Juan Rulfo y la microhistoria: otras fuentes para el estudio de la Revolución Mexicana

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El siglo XX fue un período de renovación historiográfica en el que surgieron nuevos ámbitos de interés y metodologías para investigar aspectos que habían quedado marginados por la política y su historia, llena de grandes personajes y acontecimientos, imperante en una buena parte de la escritura histórica, desde los autores clásicos cuyas obras tenían como finalidad el aprendizaje moral, como en Grecia y Roma para ser un buen ciudadano o gobernante, hasta que escuelas como la francesa de Annales o la inglesa de Past and Present pusieron el énfasis en una historia social que recurría a menudo a otras Ciencias Sociales como la Geografía, la Demografía o la Economía, desviando el objetivo de su interés de los de arriba a los de abajo, es decir, a la masa social ignorada hasta entonces.

Esto, por supuesto, se basaba en el marxismo y su postulado de la lucha de clases como motor del cambio social, quedándose en la superficie de lo cuantificable, a través de tablas áridas de datos, estadísticas o fuentes materiales, sin profundizar en el individuo, en su ideología, la cultura o la religión que propiciaban una forma de relacionarse con su entorno y ser, por ende, sujetos históricos igualmente válidos para entender procesos y acontecimientos.

Aquí contextualizaremos el surgimiento de la microhistoria y de la historia de la vida cotidiana, con el declive de la historia política, y de qué forma están ligadas a la historia social, las consecuencias que provocaron en ella y sus principales aportaciones, sin dejar de lado las potencialidades y las limitaciones, que vienen ligadas al estudio de nuevas fuentes poco analizadas hasta entonces, pero corriendo también el riesgo de quedarse en lo anecdótico, de forma que en lugar de propiciar el método inductivo, es decir, partir de un caso particular para extraer conclusiones generales, se quede únicamente en el caso concreto como extrañeza.

Así, algunas obras literarias pueden convertirse en fuentes de información que nos aporten nuevos datos sobre aquello que queremos estudiar, incluso podemos afirmar la vinculación que ha unido a la historia con el arte de la narración. Este es el caso de la obra de Juan Rulfo, que usaremos para ilustrar de qué forma la novela puede arrojar luz sobre la vida de los de abajo, en este caso, centrándonos en la Revolución Mexicana, y cómo la historia oral es útil también para contrastar la información y ampliar nuestro conocimiento con experiencias directas.

La historia política empezaría a declinar en pro de la historia social a partir de la década de los cuarenta, terminada la Segunda Guerra Mundial[1], y sería en las décadas de 1970 y 1980 cuando se empezara a cuestionar también la validez de la historia científico-social para desarrollar nuevas tendencias «que no se sometían a la forma de funcionamiento tradicional de la ciencia. A finales de 1970 [en Alemania] se formaron grupos locales. Les preocupaba la Historia de los de abajo y la Historia local»[2]. No vemos aquí, por tanto, un ejemplo de historia social, sino el surgimiento de una tendencia más específica, enfocada en un segmento concreto de individuos históricos, en unas coordenadas espacio-temporales más limitadas, como nos demuestra la historia local, y que, aun así, no despertaría el interés generalizado o masivo por la nueva forma de hacer historia, sino que sería frecuente el enfrentamiento abierto entre los defensores de una historia social metódica y analítica de estructuras más rígidas, y los historiadores de la microhistoria que no se sometían a estudios lineales porque no le veían sentido a estudiar así la experiencia real y vivida por el individuo y las masas populares[3].

La historia social se había relacionado principalmente con los pobres y sus movimientos sociales, con las actividades humanas difíciles de clasificar y con la sociedad y economía en su conjunto, por este motivo se identificaba con una suerte de protesta social desde la investigación histórica[4]. Sin embargo, encontramos a autores como Lüdtke que se refería a la Ciencia Social Histórica como una dinámica que «se situaba en las élites tradicionales o modernas […] La masa de hombres aparecía como mera cifra estática»[5]. En cualquier caso, a partir de esta clasificación podríamos decir que siempre ha habido una percepción de conjunto en la investigación sobre la sociedad, a veces en su relación con el poder, aunque ya había historiadores que pensaban que «la cultura de grupo, incluso la voluntad individual, son agentes causales del cambio»[6].

