
Los Países Bajos fueron un legado patrimonial de los Austrias desde 1496, aunque sus relaciones estarían marcadas por el surgimiento de la Reforma y la Contrarreforma, la imposición de costumbres hispanas en territorio flamenco y la independencia a la que aspiraban especialmente las provincias calvinistas.
Para comprender estas relaciones es necesario comprender las políticas desarrolladas por los Austrias en los Países Bajos. De este modo, con Carlos V el territorio viviría una clara prosperidad política y económica, manteniendo una paz que se vería quebrada con el ascenso al trono de Felipe II y el estallido de la primera rebelión de los Países Bajos en 1566. La tensión y el enfrentamiento con la Monarquía Hispánica se extenderían hasta 1609 cuando, en tiempos de Felipe III, se acuerda la Tregua de los Doce Años, a cuyo término se reiniciaría la hostilidad hasta llegar a la Paz de Westfalia con Felipe IV, donde se reconocería la independencia de las Provincias Unidas, conservando parte de la herencia inicial de Carlos V en los Países Bajos españoles, de mayoría católica.
Durante las primeras rebeliones contra la autoridad hispánica y la Guerra de los Ochenta Años, además de la separación entre provincias católicas y calvinistas con la Unión de Arras y la Unión de Utrecht o los conflictos con los arminianos en las Provincias Unidas asistimos al nacimiento de nuevas identidades que podríamos considerar protonacionales, pues dieron lugar a Estados actuales como Holanda y Luxemburgo. Así, no podemos entender estas relaciones únicamente como un enfrentamiento entre los Países Bajos y la Monarquía Hispánica por unas ansias de independencia casi nacionalistas, sino también como unas relaciones motivadas por la disidencia religiosa, la competitividad económica que surgiría con la creación de la Compañía de las Indias Orientales y la escala internacional que adoptarían con la intervención francesa, en el contexto de las guerras hispano-francesas y las Guerras de Religión en Francia, y de Inglaterra en tiempos de Isabel I.
A comienzos del siglo XVI, Francisco I de Francia se erige como el monarca más poderoso de la época después de afianzar su poder absoluto y lograr el llamado galicanismo, por el que el rey intervenía en las leyes eclesiásticas. Sin embargo, el ascenso de Carlos de Gante ensombrecerá al francés con una extensa herencia territorial que abarcará, por parte de su abuelo paterno Maximiliano I, Austria, Estiria, Carintia, el Tirol y Alsacia; de su abuela materna, María de Borgoña, recibió Flandes, Luxemburgo, el Franco Condado, Charolais, Artois y el ducado de Borgoña; Fernando, abuelo materno, le dejó Aragón, Sicilia, Nápoles, Córcega, Cerdeña y Baleares y, su abuela materna Isabel, Castilla, Canarias, Melilla, Orán, Bugía y los territorio transoceánicos de las Américas.
El nuevo emperador, más educado en las costumbres flamencas que en las hispanas, concedió prebendas en Castilla a cortesanos de los Países Bajos, lo que le valdría el rechazo de la sociedad y la nobleza castellana, mientras dejaba en manos de la nobleza y de la burguesía autóctona la administración de las provincias, pues contaban con un mayor conocimiento del territorio que gestionaban y lograrían una mayor libertad y paz bajo su reinado, representado por las gobernadoras Margarita de Austria hasta 1530 y, después, su hermana María de Hungría.
