“A me invece Roma piace moltissimo.
È una specie di giungla. Tiepida, tranquilla,
dove ci si può nascondere bene”
Marcello Rubini
La dolce vita (1960) representa algo más que un paso significativo en la evolución del estilo cinematográfico de Fellini. Al igual que películas como Lo que el viento se llevó, Casablanca o El padrino en Estados Unidos, La dolce vita trascendió su significado como obra de arte y llegó a ser considerada un hito que señalaba importantes cambios en la sociedad italiana. La cinta recibió el Premio del Jurado en el Festival de Cine de Cannes, otorgado por un jurado que incluía, entre otros, al escritor Georges Simenon y al novelista Henry Miller.
Precedida y seguida de una atención mediática sin igual, La dolce vita representó un verdadero casus belli ideológico en una Italia dividida entre modernidad y tradición. El 31 de enero se realizó, en el Centro Cultural San Fedele de Milán, una proyección anticipada de la película para “un grupo selecto y cualificado” de espectadores, seguida de un animado y alarmante debate, dirigido por el padre Angelo Arpa en presencia de Fellini.
La irrupción de la película rompió el frente católico, liberando aquel movimiento subterráneo de disenso interno, compuesto “por individuos o grupos independientes que se negaban a desempeñar una función puramente instrumental y subordinada”, y cuyas filas habían crecido a lo largo de la década de 1950. El Centro Católico Cinematográfico, que inicialmente había indicado prudentemente que la película era “no recomendada”, alineándose con la dura condena de L’Osservatore Romano, cambió su juicio moral a un más decidido “excluida para todos”.
Frente a la postura decidida del periódico papal, toda la prensa de izquierda, hasta entonces contraria al «católico» Fellini, se movilizó en defensa de la película, interpretándola como una denuncia del estado de disolución moral en el que se encontraba la clase dirigente burguesa.
La Dolce Vita es una obra monumental, inspirada por la alta sociedad romana que rodeaba a Fellini en los años cincuenta. Las imágenes expresan impactante la íntima angustia de Fellini, testigo de un mundo que se desvanece, de mitos que inexorablemente se hunden, de un doloroso desgarramiento entre un deseo incontenible de autenticidad y la impotencia para realizarlo. Con amargura y desilusión, da forma a este tormento interno capturando con genial intuición los signos en los que se manifiesta. Via Vittorio Veneto se erige como el escenario central de esta visión, donde se entrecruzan estrellas y curiosos, nobles decadentes y arribistas esnobs.
El columnismo de chismes y reportajes sensacionalistas, vinculada al periodismo de celebridades más censurable, floreció como una próspera industria en Roma, con su epicentro en la citada Vía Veneto. Actrices y actores estadounidenses y europeos acudían a este lugar para ser vistos. La fotografía sensacionalista se consolidó como uno de los métodos más populares para documentar el culto a la personalidad de las estrellas del cine romano, dando origen al fenómeno conocido como los paparazzi.
Los efectos del filme ocuparon todos los espacios intelectuales. Los analistas de las teorías literarias la denominaron como una estética exclusivamente poética, comparada con el simbolismo narrativo construido por el escritor y dramaturgo anglosajón T. S. Eliot. Le otorgaban, analógicamente, representación literaria de la Divina Comedia moderna. Personajes urbanos que deambulan en la opulencia, la falsedad, la provocación y las apariencias. La dolce vita sería, filialmente, un acontecimiento de dimensiones estéticas y comerciales, exhibida en los mejores festivales de cine del mundo.
El sueño roto de Marcello.
En La dolce vita, la «bajada a los infiernos» de Marcello Rubini (Marcello Mastroianni) es una exploración de la pérdida de sentido en una sociedad moderna saturada de vacío y superficialidad. Fellini utiliza el viaje de Marcello, un periodista de celebridades en la Roma posguerra, para expresar el desencanto existencial y el nihilismo que aquejan al protagonista. A medida que Marcello se adentra cada vez más en el mundo de la alta sociedad romana, con su glamour, excesos y banalidades, va perdiendo progresivamente su conexión con cualquier propósito o valor auténtico.
