Para las personas de los pueblos donde las narraciones mitológicas son fundamento para la socialización de los sujetos, los mitos son verdad. Pero eso no quiere decir que crean que los personajes que los protagonizan sean reales. Que puedan, por ejemplo, encontrarse con Artemisa una noche cazando en el bosque. Eso tiene que ver más con el pensamiento religioso que con el mitológico. Son verdad de la misma manera que lo que viven otros es, para nosotros, sueño. Y que lo que vivimos nosotros, sólo el ahora mismo es real, y como ya pasó, también es sueño. Sueño y relato. Y si ese relato lo mantenemos vivo entre todos será mito. Las historias que leemos, o nos contamos, las que nos afectan de manera íntima sin saber muy bien porqué, tienen la extraña cualidad de expandirse en y a través de nosotros. La obra salta por los aires para crecer e iluminar la vida de maneras insospechadas. Hacía muchos años que no leía a Tolkien y ahora que he vuelto a hacerlo, me he llevado alguna sorpresa. El Señor de los anillos leído desde la madurez, como ocurre con cualquier obra, ha resonado en mí de manera muy distinta. La aventura que tanto me emocionó en la adolescencia ahora me resulta tediosa. Las muchas canciones y poemas que en esas primeras lecturas terminaba por saltármelos, hoy entiendo su sentido, su necesidad formal para un texto que tiene, y este es a mi modo de ver el verdadero valor literario de Tolkien, un pie en la modernidad y otro en la posmodernidad. Aparte de páginas memorables, como aquella primera descripción de la afilada impenetrabilidad de Mordor, cuando Frodo y Sam dejaban atrás la ciénaga de los muertos, es el comienzo de la historia, una sugerente descripción de los hobbits, casi etnográfica, y esa errática salida de la infancia que supone la marcha de la Comarca hasta llegar a Bree, lo que me parece más valioso de la obra. Hasta el punto que estuve inquieto parte del verano imaginando posibles relatos que justificaran la relación entre Maggot y Tom Bombadil ¿Qué tiene la obra de Tolkien para que, incluso a mí que no me entusiasma, me haya arrastrado a esa inquietud? ¿Son las obras sobre la Tierra Media, desde libros a productos audiovisuales, solo relatos de fantasía, o se han articulado en el imaginario colectivo como una suerte de mitología posmoderna?
No es posible estudiar, por tanto comprender, las religiones y los mitos de un pueblo, abstraídos de su realidad social y cultural. La erudición de estudios clásicos como los de Müller, Frazer o Eliade, aunque valiosos, no nos enseñan nada de la práctica mitológica. Porque la religión y la mitología siempre son una práctica articulada con la política, la economía, los sistemas de parentesco, la relación con el entorno, la alimentación, la tecnología, la moral y el ocio, entre muchas otras cosas, de un pueblo. Si la compilación, exégesis y comparación de narraciones míticas no tienen en cuenta todo esto, es poco más que teología. Cuando Mircea Eliade en el capítulo sexto referido a las religiones hititas y cananeas, del primer tomo de su Historia de las creencias y las ideas religiosas, en El dios que desaparece interpreta la historia de Telepinu, no nos está enseñando nada de la mitología hitita, está creándola. Es decir, Telepinu no es un personaje del mito para la sociedad hitita, es uno para la sociedad de Eliade. Mitología académica que manipula la poca información que tenemos de esos pueblos para crearse.
Los mitos siempre han sido la herramienta cognitiva más eficaz que tienen las comunidades humanas para hacer inteligible el mundo en el que viven. Lo que escribieron Homero, Viasa (en el caso de que existieran), Hesíodo u Ovidio sólo pueden ser mitos si un pueblo no cesa de reinterpretarlos. Y serán mitos de ese pueblo, no de los antiguos griegos, romanos o indios. Un mito es un ser vivo, continuamente se adapta y cambia según las necesidades de la comunidad. Esas creaciones que tanto apreciamos se han convertido con el tiempo en obras poéticas y literarias, no se sabe en qué medida basadas en mitos anteriores o creados por la imaginación del autor, que rehabilitamos sin cesar para entender nuestro mundo. Lo que eran sus mitos para aquellas comunidades, tan remotas en el tiempo, es inaccesible para nosotros. En nuestro intento de interpretación lo que conseguimos es crear un mito para el mundo en que vivimos. Incluso el literalismo, propio de algunas sectas protestantes, no deja de ser una interpretación más en la que se hace una enmienda a la totalidad al presente, provisional por definición, del que resultan comunidades viviendo el espejismo de un tiempo que jamás existió. Un intento vano por evitar que el mito se les escape por las costuras del texto. Al contrario de lo que sucede en las tradiciones orales (donde los mitos son fundamento) una vez fijado el relato en un texto se hace difícil que la cualidad adaptativa del mito se articule. La reinvención pasa entonces a ser una “repetición laboriosa”, que era el origen etimológico que Cicerón atribuyó a la palabra Religión (religare).