Además, como heredero de la política territorial de su abuelo Maximiliano I, pretendía establecer unas relaciones homogéneas en las que el Sacro Imperio pudiera intervenir en los Países Bajos, mientras que en ellos se apreciaban unos deseos incipientes de independencia, como vemos en la captación de territorios del bajo Rin y del golfo de Zuiderzee, con el apoyo de los Estados Provinciales de Holanda y también con financiación francesa entre 1515 y 1522. Por esto, los dominios neerlandeses de la Monarquía Hispánica se convirtieron también en un campo de batalla contra Francia. Carlos de Egmont se adueñaría de Frisia, Groninga y Drente y, fruto de esta debilidad para proteger los territorios, se desarrolló la Dieta de Colonia en tiempos de Maximilaino I, con la que nace el Círculo de Borgoña que heredaría su nieto Carlos V, que retomaría la guerra de las Güeldres para reafirmar su autoridad en el territorio que le correspondía por línea paterna. Desde 1522 anexionaría a sus territorios Frisia, Utrecht, Overijssel, Güeldres y Zutphen y, finalizado el conflicto en 1543, se daba comienzo a un nuevo mapa en el que los Países Bajos estaban compuestos por diecisiete provincias (Artois, Brabate, Flandes, Hainut, Limburgo, Luxemburgo, Holanda, Zelanda, Franco Condado, Namur,Amberes, Malines, Güeldres, Groninga, Oversyel, Frisia y Utrecht) y, desde la transacción de Augsburgo en 1548, se convirtieron en un territorio autónomo del Imperio con la clara finalidad de ser frontera defensiva contra Francia.
Este nuevo territorio, unificado de forma artificial, agrupaba lo que hoy podríamos considerar como tres naciones, pues unos habían pertenecido a Francia, otros al Sacro Imperio y unos terceros que eran propiamente holandeses. Por tanto, dadas las particularidades de cada uno, era necesaria una figura que rigiera las diecisiete provincias, estableciéndose un Gobernador General, rodeado de los consejeros de Estado, Privado y de Hacienda. También por este motivo no se permitiría que ningún gobernador fuera ajeno a la familia del señor natural de las tierras. Cada provincia, por su parte, tenía un gobierno autónomo en el que decidían políticas que las afectaban y en el que se decidían los representantes provinciales de los Estados Generales, que también tenían competencias en el nuevo Estado unificado.
Como consecuencia de ser un territorio fronterizo, los Países Bajos no sólo fueron el escenario de la conflictividad hispano-francesa, intensificada con la derrota de Francisco I en Pavía y los tratados que le hicieron renuncian a Tournai en favor de Carlos V, sino también un campo de experimentación bélico que vio surgir numerosas villas fortificadas con los baluartes de trace italiana, algunos planificados por orden del emperador por el arquitecto Donato Boni di Pellizuoli. De esta forma, también se intentó borrar del mapa antiguos puntos franceses en regiones fronterizas como Artois. Thérouanne fue arrasada hasta sus cimientos para evitar que se convirtiera en una plaza francesa.
En 1549, después del Interim de Augsburgo y con un emperador victorioso en Mühlberg, su hijo Felipe sería reconocido como heredero en Bruselas, dando un discurso en castellano que, por desconocimiento de la lengua vernácula, tuvo que ser traducido por el conde de Egmont. El cargo de señor de los Países Bajos lo tomaría de forma directa después de la abdicación de un Carlos V agotado por el Imperio, sufriendo derrotas contra los protestantes alemanes, el 25 de octubre de 1555.
Esta nueva posesión de las diecisiete provincias se convertirá en un territorio de capital importancia para la Monarquía Hispánica pues «la frontera meridional de los Países Bajos se transformó durante su reinado y a lo largo del de sus sucesores los Austrias de Madrid, en el “freno de Francia y la fortaleza de la Monarquía” y en “la clave estratégica de una posición dominadora en Europa”» (Junot, 2017).
Durante el reinado de Felipe II la aparente concordia y prosperidad en que se encontraban los territorios holandeses tocó a su fin y aparecieron nuevos conflictos que intensificarían las relaciones entre España y los Países Bajos, sobre todo por mor de la instalación de tropas en Flandes para reprimir rebeliones y combatir en la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648), en la que se usaría la propaganda para fomentar la imagen negativa que tendrían los flamencos de los españoles.
