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El estigma social a raíz de la propagación del COVID-19 se fue incrementando desde el mes de enero hasta alcanzar serios límites, teniendo como respuesta la campaña de lema #NoSoyUnVirus en diversos idiomas, mediante la cual asiáticos de todo el mundo manifestaron ser víctimas de situaciones crecientes de xenofobia y racismo. Difícilmente podemos volcar nuestras frustraciones sobre un virus, por lo que la tendencia humana es buscar otro chivo expiatorio en sustitución.  Nada aleja más a los “Otros”, si es que estos existen, que biologizar la xenofobia apartando socialmente a un colectivo y condenándolo a la marginación social.

Vaya por delante que este artículo no trata desde una perspectiva biológica lo que la OMS define como “brote de enfermedad por coronavirus (COVID-19)” y que ya ha reconocido como pandemia, sino desde una perspectiva social. Muchos son los rumores que se empezaron a extender más rápido incluso que el propio agente patógeno. Nada aleja más a los “Otros”, si es que estos existen, que biologizar la xenofobia apartando socialmente a un colectivo y condenándolo a la marginación social. Discursos tóxicos y despectivos hacia la comunidad china se han oído desde hace décadas en lo que respecta al consumo de alimentos en el Lejano Oriente, la comida que se sirve en los restaurantes chinos, o sobre el destino dudoso de los fallecidos de dicha comunidad.

Exotizar a los migrantes y estigmatizarlos, desgraciadamente, sigue siendo algo común, especialmente si se establecen comunidades transnacionales en “nuestro” territorio. La alimentación se ha utilizado como instrumento para alejar culturalmente a aquellos de costumbres diferentes a las “nuestras”, como herramienta para la construcción social del “Otro”. Ya lo decían Jean Anthelme Brillat-Savarin: “Dime qué comes, y te diré quién eres”, y Ludwig Feuerbach: “Somos lo que comemos”. Del consumo de carne de perro, insectos y arácnidos en algunos países asiáticos se ha pasado a indicar que el origen de la epidemia yacía en el consumo de sopa de murciélago o de carne de pangolín. La carga simbólica que conlleva la alterización por medio de la alimentación es poderosa. Y, aunque se desmienta que el foco haya sido tal, el rumor perdurará para continuar alimentando la brecha sociocultural, apoyándose en lo que se considera “bueno o malo para comer”, y en qué medida lo natural se aleja de lo cultural en lo gastronómico. De sobra son conocidas las tesis de Marvin Harris acerca del tabú de consumir carne de vacuno en India o de cerdo por judíos y musulmanes (y por cristianos en el pasado y no tan pasado, aunque de esto poco se hable). Sin embargo, más desconocido es el hecho de que en nuestro propio país, han existido casos (y algunos aún existen) de consumo habitual de lagarto, erizo (el de tierra), ancas de rana, lamprea o burro; por no hablar de nuestra “normalización” en el consumo de conejo, caballo, caracoles o morcillas de sangre: alimentos que para otros países del globo son costumbres culinarias incomprensibles. Pero de eso se trata el ser humano, de diversidad.

El miedo al “Otro”, unido al desconocimiento, desemboca en rumor, y este en exclusión de aquellos que no somos “nosotros” y que no son como “nosotros”. El pensamiento occidental es esencialmente dicotómico. Pensamos en opuestos, no en aspectos complementarios: el “yo” frente al “no-yo”, y el “no-yo” es el enemigo por definición y por educación. Es algo que llevamos incorporado. El estigma social se incrementó hasta alcanzar serios límites, teniendo el pasado febrero como respuesta la campaña #NoSoyUnVirus, mediante la cual asiáticos de todo el mundo manifestaron ser víctimas de situaciones crecientes de xenofobia y racismo. Difícilmente podemos volcar nuestras frustraciones sobre un virus, por lo que la tendencia humana es buscar otro chivo expiatorio en sustitución.

Es un hecho que China ha experimentado un crecimiento económico exponencial en las últimas décadas. El país se ha convertido en el centro de fabricación de todo tipo de productos y el mayor exportador de bienes a nivel global. China es un más que serio competidor económico y tecnológico para potencias como EEUU. Hay que reconocer que han adelantado por la derecha al resto del mundo: un mundo globalizado con una economía neoliberal donde quien ordena y manda es el mercado. Una noticia como la del coronavirus constituye la excusa perfecta para demonizar a un colectivo que ya de por sí era temido. Aquel que crece y destaca, sobre todo, si no es como “nosotros”, implica una amenaza invasiva: es decir, un virus, en este caso social. Aquellos que discriminan y culpabilizan al colectivo asiático (sin discernir si se es chino, japonés, coreano, vietnamita o español de ascendencia asiática) inconscientemente caen en la metáfora de identificar economía con biología, naturalizando la amenaza socioeconómica que China significa para las potencias occidentales, y legitimando el racismo. Y esto, aun suponiendo la total contradicción de ser más que activos consumidores de productos que provienen del lugar que se critica. El gobierno de los cuerpos o biopolítica está adoptando formas innovadoras. Esto, unido a la pandemia del miedo, supone el arma perfecta para el control social de las poblaciones.