Pero por mucho que haya quien intente esclerotizar, secuestrar o controlar un relato, el mito se abre camino.
¿Cómo funcionan entonces los mitos en una sociedad tan compleja como la nuestra? ¿El ser humano moderno y posmoderno se ha servido, o se sirve, de la reelaboración de mitos? En su uso vulgar la propia palabra parece haber derivado a un sinónimo de ficción o falsedad. Recuerdo hace años acudir a una representación del Rey Lear donde el escenógrafo Calixto Bieito situaba la acción en un régimen dictatorial contemporáneo. Godard ya había hecho una extravagante adaptación cinematográfica. Dos años antes Kurosawa dirigió la magistral Ran. Pero es que la obra de Shakespeare ya era una teatralización de una historia atribuida a Godofredo Monmouth. Kurosawa necesitó hacer suya la historia y adaptarla a un contexto cultural concreto para enriquecerlo. Pero es que además, de vuelta, regala a la obra que le inspiró una fuerza rejuvenecida que la hace más perdurable si cabe. El mito nos muestra así su virtud. No son sólo la concatenación de versiones inspiradas las que liberan al mito. Somos los lectores y espectadores al pensarlas, sentirlas y contarlas desde nuestra vida, las que desanudamos el hatillo de la obra para mitificarla. La cualidad mítica siempre va a orquestar una traición a la literalidad de la obra para que sobreviva. Y siempre se sale con la suya.
Los Simpson y Bob Esponja son dos ejemplos perfectos para comprender cómo se articulan en la práctica los relatos míticos en las sociedades posmodernas. Continuamente sabotean su coherencia narrativa para poder contar cualquier cosa. No existe un antes o un después en el tiempo. No hay más continuidad entre un capítulo y otro que el conocimiento básico de los personajes y espacios; es incluso necesario que no la haya. En un capítulo los protagonistas pueden acabar convertidos en ceniza, después de una absurda fiesta bajo gigantescas lámparas de rayos ultravioleta y al siguiente, pasar el día en un parque de atracciones llamado “El mundo del Guante”. A la mayoría no nos importan demasiado Aquiles, Niobe o Arjuna. En cambio Homer, Patricio, Marge o la Señora Puff se armonizan con nuestra vida de una manera profunda que va mucho más allá que el mero entretenimiento. Los protagonistas de los mitos más que temibles o heroicos seres sobrenaturales, son familiares a los que les suceden cosas en mundos atemporales. Tenemos la idea de que los mitos pertenecen al ámbito de la superstición, pero no nos acercamos a las aventuras de Bob Esponja o Los Simpson de manera muy distinta a la que lo hacían y hacen otros pueblos a sus mitos. No es una provocación, ni una superficialidad, al contrario, Bob Esponja es igual de valioso que Odiseo.
El mito es por tanto una construcción colectiva. Como espectadores, oyentes o lectores que interpretan, o como narradores que lo recrean. En un artículo memorable llamado Shakespeare en la selva, la antropóloga Laura Bohannan relata la experiencia que tuvo con los Tiv, de África occidental, cuando intentó contarles la historia de Hamlet. Bohannan escribe sobre los Tiv: “Contar historias es entre ellos un arte para el que se necesita habilidad; son muy exigentes, y la audiencia, crítica, hace oír su parecer”i. Durante la lectura del artículo vemos cómo la antropóloga se desespera tratando de avanzar en el relato. Continuamente interrumpida por unos oyentes que no paran de corregirla; intentando interpretar lo que escuchan. Mientras que Bohannan creía que Hamlet es una obra cerrada y que contiene verdades universalmente accesibles para cualquiera que la escuchara, independientemente de su cultura, para los Tiv un relato está vivo y necesita la deliberación colectiva para tener y dar sentido. Debe reconstruirse desde la red de significados propios de su cultura. Rendida ya a la evidencia, acabada la tragedia del príncipe danés, sólo quedaba escuchar la sentencia de un anciano: «Alguna vez has de contarnos más historias de tu país. Nosotros, que somos ya ancianos, te instruiremos sobre su verdadero significado, de modo que cuando vuelvas a tu tierra tus mayores vean que no has estado sentada en medio de la selva, sino entre gente que sabe cosas y que te ha enseñado con sabiduría».