Felipe II no era su padre. Carlos V estaba considerado como el señor natural de los Países Bajos por ser hijo de aquellas tierras, concederles autonomía y estar rodeado de una administración procedente de allí. Sin embargo, su hijo dio un vuelco a su política y, educado en Castilla, quiso convertir el Imperio en un territorio cada vez más hispánico y negar la libertad religiosa que inspiraba la Reforma abrazando la Contrarreforma e imponer el catolicismo. Sin hablar la lengua flamenca, sin conocer las costumbres y, desde 1559, estableciendo la sede de su gobierno en Castilla, lo que modificaba la tendencia «ambulante» que desarrolló su padre, se convirtió en un monarca extranjero que perdió el respeto y el respaldo de sus súbditos holandeses, dejando como gobernadora a Margarita de Parma. A la sazón, se había firmado la Paz de Cateau-Cambrésis, que ponía fin a las Guerras Italianas que habían enzarzado a la Monarquía Hispánica y a la francesa, y que sirvió para que se expandiera la ideología calvinista con la llegada de los hugonotes.
La coyuntura de autonomía que se vivió en el período anterior va a verse reducida después del nombramiento de Antonio Perrenot, cardenal de Granvela, como representante del rey en los Países Bajos, lo que suponía que figuras como las de Guillermo de Nassau, príncipe de Orange, y el conde de Egmont, pasaran a un segundo plano en la política flamenca. El cénit de este enfrentamiento entre nobleza y monarquía llegó con la fundación de catorce nuevos obispados, que aumentaron la presión fiscal que ya se vivía en los Países Bajos como consecuencia del conflicto hispano-francés, lo que llevó a la destitución de Granvela en 1564 para reconciliarse con la alta nobleza flamenca y con los abades que vieron limitado su poder, pero entretanto se promulgaron decretos tridentinos y se impuso un aumento de la presión inquisitorial para enfrentarse a las ideas protestantes y defender el catolicismo.
En los años sucesivos de 1565 y 1566, nobles católicos y reformistas encabezados por Luis de Nassau conformaron una Liga con la que protestaron por la nueva situación de los Países Bajos, solicitando moderar la política religiosa, que con el descontento generalizado y el avance de predicadores calvinistas escuchados por un pueblo que atravesaba dificultades económicas, desembocó en una rebelión iconoclasta como contraposición a la iconodulia católica, y reivindicaba mayores concesiones de poder a los stadhouders provinciales, para volver a los tiempos de Carlos V. Buscando una solución pacífica, se envió a Madrid al barón de Montigny para negociar una solución con el rey, sin llegar a un acuerdo concreto. La toma de partida de la nobleza flamenca, con la influencia que tenían Orange y Egmont, así como la mala rudeza de la gestión de Felipe II, desencadenó la primera rebelión de los Países Bajos (1566-1571), que condujo a apresar y ejecutar en secreto al barón en misión diplomática.
La furia iconoclasta se cobró varios saqueos y destrozos, se quemaron templos y se persiguió a católicos. Asumiendo que era necesaria una demostración de fuerza y violencia, el rey destituyó a Margarita de Parma como gobernadora y nombró en su lugar a Pedro Álvarez de Toledo, duque de Alba, y persona ajena a la dinastía de los Austrias, lo que incumplía ese pacto en el que el Gobernador General debía pertenecer a la familia. Sin espíritu conciliador entre las posturas, se puso al frente de los tercios de Italia y llegó a los Países Bajos en el verano de 1567, declaró traidores a la Corona a los condes de Egmont y Horn, condenados a muerte, y se creó el Tribunal de los Tumultos para controlar el levantamiento político y la herejía, con magistrados españoles.
El príncipe de Orange, huido a Alemania tras la represión, decidió regresar y liderar un movimiento contra la Monarquía Hispánica representada por el duque de Alba. Comenzaba así la Guerra de los Ochenta Años. De esta forma, lo que se inició como una protesta a los excesos del señor natural se convirtió en un conflicto que enfrentaba a dos naciones, agravado con la creación de nuevos impuestos en 1569 y la toma de Brielle (Zelanda) y Flesinga por los gueux o mendigos del mar, la nobleza flamenca apoyada por corsarios de La Rochelle y de Inglaterra, que se oponía a la administración española y que produjo el trasvase de las provincias de Holanda y Zelanda en favor de los sublevados a partir de 1572.
