mengano (un noble cuya nacionalidad él mismo desconocía, algo así como sucede con los profetas) que conquistó un gran número de kilómetros (como si los mongoles hubieran llegado a Bagdad por nacionalismo o proxelitismo), o mejor dicho: al gran número de personas que ocupaban ese terreno para cobrarles impuestos (en el mejor de los casos) y de este modo expandir el engullante modo de vida de tal familia, o de tal clan. Pero jamás se recuerda que una vez se formó parte de otra nacionalidad (lo que suele suceder en la mayoría de los casos salvo contadas excepciones) en el preciso instante (congelado también) en el que esta gozaba de su máxima extensión.
Por no hablar de la paradoja de «los nenúfares repartiéndose el estanque» (algo que también podría servir para definir el capitalismo más expansionista siempre y cuando no resulte imposible distinguirlo del nacionalismo). Entremos en materia; ubiquémonos por un instante en un estanque imaginario (cuya extensión lo más triste de todo es que no importa demasiado como no tardaremos en comprobar) sobre cuya superficie habrán de colocarse, y repartirse, un número de nenúfares (como sucede con la extensión del agua, tampoco importa precisamente su número siendo el mínimo un par de ellos, y complicando aún más las cosas cuantos más haya). Aún siendo suficiente el estanque para que cada nenúfar ocupe su lugar estos no tardarán en superponerse los unos sobre los otros amparándose en el yo llegué primero (coincidiendo probablemente con el lugar en el que más da el sol, nunca se llega primero a la sombra) u otros malabares dialécticos con el fin de justificar la parte de pastel.
Siempre y cuando sean nacionalistas aquellos que se encarguen de colocarlos.
Y luego los utopistas son aquellos cuyas premisas se basan en vivir la vida expulsando de ella todo aquello que no es vida (incluido lo que más les duele de todo: el mercantilismo). Manda cojones, con perdón.
Es por ello que jamás no entenderé el nacionalismo cultural.

 

Feliz martes.

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