Podría decirse que la obra de Tolkien es excepcional por ser la única no religiosa para lectores de “un solo libro” y de la que se realizan exégesis más allá de la experticia académica. No creo que exista una obra literaria más releída que El Señor de los Anillos. No lo he comprobado, pero cuentan que Tolkien pretendía crear una mitología para su nación, a la manera en que Virgilio compuso La Eneida como mito fundacional para la joven Roma imperial. El heredero de Tolkien, su hijo Christopher, compiló en El Silmarillion los textos acerca de la Cosmogonía e historia de las edades de la Tierra Media que su padre le legó y que, a su juicio, podían guardar una coherencia discursiva con los libros ya publicados en vida del autor. Pero ni el padre consiguió el propósito de crear una mitología al escribirlo, si alguna vez lo tuvo (me cuesta trabajo creer que tuviera tal ambición o ingenuidad), ni el hijo al editarlo. Somos nosotros, al interpretar colectivamente una y otra vez, bien sea leyéndolo, contándolo o creando series de televisión y películas inspiradas en sus relatos, los que mitificamos. Nadie puede dudar que el caso de Tolkien es especial. Será difícil encontrar una Sociedad Faulkner en cada país surgida de la inquietud de sus lectores, o un canal de youtube exclusivamente dedicado a Tolstoi o a Proust, pero de Tolkien en cambio, hay decenas en todos los idiomas. La mayor parte de ellos dedicados a la divulgación de la obra mediante resúmenes elaborados sobre las historias, personajes, geografías, fauna, pueblos, objetos, teogonías, etc. los hay que realizan profundas y muy meritorias interpretaciones a la “fenomenológica”, como si fueran textos sagrados y su lectura propiciara algún tipo de experiencia numinosa. Todos estos hermeneutas, cuentacuentos como los ancianos Tiv, no están interpretando la mitología de Tolkien, están creándola, y no una de la Tierra Media, sino una mitología para su propio mundo, reelaborándola sin cesar. La virtud heurística del mito se muestra clara en la reciente serie de televisión Los Anillos de Poder. En ella se ejemplifica esta necesidad por aprehender el sentido de nuestra humanidad contándonos relatos preñados de personajes y temas conocidos. Lo sorprendente ha sido la cruzada de los neo-literalistas. Estos prefieren disecar la obra en la postura y gesto con el que la imaginaron y permitir que muera apolillada antes de que se expanda, siempre vital, joven e incontrolada, sobre las alas incansables del mito…
«El joven Mantecona apareció en la linde del bosque viejo. Justo tras él, Maggot, cogido de la mano, regresaba con Baya de Oro. Tom la abrazó cantando y vio que del gran zurrón de Maggot asomaban tres animados cachorros. “Estos pequeños tendrán una buena historia, imagino”, Maggot agotado, asintió. “Bueno…” continuó “…tiempo de sobra hay para que me contéis nuestra aventura. Yo sólo conozco el final”. Cogió a los tres cachorros, los elevó hacia él y mientras le lamían el rostro dijo “Garra, Colmillo y Lobo se mantuvieron fieles, sin envejecer, junto al granjero Maggot; hasta que sus huesos sabios descansaron bajo las tierras arcillosas de El Habar”.
Pablo Martínez Tobía, @PabloMTob
referencias citadas:
i Bohannan, Laura: Shakespeare en la Selva. Natural History, August-Sept. 1966. Traducción de Francisco Cruces. En Velasco, M. H. (Comp.). 1993. Lecturas de Antropología Social y cultural. La cultura y las culturas.Cuadernos UNED. Madrid.
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