Por otra parte, ya se ha demostrado que el coronavirus, al igual que el ébola o cualquier otra amenaza vírica o no vírica, parece que empieza a ser un problema en cuanto traspasa las fronteras de Occidente. Recordemos la crisis social que se produjo con el ébola en 2014 en Europa, cuando África lleva sufriendo sus efectos devastadores desde los años setenta.

La aparición repentina de una nueva cepa de virus procedente de un lugar lejano y exótico, pero tan cercano al mismo tiempo, implica un éxito mediático asegurado en la era en la que nos ha tocado vivir. A diferencia de hace 102 años, la mal llamada “gripe española” tuvo una escasa repercusión internacional en los medios de comunicación a causa de la censura, aunque por ahora es la pandemia que se llevó al mayor número de muertos de los últimos tiempos. A consecuencia del lenguaje empleado por algunos medios de comunicación, las fake news y la trepidante celeridad con la que se extiende la información y la desinformación en un mundo global, se ha desatado una histeria colectiva que ha llevado a los amigos de lo ajeno a robar miles de mascarillas de centros hospitalarios. Hasta ahora, la mascarilla era un elemento cultural característico de algunos países asiáticos. Ahora los ciudadanos nos hemos apropiado de ella, pero el uso que le pretendemos dar dista mucho del pensamiento oriental. Aquí la adquirimos para que no nos contagien. La idea es, precisamente, la contraria. Quien no desea contagiar a los demás un resfriado común, una gripe o el COVID-19, es quien debe usarla. Menos pensar en nosotros, y más pensar por todos nosotros.

Vivimos en la era del escepticismo, pero de la credulidad a la vez, ambos provocados por la anomia que deriva de no saber qué y a quién creer en estos tiempos de posverdad. La gravedad social del asunto en cuestión es preocupante, llegando a robar esas mascarillas y geles desinfectantes para ponerlos a la venta a precios disparatados y hacer negocio de la adversidad. Tal egoísmo deja a pacientes inmunodeprimidos a su suerte. No deberíamos nunca olvidarnos de la solidaridad y la cooperación, y mucho menos en los tiempos que corren. La adaptación es una característica que ha definido al ser humano desde la prehistoria, y no hemos llegado hasta aquí solamente gracias a la competitividad. Ciertos programas y medios de comunicación sembraron la alarma social más rápido de lo que el coronavirus se había propagado, alimentando la psicosis y provocando un “sálvese quien pueda” y “el que venga detrás, que arree”. Parece como si el virus del sensacionalismo estuviera deseando que estallara una crisis (si no biológica, social) al más puro estilo Guerra Mundial Z. Algunos deberían retomar su ética profesional, olvidada en algún viejo cajón desde hace ya unas décadas, e informar a tiempo de forma conveniente y constructiva acerca de la situación, de las medidas que los expertos sanitarios aconsejan y proporcionar datos basados en fuentes fiables. Si a ello unimos algunas informaciones aún más sesgadas que se han ido extendiendo desde diciembre por las redes sociales, no solo se incrementa la psicosis, sino que se alimenta el odio hacia ese “Otro”, considerado culpable de la aparición de una nueva cepa de virus, a la vez que se estigmatiza al enfermo o a cualquiera que se le ocurra toser o estornudar cerca de nosotros. El virus de la xenofobia y la discriminación, sin cura ni vacuna hasta el momento, es y ha sido uno de los más peligrosos que existen.

Susana Callizo Fernández

Referencias

https://www.who.int/es

https://saludconlupa.com/noticias/los-7-virus-mas-mortales-que-aun-no-tienen-vacunas/

https://www.merca2.es/coronavirus-sociedad-credula-esceptica/

https://www.thenewhumanitarian.org/opinion/2020/02/04/Coronavirus-xenophobia-outbreaks-epidemics-social-media

López García, J. (2018) “Etnografías y teorías de alimentación y cultura”. Madrid. UNED.

Requena, M., Salazar, L. y Radl, J. (2013) “Estratificación social”. Madrid. UNED y McGraw Hill.

Imagen: TWITTER | @ANTONIOLIUYANG

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