La narrativa de la película, construida a partir de episodios, refleja cómo cada encuentro y experiencia lo llevan un paso más cerca del vacío. Personajes como Maddalena (Anouk Aimée), Emma (Yvonne Furneaux) y Sylvia (Anita Ekberg) representan posibles salidas de su crisis, pero todas son insatisfactorias, reflejos de la desconexión espiritual que Marcello sufre. Fellini presenta a su protagonista como un hombre atrapado en una vida que ha dejado de tener significado, y que, incapaz de encontrar un amor genuino o una vocación que le dé propósito, se hunde en un hedonismo desesperado.
El punto culminante de su descenso ocurre en la escena de la fiesta en la playa, donde él y los demás invitados se comportan como zombis, atrapados en una especie de trance de vacío emocional. La imagen de Marcello en este contexto es devastadora: un hombre completamente perdido, incapaz de volver a conectar con su humanidad. La escena final, en la que se encuentra con el pez gigante en la playa y ve a la joven Paola, simboliza el contraste entre la inocencia perdida y la corrupción de su vida actual. Sin embargo, Marcello elige ignorar esa posible señal de redención, y en lugar de escuchar el llamado, se aleja, culminando así su «descenso al infierno» de la superficialidad y el sinsentido.
Durante todo el metraje, Fellini desmantela el glamour superficial de la beautiful people romana, revelando las sombras que se esconden detrás de su brillo y esplendor. A lo largo de la película, la aristocracia, las celebridades y los bohemios que pueblan las fiestas y los eventos exclusivos representan una vida de opulencia que, al principio, parece deslumbrante y llena de posibilidades. Sin embargo, conforme avanza la historia, esta imagen de sofisticación se va desmoronando, revelando una sociedad sumida en el tedio y espiritualmente estancada.
La famosa escena de la Fontana di Trevi, en la que Sylvia se sumerge en la fuente mientras Marcello la observa fascinado, simboliza el ideal del glamour: es una imagen bellísima, un momento de escape y maravilla. Pero ese instante de magia pronto se convierte en un mero recuerdo, una fantasía efímera que no se traduce en una conexión real o duradera. Marcello, quien al principio parece embelesado por esta clase de vida, se da cuenta lentamente de que ese brillo es solo una fachada.
A medida que el protagonista se adentra en la vida nocturna de Roma, Fellini va despojando el glamour de su idealización, mostrando sus aspectos más decadentes: fiestas que terminan en caos y vacío, personajes que buscan algo —amor, sentido, pertenencia— pero que nunca lo encuentran, y una moralidad cada vez más flexible. Las juergas son cada vez más grotescas, y los personajes que participan en ellas van perdiendo cualquier atisbo de autenticidad. Al final, el lujo y la sofisticación de este mundo se presentan como una cárcel de vanidades, un escenario en el que todos los personajes parecen perdidos, incapaces de escapar de su propia superficialidad.
El vacío del glamour.
La pérdida de glamour es, en última instancia, una crítica a una sociedad obsesionada con la imagen y el estatus, que ha olvidado lo que realmente importa: la autenticidad, el amor genuino y el propósito. Fellini expone cómo esta búsqueda de satisfacción superficial lleva a la autodestrucción y al desencanto, un retrato profundamente pesimista que convirtió a La dolce vita en una poderosa crítica cultural y en un símbolo de la desilusión moderna.