Este enfoque había dado la espalda a la gente común, al individuo como sujeto histórico, y por este motivo, surgieron historiadores como E. P. Thompson, que veían «necesario desarrollar un nuevo enfoque conceptual y metodológico respecto a la historia [que la concibiera] como un curso multifacético con muchos centros individuales»[7], es decir, se vio necesario sustituir la macrohistoria por la microhistoria y la vida cotidiana, analizando no ya los datos evidentes y cuantificables en tablas, sino también lo que aportara información sobre la mentalidad del individuo, pues aquellos que defendían la metodología de las Ciencias Sociales y desarrollaron la historia social, si bien hicieron aportaciones útiles, también hicieron generalizaciones que al estudiar los casos concretos de individuos se convertían, en algunos casos, en explicaciones insostenibles[8]. Aun así, tampoco se puede descartar la actuación de aquellos que se encontraban al frente del Estado, aunque las clases bajas cobraran mayor protagonismo en estas nuevas tendencias, ya que resultaba relevante también para no encontrarnos con análisis unilaterales[9].

Podríamos decir que el eje de la historia social o científico-social había sido explicar el porqué del retraso de la modernización de la sociedad considerando como obstáculos a algunos grupos sociales del siglo XX, incluso a ideologías políticas como podían ser el nazismo o el modelo marxista de la Europa del Este, capaces de limitar o erradicar conceptos liberales como la pluralidad cultural o la justicia social. Hay autores que llegan a afirmar la extinción de la sociedad en países con modelos socialistas, pues el control del Estado favorecía que la sociedad «entendida como un conjunto coherente y autónomo de relaciones sociales, aparentemente había dejado de existir»[10].

En cualquier caso, mientras que el derrumbe de los totalitarismos y el avance del capitalismo, la esperanza en el progreso fomentaba la historia social, sería el pesimismo en este progreso sociopolítico y en los beneficios de la tecnología los que incentivaron el viraje desde las investigaciones históricas de mayor escala a la microhistoria y la vida cotidiana[11]. De esta forma, el marxismo que se había impulsado en la historiografía anterior era criticado por los nuevos historiadores que se propusieron hacer una historia más narrativa, cercana casi diríamos al relato o lo anecdótico –lo cual puede suponer un grave defecto, pues nos llevaría quizás a relacionar un proceso histórico con el individuo peculiar y no con el más representativo de la mayoría–, pero también más humana y menos fría de forma que, como decía Stone, se preocupara de resolver las preguntas que interesaban a la gente[12].

Esta nueva tendencia de investigar la historia a través de un microscopio bebe de la antropología y de precursores como James Scott y Geff Eley, una disciplina ahistórica más centrada en la cultura del individuo o del grupo y que, gracias al análisis de lo cotidiano, «permite contemplar la/s política/s de los de abajo, y desde su perspectiva»[13] y de esta forma se puede aspirar a una suerte de historia total en la que intervengan diversos factores como política, economía, ideología y cultura como elementos clave que condicionan al individuo y así reconocer que «cada hombre y cada mujer ha “hecho historia” diariamente»[14]. Las masas populares y los individuos, la historia de los de abajo, nos lleva a alejarnos casi por obligación de lo que ya conocemos de sobra, es decir, las biografías de reyes, nobles o altos personajes, que podríamos considerar como los vencedores, para mirar con mayor detenimiento a las víctimas de la historia, es decir, los vencidos[15]. Aquellos con los que nunca se contaba.

Los individuos, sin embargo, no se tratan de sujetos aislados, sino que conviven en una sociedad y sus actuaciones, sus comportamientos, están motivados por unos intereses, es decir, «lo que los hombres tratan de hacer o dejar de hacer, se encuentra siempre dentro de la lógica de un nexo social»[16]. En este marco situamos también una suerte de dialéctica entre las clases altas y bajas –acaso usar los términos opresores y oprimidos–, pues las motivaciones individuales, que tendían a ser comunes a las de su clase o a demostrar una cierta solidaridad entre ellos, fueron las que despertaron movimientos sociales a lo largo de la historia, tal es el caso de las revueltas comunales durante la Edad Media y el enfrentamiento entre arriba-abajo, que desembocaba en protestas contra el poder en general, capaces de crear una simbología propia y unos modelos de actuación que los caracterizaran[17]. Por tanto, aunque los historiadores de la vida cotidiana y la microhistoria rechazaran en cierta medida los postulados del marxismo, no se puede negar que las desigualdades sociales han sido constantes en todos los períodos históricos, generando intereses individuales y movimientos generales, motivados en algunas circunstancias por la economía que, si bien es cierto que no puede explicar la totalidad de los factores, es uno de ellos y hay que prestarle la atención que merece.

