Cuando el más tonto se cree el más listo. Historia del zumo de limón invisible y de los psicólogos que se lo creyeron.

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La ignorancia genera confianza con más frecuencia que el conocimiento
Charles Darwin

¡Pero me eché zumo de limón! ¡Me eché zumo de limón!, brama una y otra vez el detenido. No da crédito a lo que está sucediendo. Los detectives, sentados frente a él, le están explicando que ha sido identificado por una de las cámaras de seguridad.

Sin embargo, el interrogado sigue pensando que todo aquello no le puede estar sucediendo a él. El hecho de que las cámaras hayan podido grabarle es, sencillamente, imposible, pues, como bien explica, roció su rostro con zumo de limón.

Enero de 1995. Pittsburg. Pensilvania.

Los policías se miran. Para bromitas están ellos. Hasta que caen en la cuenta de que aquel tipo puede estar hablando completamente en serio. Uno de ellos por fin se levanta y viene a decirle algo así como:

Pero vamos a ver alma de cántaro ¿en qué momento pensaste que rociándote la cara con zumo de limón las cámaras no lograrían captar tu careto?

Esto en inglés suena un poco diferente.

El acusado no se baja de la burra y está dispuesto a demostrarlo. Es un plan sin fisuras.

Los agentes, por supuesto, quieren verlo con sus propios ojos. Le conceden todo lo que pide, tampoco es tanto; un poco de zumo de limón y una Polaroid. Empieza a impregnarse el rostro con el zumo, ojos incluidos. Imaginad la escena (y los gritos de escozor). Palpa la mesa hasta dar con la cámara y se hace un “selfie”.

Los policías piensan que aquello que están presenciando no puede ser cierto. Si no se descojonan en la cara de aquel morlaco es como para ponerles un monumento en la puerta de la comisaria.

Sale la fotografía. Efectivamente, ni rastro del tipo cuya piel ya se está cayendo a trozos y cuyos ojos echan fuego por efecto del zumo de limón. El problema es que no sale en la foto no porque sea invisible, sino porque ha apuntado a Dios sabe dónde.

Total que aquel tipo no sólo cree que es invisible, sino también que así sería capaz de atracar un banco a rostro descubierto y, lo peor de todo, es que lo lleva a cabo. Con dos cojones.

McArthur Wheeler, como así se llama el protagonista de nuestra historia (y que para tener un nombre tan molongo tampoco es que sea el lápiz más afilado del estuche) explica que le habían dicho que el zumo de limón le hacía invisible ante las cámaras.

La fuente de información (no sé si otro lumbreras o alguien que quiso echarse unas risas ante la ingenuidad del amigo), probablemente había malinterpretado el milenario uso de limón como tinta invisible para ocultar mensajes secretos.

Sin embargo, y lo peor de todo, es que Wheeler no era la primera vez que atracaba un banco utilizando este método. No. Era la segunda. Y la primera vez le había salido bien.

Otra cosa a tener en cuenta es que Wheeler era un tipo que rondaba el 1,70 y pasaba de los 130 kgs. de peso. Es decir, que no tenía que pasar dos veces por delante para verle. Tampoco era ningún imberbe, en el momento que esto sucedió contaba con 44 años.

El psicólogo que se lo creyó

Hasta aquí podría haber sido una de estas historias disparatadas de cuantas pueblan la realidad sin mayor trascendencia. Pero hubo un tipo al que todo esto le llamó profundamente la atención. De todo esto, lo que más le intrigaba es que alguien tan estúpido, todo hay que decirlo, tuviera tanta confianza respecto a sus habilidades ¿y si había personas con puntos ciegos sobre sus incompetencias?

Así fue como David Dunning, profesor de psicología social en Cornell, le comentó todo esto a su colega Justin Kruger. El suceso les resultaba fascinante, por lo que no tardaron en ponerse manos a la obra.

Los conejillos de indias, como no podía ser de otra manera, fueron los alumnos de ambos. Estos fueron medidos según sus habilidades en gramática, razonamiento lógico y humor. Además, se les preguntó acerca de cual creían que era su competencia en estas áreas. Aquellos alumnos que carecían de habilidades en determinadas áreas eran más propensos a no notar esas carencias que aquellos que sí eran duchos. Según iban diseñando experimentos y evaluando los resultados fueron descubriendo un patrón sorprendente: aquellos cuyo rendimiento estaba en el 25% inferior del total sobrestimaron de manera dramática sus propias habilidades.