La película hace hincapié en la sexualidad de los personajes, la cual está relacionada con su necesidad de renovación a través del amor, una necesidad que se sugiere en la escena inicial mediante la imagen de la Segunda Venida de Cristo, siendo llevado de vuelta al mundo en un helicóptero. Maddalena, quien busca una vida completamente nueva, sustituye la ninfomanía por formas más válidas de compromiso. Marcello persigue a Maddalena y Sylvia como fuentes de salvación romántica. Emma reza en por la renovación del amor de Marcello. El padre de Marcello intenta recuperar la juventud perdida cortejando a una mujer treinta años más joven. Tanto la pasión por la renovación como la incapacidad de los personajes para alcanzarla confieren a La dolce vita su dimensión profundamente trágica.
La breve secuencia inicial que abre el filme introduce el problema crucial de la falsa espiritualidad. La imagen del espíritu y el amor (Cristo) es rígida, pesada, destinada a la Tierra y controlada mecánicamente gracias a los helicópteros. Tanto el despertar espiritual como la renovación prometida por una Segunda Venida están condenados al fracaso. La imposibilidad del primero se sugiere humorísticamente cuando la estatua de Cristo realmente provoca un «despertar» en cuatro mujeres tomando el sol.
La situación de Marcello se describe rápidamente. Atrapado entre una imagen petrificada del amor espiritual y alternativas físicas más banales, se inclina hacia estas últimas a medida que su helicóptero abandona a Cristo en favor de las mujeres de una terraza. También está atrapado, como su profesión sugiere, en un mundo de mera observación. Todo lo significativo permanece fuera de él. Además, se debate entre el deber profesional (cubrir la «Segunda Venida») y la inclinación personal. Esta división también representa una brecha entre espíritu y cuerpo, reflejando un mundo irremediablemente polarizado.
También se revela que la religión, la sexualidad y las estériles búsquedas intelectuales finalmente no logran proporcionar sentido a la vida. Marcello abandona sus pretensiones literarias y, en la secuencia de la orgía final, acepta su papel como un relaciones públicas, un manipulador de imágenes y eslóganes sin importancia en un mundo dominado por los medios de comunicación masivos que solo transmiten mensajes vacíos.
De esta manera, Fellini presenta el amor y el deseo como fugaces, desesperanzados y quizás incluso venales, pero la búsqueda de estos sentimientos por parte de los personajes tiene su propia valencia y, por lo tanto, una especie de validación a menudo ignorada por aquellos que quieren ver la película simplemente como una crítica social. Traído a Marcello por Maddalena, una especie de espíritu de la noche de verano que parece flotar por toda la casa, el amor, incluso en este contexto dudoso, lleva consigo trazas significativas del encuentro espiritual que se busca en cada escena.
Así pues, la trayectoria narrativa de La dolce vita es descendente de principio a fin. Marcello se vuelve progresivamente más deprimido y vulgar, Emma y Maddalena más tristes y luego olvidadas, y las escenas se vuelven cada vez más febriles y vacuas. Es una visión sombría. Sin embargo, hay destellos de esperanza en la representación de las mujeres y el cristianismo, y una ligereza en el toque que hace que el tono general no solo sea tolerable, sino también vibrante, incluso embriagador.
El propio inicio de La dolce vita se plantea de inmediato el tema central de la falsa espiritualidad. La capacidad de volar, símbolo de “trascendencia,” es meramente mecánica y exclusiva de unos helicópteros. La imagen de Cristo, aparece rígida, pesada, controlada desde la tierra, sin auténtica libertad. La falta de renovación se ve reforzada por la ausencia de fuentes vitales, tanto materiales como espirituales; el agua, por ejemplo, está ausente en los acueductos en ruinas, y “Cristo” nunca llega a tocar el suelo.
Esta representación de la Segunda Venida sugiere un mundo que anhela una salvación externa, incapaz de lograr su propia redención. La aparición teatral de la estatua pone en evidencia una sociedad donde el espectáculo ha reemplazado las formas auténticas de renovación espiritual; un mundo que depende de estrellas de cine, los medios y el periodismo sensacionalista para escapar de la monotonía.
Jaime Campillos Cañas.
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