Algunos autores se refieren a la cultura popular con términos como folklore, aunque llegados a este punto podemos decir que el concepto ha sido superado o, al menos actualizado, junto con la postura de aquellos que consideraban estas fuentes como un «acervo desordenado de ideas, creencias y visiones del mundo elaboradas por las clases dominantes quizás siglos atrás»[18]. Esto se debía a que la tradición historiográfica había dejado de lado al pueblo, como ocurría con los historiadores del Renacimiento, porque era un tema vulgar que restaba dignidad a la escritura histórica[19]. Aceptar que la cultura popular y el conjunto de sus ideas y costumbres son válidas para la investigación nos permite profundizar en la sociedad y en su mentalidad. De este modo, accedemos a nuevas fuentes «capaces de aportar matices a nuestras ideas […] y nos llevan a poner las actitudes populares en una perspectiva más amplia»[20].

Sobre las clases subalternas o las masas populares, al haber quedado marginadas en la historiografía, apenas tenemos fuentes que nos proporcionen información sobre ellas, suponiendo una clara limitación en el desarrollo de la microhistoria[21], que podemos encontrar y suplir gracias a obras literarias en las que se reflejen parte de la realidad, como es el caso de la obra de Juan Rulfo, ciñéndonos especialmente a El Llano en llamas y Pedro Páramo por su contenido que podríamos considerar de microhistoria y de historia de la vida cotidiana en un ambiente local –recordamos que Rulfo, además de ser narrador, trabajó como editor para el Instituto Nacional Indigenista lo que, sumado a su producción literaria, le valió el título del antropólogo más grande de México en la conferencia ‘Miradas cruzadas entre la literatura y antropología’ organizada por la UNESCO– que reflejaba la sociedad de la Revolución Mexicana, contando historias que, o bien eran autobiográficas en cierta forma –este sería el caso del relato ‘El Llano en llamas’, que está centrado en la figura del revolucionario Pedro Zamora, que buscó la ruina de su familia[22]–, o bien contaba lo que veía por los lugares como San Gabriel en el relato ‘En la madrugada’[23] o Sayula en Pedro Páramo de su región natal, Jalisco, confirmando la idea que mencionábamos de la historia de los derrotados, pues «nada más distante del hombre público que sus personajes pobres e iletrados y […] por la misma razón, nada más cercano al verdadero pueblo de México, a esa gente humilde con toda su carga de desaliento, frustración y escepticismo»[24].

Sin embargo, enfocarse en este tipo de sujetos históricos –aquí llamados vencidos–, supone también una limitación en el enfoque al buscar identificarse con aquellos que sufrían a través de la compasión o situando a modo de héroes a aquellos que sobrevivían[25]. Juan Rulfo imprimió en su narrativa su visión personal de la Revolución mexicana y la cristiada, así que se podría decir que es una fuente subjetiva de conocimiento, pero realmente él no opina sobre los acontecimientos, sino que describe lo que ve, es decir, «una Revolución […] que dejó al margen a indígenas y campesinos, a hombres y mujeres […] empujados al silencio, a la miseria y a la soledad»[26], en los que se veía a  revolucionarios que podían pasar en cuestión de días por bandos carrancistas, villistas o seguidores de Obregón[27], o a los hacendados aliarse con los revolucionarios que, en teoría, combatían al poder. Veamos a continuación un fragmento que lo ilustre:

–Necesitamos dinero, patrón. Ya estamos cansados de comer carne. […]

–¿Ahora te me vas a poner exigente, Damasio?

–De ningún modo, patrón. Estoy abogando por los muchachos; por mí, ni me apuro.

–[…] Yo ya te di. Confórmate con lo que te di.[28]

En este caso, la ficción no es inválida para la investigación si somos capaces de extrapolar conceptos comunes a la realidad histórica, sino que la imaginación es útil para reconstruir aquellos episodios oscuros que pueden hallarse perdidos porque no tuvieran relevancia suficiente para recogerlos o porque, por motivos políticos, fuera necesario no darlos a conocer. La microhistoria, la historia de la vida cotidiana y algunas obras literarias que pueden ayudarnos para su conocimiento nos sirven también a modo de denuncia social.