Así fue como Dunning y Kruger llegaron a una conclusión letal:

No sólo llegan a conclusiones erróneas y toman decisiones desafortunadas, sino que su incompetencia les priva de la capacidad de darse cuenta de ello

El nacimiento de un efecto

El artículo en el que desembocó todo esto no tardó en convertirse en todo un clásico. Acababa de nacer el “efecto Dunning-Kruger

Quizás en la ironía más cruel, lo que es más probable que la gente ignore es el alcance de su propia ignorancia: dónde comienza, dónde termina y todo el espacio que ocupa en el medio”, nos diría Dunning en un escrito posterior. Pero, como señalaron los dos psicólogos, esta percepción irreal se debe a que las habilidades y competencias necesarias para hacer algo bien son, precisamente, las habilidades requeridas para poder estimar acertadamente el propio desempeño dentro de la tarea.

Las conclusiones a las que llegaron fueron que, para cierta incompetencia respecto a cierta área de conocimiento, las personas incompetentes;

1- Se muestran incapaces de reconocer su propia incompetencia

2- Tienden a no poder reconocer la competencia de las demás personas

3- No son conscientes de hasta qué punto son incompetentes

4- (No todo está perdido). Si son entrenados para incrementar su competencia, serán capaces de reconocer y aceptar su incompetencia previa.

El efecto Dunning-Kruger en zapatillas de andar por casa

Tratemos de ejemplificar todo esto. Pongamos que mi habilidad matemática sea excepcionalmente mala (¡OJO! Que no estoy diciendo que esto sea así, pero que podría ser). Mi conocimiento para ser capaz de identificar que mi nivel matemático es ínfimo y así poder ponerle remedio es, justamente, conocer las propias reglas matemáticas. Únicamente sabiendo más de matemáticas sería capaz de tomar conciencia de mi incompetencia o, en su defecto, que alguien más versado que yo en la materia, me haga caer en la cuenta de los errores que haya podido cometer a la hora de realizar operaciones matemáticas. Detectar mi falta de habilidad para con las matemáticas no corregirá mis lagunas de forma automática; tan sólo me hará tomar conciencia de que mis habilidades podrían, digamos, mejorarse. Pues esto mismo, ocurre con cualquier otra área de conocimiento que se te pueda ocurrir.

Se ha llegado a describir, aunque no existen conclusiones claras al respecto, de que lo que puede haber detrás de todo esto sea una baja autoestima, aunque a priori, pueda sonar paradójico. Es esta causa, precisamente, la que les lleva a crear una amalgama de “ilusiones” con el objeto de defenderse con el fin de auto-protegerse y aparentar. Y, aún más, ser capaces de defenderlas férreamente hasta que, al final, se llega a perder el equilibrio personal y la falta de realismo sobre la propia incompetencia.

Un mundo de cuñados

Así podemos comprender como ese amigo que siempre insiste en que compremos su libro que, según él, va a dejar a la altura del betún al mismísimo Ken Follet, no ha vendido un sólo ejemplar a pesar de la chapa que da en redes sociales. O la reencarnación de Freddie Mercury que tenemos en nuestro primo, únicamente, canta en la ducha. Seguro que hemos presenciado, en más de una ocasión, a algún entendido en una materia concreta hablando de forma sosegada y argumentando respecto a alguna cuestión mientras un exaltado oyente jura y perjura sus argumentos de forma absoluta y contundente esas mismas cuestiones porque lo ha visto en un vídeo de YouTube.

Pacientes corrigiendo el diagnóstico al médico y grupos de madre expertas en didáctica y pedagogía criticando los métodos de la profesora en el parque del colegio, ponen en movimiento lo aquí explicado.

Sin embargo, si que te pido un poco de cautela; nadie es capaz de escapar, completamente, de este efecto. Tú, que lees estas líneas, tampoco, y yo, menos que nadie.

Por Rubén Blasco

Fuentes;

lamenteesmaravillosa.com

Por qué creemos en mierdas” (2020) de Ramón Nogueras

bbc.com

psicologíaymente.com

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