Luis de Requesens sustituiría en 1573 al duque de Alba como Gobernador General de los Países Bajos, tratando de implantar una política más conciliadora que lo llevaría a disolver el Tribunal de los Tumultos y suprimir los nuevos impuestos.
Felipe II concedería en 1574 su perdón, pero el nuevo gobernador fue incapaz de llegar a un acuerdo con el príncipe de Orange y su muerte apenas tres años después provocó un vacío político, mientras se nombraba a Juan de Austria como sucesor, que condujo al saqueo de Amberes por las tropas de Felipe II, sin órdenes que obedecer y privadas de su soldada, y al levantamiento en armas de todas las provincias como respuesta a la matanza de 7.000 personas.
Juan de Austria, hermanastro de Felipe II, volvía a cumplir la condición de ser familia del monarca y, en pro de refrenar la rebelión, aceptaría el Edicto Perpetuo en 1577 con el que se llegaba a la pacificación de Gante. Para ello, el nuevo gobernador debía respetar la libertad religiosa de Holanda y Zelanda, abandonar la represión y retirar los tercios de Flandes.
No obstante, la toma de Namur en 1577 incumplió la paz y los Estados Generales se contrapusieron a Juan de Austria nombrando en su lugar al hijo del emperador Maximiliano II, el archiduque Matías, mientras Guillermo de Orange entraba triunfante en Bruselas. Felipe II seguiría con su política represiva y de violencia para controlar la situación de los Países Bajos, por lo que envió de nuevo a los tercios a cuyo frente se situaba Alejandro Farnesio. Gracias a su labor diplomática, los territorios del sur, de mayoría católica, aceptaron la autoridad española a cambio de que Alejandro Farnesio retirara al tercio de sus territorios. De este modo, Artois, Hainaut y la ciudad de Douai, dominados por la nobleza valona, formaron la Unión de Arras en enero de 1579. Entretanto, el gobernador tomaría Maastricht y, como respuesta calvinista de los estados del norte, se constituyó la Unión de Utrecht, liderada por Holanda e integrada también por Zelanda, Güeldres, Frisia y Amberes. Con estas formaciones se pasaba a una nueva fase de la Guerra de los Ochenta Años.
El conflicto se complicó hasta el punto de convertirse en un enfrentamiento de naciones, pero también en una suerte de guerra civil entre las provincias católicas y las protestantes. La internacionalización del conflicto fue a mayores cuando Guillermo de Orange, con el apoyo de los Estados Generales, depuso a Felipe II en favor del duque de Anjou, con la posibilidad de que contrajese matrimonio con Isabel I de Inglaterra. No obstante, fue una jugada política que fracasó con la muerte en Francia del duque y el asesinato de Orange. En las provincias sublevadas contra el poder español, las Provincias Unidas, quedó un vacío aprovechado por Alejandro Farnesio en 1585 para reconquistar la plaza fuerte de Amberes. La reina de Inglaterra, con intereses puestos en los Países Bajos, firmó con las provincias protestantes el Tratado de Nonsuch, por el que podía intervenir en cuestiones políticas y militares, y envió tropas de apoyo a los protestantes, lo que provocó, entre otros factores, la ruptura con la Monarquía Hispánica, precipitando los acontecimientos.
Una vez más, la coyuntura política internacional vino a retrasar las actuaciones del gobernador en los Países Bajos, obligado por Felipe II a controlar el paso y embarcar a sus tropas de Flandes en puertos de poco calado, que dificultaban la maniobra, en una expedición dirigida por el duque de Medina Sidonia contra Inglaterra, es decir, el episodio de la Gran Armada, desarticulada en 1588 por las naves inglesas. Por otro lado, Alejandro Farnesio intervino en la liberación del sitio de París por las tropas de Enrique de Navarra, en el marco de los sucesos que tuvieron lugar en Francia tras la muerte de Enrique III y la coronación del hugonote Enrique IV, en la Octava Guerra de Religión en Francia. La muerte del gobernador en Normandía y los predecesores incapaces provocaron el fin de las victorias españolas en territorio flamenco y, por el contrario, la proliferación de derrotas, provocadas también por la división del ejército entre los Países Bajos y la guerra con Francia.