La relación entre historia y literatura –al menos la narrativa–, es evidente incluso en los autores clásicos que recurrían a la inventio. No en vano, el historiador debe ser también un narrador, capaz de completar los pasajes incompletos, de acercar la historia a un público más amplio –más allá del ámbito académico–, sin olvidarse de intercalar en la narración de los hechos sus propias conclusiones y el análisis de lo que quiere mostrar, como corresponde a una disciplina que recurre a la ciencia para sostenerse y que, aun en la microhistoria, es necesaria también una metodología científica para la investigación. Al mismo tiempo, no podemos negar que la Historia se trata también de un arte que necesita de un estilo con el que escribir.

Las nuevas fuentes pueden ir más allá de documentos escritos, en cualquiera de sus formatos pues, sobre todo si nos referimos a nuestra historia más reciente, podemos recurrir a la llamada historia oral para conocer testimonios directos de experiencias vividas. El periodismo, a través de entrevistas y reportajes, ha influido en gran medida a conservar esta información y los historiadores también han usado esto para sus investigaciones.

Manteniéndonos dentro de la Revolución Mexicana mencionada con Juan Rulfo, el periodista checo Egon Urwin Kisch fue a México para confirmar qué había de verdad en algunos titulares que hablaban de robo de tierras por el gobierno o del bolchevismo del país después de la Reforma Agraria de Lázaro Cárdenas. A las preguntas formuladas a los afectados por la repartición le daban respuestas como que los beneficios no llegaban a ellos, que el anticipo prometido no llegaba o que no se libraban de las deudas que arrastraban del año anterior[29]. Aquí vemos una visión muy cercana a la del escritor jalisciense, personas derrotadas, que sufren unas medidas que no cuentan con ellos, explicaciones que en ocasiones resultan ambiguas y, sobre todo, la percepción de que, en realidad, no existió una Revolución, sino más bien un proceso de revueltas que no vinieron a cambiar nada de lo que ya existía. De esta forma, se contradicen las versiones oficiales o las conclusiones generales extraídas únicamente del análisis de datos cuantificables.

Tampoco podemos descartar las aportaciones que la historia social ha realizado ya que las nuevas tendencias tienen algunas limitaciones como la escasez de fuentes para el estudio a través del microscopio, la subjetividad que a veces pueden presentar estas, centrarse en una historia de vencidos o clases que sufren dando de lado otras historias que nada tienen que ver con esto o que, al centrarse tanto en el individuo y en lo pequeño, sólo consigamos que la anécdota supere al objetivo principal de la microhistoria de rebatir las generalizaciones de la historia científico-social. Si establecemos una diferencia entre ambas, mientras que la historia social emplea el método deductivo –de una premisa general saca conclusiones individuales–, la microhistoria emplea el método inductivo por el que, a través del individuo, se puede llegar a explicaciones generales.

Más allá de esto, tampoco podemos negar que las nuevas tendencias han permitido profundizar en la mentalidad de la sociedad, no tanto en la superficie aparente o cuantificable con datos estadísticos que, pudiendo ser objetivos, hay que tratar también con tiento, sino llegando a conocer cómo pensaban, de dónde procedían sus tradiciones, sus intereses y las motivaciones que los impulsaban a realizar movimientos subversivos al poder –a veces la propia cultura popular o el folklore era una forma de hacerlo, aunque no tuvieran objetivos políticos definidos[30]– y marcaron la vida de las masas que hasta entonces habían pasado desapercibidas o tratadas como un elemento de menor importancia, poniendo en valor la actuación de la mayoría de la población.

Si bien en cierto que la historia social ya había logrado desplazar el foco de atención a estas clases más bajas, la microhistoria lo reforzó más aún, mirando el pasado de una forma totalizante, no sólo a través la economía o la demografía como explicaciones sociales, sino incluyendo todos los factores que afectaban al individuo, recurriendo a la antropología o, incluso, a la psicología para ello.

En cualquier caso, ambas tendencias tuvieron un aporte fundamental a la historiografía: virar desde la historia política y la sucesión de reyes, personajes importantes y acontecimientos destacados hacia los protagonistas mayoritarios de la sociedad, aquellos que, sin saberlo, sin destacar, generalmente sumidos en el silencio, se han encargado de hacer historia en la medida que sustento del sistema y, por ende, la historia social y las nuevas tendencias son parte de una misma realidad y disciplinas complementarias para conocer, ya sea a través del telescopio o del microscopio, cómo se comportaron y vivieron los que nos precedieron.