La llegada de un protestante al trono de Francia, aunque se convirtiera al catolicismo para acceder, junto con los intereses de una Inglaterra que reforzaba su anglicanismo, produjeron una alianza de ambos Estados con las Provincias Unidas materializada en la Coalición de Greenwich en 1596, aclarando más aún su posición de enfrentamiento contra la Monarquía Hispánica.
A partir de entonces, flotas anglo-holandesas se encargarían de atacar enclaves españoles como Cádiz. Felipe II no renunciaría del todo a su proyecto de invadir Inglaterra, pero la sucesión de ataques a sus colonias le hicieron ver el fracaso al que se exponía y, para evitar una nueva «Armada Invencible», buscó la paz con Francia, Inglaterra y las Provincias Unidas con la Paz de Vervins en 1598, poco antes de su muerte. El gobierno de los Países Bajos correspondería a su hija Isabel Clara Eugenia y a su marido, el ya gobernador archiduque Alberto, dando por perdidas las provincias del norte.
En 1603, a los pocos años de llegar Felipe III al trono hispánico, Juan de Gauna, bajo recomendación de Isabel Clara Eugenia y el archiduque Carlos, presentó el arbitrio conocido como «Decreto Gauna», un informe que daba cuenta de la situación de los comerciantes holandeses y pretendía acabar con su auge, derivado de la fundación un año antes de la Compañía de las Indias Orientales. El plan era inaugurar campañas proteccionistas que impidieran el paso de productos holandeses a territorios hispánicos y demostrar el poder de la Monarquía Hispánica, que facilitaba el intercambio y el comercio con el resto de Europa, abaratando la adquisición de productos de Flandes en contra de los holandeses y así devolver el auge económico a las provincias católicas.
La rivalidad comercial, sumada a la tensión que generaba la presencia de compañías holandesas en territorio colonial y el desgaste que ya suponía para ambos Estado la guerra continua, llevaron a iniciar unas negociaciones que desembocaron en la Tregua de los Doce Años (1609) con las que se acordó la retirada colonial holandesa y el reconocimiento de la independencia de las Provincias Unidas.
Gracias a la Tregua de los Doce Años, el reinado de Felipe III se desarrolló en paz con los Países Bajos, pero la muerte del archiduque Alberto y el nombramiento de los gobernadores sucesivos desde Madrid, junto con el fin de la tregua en 1621 reiniciaría las hostilidades, integrándose el conflicto en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Dadas las circunstancias, Felipe IV y el nuevo príncipe de Orange, Federico Enrique, buscaron la guerra y la paz al mismo tiempo con enfrentamientos navales recurrentes, en el que también se aumentó la presión fiscal a los productos holandeses, y con los que se sucedieron victorias como la de Maastricht, Limburgo y, la más importante, la toma de Breda, además de la gran victoria de Las Dunas en 1639 con la que las Provincias Unidas confirmaron su potencial marítimo y obligó a retomar las negociaciones en la década de los 40, en las que estuvieron presentes algunos mediadores como el futuro papa Alejandro VII o Alvise Contarini, embajador de Venencia.
El conde de Peñaranda pronunciaría un discurso el 16 de enero de 1646 en el que afirmaba el deseo de Felipe IV de reconocer la soberanía de las Provincias Unidas, además de afirmar meses después los requerimientos holandeses para la firma de la paz que, como nos señala Herrero, constaban del cierre del Escalda, la renuncia al respeto al culto católico y el establecimiento de la cámara paritaria para resolver problemas de Güeldres y Brabante. No obstante, estas negociaciones habían de conducir no a una paz definitiva, sino a una tregua de doce o veinte años, que no se resolvió por la muerte inesperada del príncipe Baltasar Carlos, heredero de Felipe IV, lo que requería de un cese definitivo de los enfrentamientos con las Provincias Unidas al quedar la infanta María Teresa como sucesora legítima y resultar inviable la baza de su matrimonio con el delfín de Francia.
De esta forma, con un borrador actualizado que constaba de 79 artículos, se llegaría a enero de 1648 y a la serie de tratados que pondría fin, por una parte, a la Guerra de los Treinta Años y, por otro, a la Guerra de los Ochenta Años. La Monarquía Hispánica, ante la imposibilidad de una victoria total y con el peso de numerosas derrotas, se vio obligada a reconocer de forma definitiva la independencia de las Provincias Unidas y a renunciar a los territorios que habían sido conquistados por los holandeses durante el conflicto, aunque por algún tiempo Felipe IV mantendría los títulos de conde de Holanda y Zelanda. No obstante, esta nueva situación no aseguraba la libertad religiosa en territorio holandés, que seguiría siendo calvinista. Un punto importante de los acuerdos bilaterales consistió en la actividad mercantil, estableciendo un acercamiento paulatino entre ambas potencias ante la actitud boyante de la Francia de Luis XIV.
Las relaciones entre los Estados durante la Edad Moderna estuvieron marcadas por la búsqueda de la hegemonía y por las disidencias religiosas, con el surgimiento de movimientos protestantes como los de Lutero y Calvino, abrazados en su mayoría por los príncipes alemanes y de los Países Bajos. Esto se manifiesta en las guerras que ya iniciara Carlos V con la formación de la Liga de Esmalcalda, las Guerras de Religión en Francia o la Guerra de los Treinta Años.
En el caso de Holanda y la Monarquía Hispánica, las relaciones vinieron determinadas no sólo por factores religiosos, sino también políticos y económicos. Como patrimonio de los Austrias, por herencia paterna de Carlos V, era de vital importancia conservarlos para mantener una frontera con Francia con la que frenar su expansión, pero también por la relevancia que las provincias neerlandesas ya habían demostrado a través del comercio y la prosperidad económica que aportaba financiación constante para las guerras que iniciaba el monarca hispano. En un mundo en que la diplomacia se erigía como pilar de toda relación internacional, los Austrias y sus gobernadores no siempre fueron capaces de entablar negociaciones con los Países Bajos que templaran las relaciones y las hicieran estables o pacíficas, sino que recurrieron a la violencia para reprimir rebeliones y reafirmar su autoridad, como sucedió especialmente en tiempos de Felipe II, en el que las posturas parecieron hacerse irreconciliables con el estallido de la rebelión en 1566 y de la Guerra de los Ochenta Años, que mantendría a ambos Estados enfrascados en una tensión constante hasta el reconocimiento de la independencia de una parte de los Países Bajos, que correspondía a las Provincias Unidas que profesaban el calvinismo.
Los períodos de paz fueron escasos, como en la Tregua de los Doce Años o seis años en el reinado de Felipe IV, y los territorios neerlandeses se transformaron en una escuela bélica para toda Europa, interviniendo ingleses y franceses en su deseo de obtener la hegemonía en contra de la Monarquía Hispánica. También fueron Inglaterra y Francia los primeros en reconocer la independencia de las Provincias Unidas, como se veía en la Coalición de Greenwich. Por tanto, no podemos decir que las relaciones entre la Monarquía Hispánica y los Países Bajos fueran un conflicto religioso, entre un Estado católico y uno protestante, o una reivindicación de independencia, sino una combinación de diversos factores en los que también interviene la coyuntura internacional y los deseos de expansión comercial representados por la creación de las Compañías de las Indias Orientales y de las Indias Occidentales.
Guardando las distancias con los movimientos que tendrían lugar en el siglo XIX, ya en época contemporánea, podríamos decir que la Europa de la Modernidad asistió a la creación de una identidad propia, de un proceso de nacional en el que las Provincias Unidas, encabezadas por Holanda, lograron su independencia y conformaron un Estado de corte republicano después de una larga guerra en la que desgastó a la potencia hegemónica del momento, la Monarquía Hispánica, y la obligó a renunciar a una parte de su patrimonio.
Rodolfo Padilla Sánchez
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