Rodolfo Padilla Sánchez

Rodolfo Padilla Sánchez

[1] Óscar RODRÍGUEZ BARREIRA: «Cambalaches: hambre, moralidad popular y mercados negros de guerra y postguerra», Historia social (2013), p. 149-174, esp. p. 150.

[2] Alf LÜDTKE: «De los héroes de la resistencia a los coautores. “Alltagsgeschichte” en Alemania», Ayer, 19 (1995), p. 49-69, esp. p. 54.

[3] George IGGERS: «Desde la macro a la microhistoria: historia de la vida cotidiana», en id.: La historiografía del siglo XX. Desde la objetividad científica al desafío posmoderno, México, FCE, 244, pp. 167-191, esp. p. 171.

[4] Eric HOBSBAWM, M. FERRANDIS GARRAYO: «De la historia social a la historia de la sociedad», Historia social (1991), p. 5-25, esp. p. 5-6.

[5] LÜDTKE: «De los héroes de la resistencia…», esp. p. 53.

[6] Lawrence STONE: «El resurgimiento de la narrativa: reflexiones acerca de una nueva y vieja historia», en id.: El pasado y el presente, México, FCE, 1986, pp. 95-120, esp. p. 102.

[7] IGGERS: «Desde la macro a la microhistoria…», esp. p. 170.

[8] Ibid. p. 178.

[9] LÜDTKE: «De los héroes de la resistencia…», esp. p. 51.

[10] Thomas LINDENBERGER, Cristina Álvarez GONZÁLEZ: «La sociedad fragmentada: «activismo societario» y autoridad en el socialismo de Estado de la RDA», Ayer (2011), p. 25-54, esp. p. 26.

[11] IGGERS: «Desde la macro a la microhistoria…», esp. p. 167-168.

[12] STONE: «El resurgimiento de la narrativa…», esp. p. 110.

[13] RODRÍGUEZ BARREIRA: «Cambalaches…», esp. p. 151.

[14] LÜDTKE: «De los héroes de la resistencia…», esp. p. 50.

[15] Ibid. p. 51.

[16] Alf LÜDTKE; Josep Monter PÉREZ: «Sobre los conceptos de vida cotidiana, articulación de las necesidades y «conciencia proletaria», Historia Social (1991), p. 41-61, esp. p. 41.

[17] José María MONSALVO ANTÓN: «Lo que muestran los conflictos sociales: estructuras, discursos y mentalidades medievales», en id.: Los conflictos sociales en la Edad Media, Madrid, Síntesis, 2016, pp. 291-327.

[18] Carlo GINZBURG: «Prefacio», en id.: El queso y los gusanos, Barcelona, Muchnik editores, 1997, pp. 9-24, esp. p. 10.

[19] Peter BURKE: «Del Renacimiento a la Ilustración», en Jaume AURELL et al: Comprender el pasado. Una historia de la escritura y el pensamiento histórico, Barcelona: Akal, 2013, esp. pp. 143-149.

[20] Gábor Tamás RITTESPORN: «Resistencia cotidiana: el folklore soviético no oficial en los años treinta», Cuadernos de historia contemporánea, 22 (2000), p. 275-302, esp. p. 278.

[21] GINZBURG: «Prefacio», esp. p. 9.

[22] José Carlos GONZÁLEZ BOIXO: «Introducción», en Juan RULFO: Pedro Páramo, Madrid, Cátedra, 2020, pp. 9-81, esp. p. 14.

[23] Juan RULFO: El Llano en llamas, Madrid, Cátedra, 2017, pp. 144-150.

[24] Silvia LORENTE MURPHY: «La Revolución Mexicana en la novela», Revista Iberoamericana, 148 (1989), vol. 55, p. 847-857, esp. p. 854.

[25] LÜDTKE: «De los héroes de la resistencia…», esp. p. 57.

[26] LORENTE MURPHY: «La Revolución Mexicana en la novela», esp. p. 854.

[27] Ibid. p. 209.

[28] RULFO: Pedro Páramo, p. 200.

[29] Fernando BENÍTEZ: Lázaro Cárdenas y la Revolución mexicana. Fondo de cultura económica, 1978, p. 33.

[30] RITTESPORN: «Resistencia cotidiana…», esp. p. 279.

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