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En este artículo me propongo ahondar y posicionarme de forma explícita en una cuestión que ha aparecido varias veces en mis textos anteriores[i]: se trata de las creencias científicas en torno al sexo humano. Es frecuente que los textos feministas clásicos empiecen aclarando la diferencia entre los conceptos de sexo y género, llevando el primero al campo de lo biológico y desplazando el segundo al terreno de lo social. Mi intención es dar algunas notas para discutir dicha separación e incluso para invertir su orden causal: de sexoàgénero, a géneroàsexo.

Empecemos por el comienzo. El sociólogo Gerard Coll-Planas nos explica de forma sencilla, en su obra de cabecera ‘Dibujando el género’[ii] (2013, pp.14-15), el presupuesto básico de que sexo y género son cosas diferentes. El sexo es lo que nos distingue como hembras o machos humanxs, y para hacerlo, busca hasta cinco diferencias: nuestros genitales externos (vagina VS pene), nuestras gónadas (ovarios VS testículos), nuestras hormonas (estrógenos VS testosterona), nuestros cromosomas (XX vs XY) y nuestras características sexuales secundarias (el desarrollo de las mamas, la cantidad de vello corporal, la forma del torso, la distribución de la musculatura y la grasa…). Estas diferencias están en nuestros cuerpos, así que parece una consecuencia lógica que se encarguen de analizarlas las ciencias del cuerpo: biólogxs y profesionales y teóricxs de la salud como endocrinxs, ginecólogxs o urólogxs. En cambio, el género (que tiene muchos componentes) se asocia a los roles que inculcamos a las personas en función de su sexo: es algo que se educa durante nuestro proceso de socialización, y así convertimos a los machos humanos en hombres y a las hembras humanas en mujeres, con todas las limitaciones y presiones sociales que ello conlleva a la hora de ser tratadxs, comportarnos, interactuar, pensarnos a nosotrxs mismxs y escoger libremente nuestras vidas.

Estamos habituadxs a que, desde que una ecografía revela que la persona que está por nacer tendrá una u otra anatomía, arranca la socialización de género: desde los colores de la ropa que le compramos hasta las expectativas que ya comenzamos a elaborar sobre su futuro. De este modo, cuando hemos construido culturalmente a personas con identidades y roles de género distintos, tendemos a buscar la raíz de sus diferencias sociales en sus cuerpos, amparándonos en que la ciencia nos reveló sus sexos, que son visiblemente distintos por naturaleza, lo cual no puede ser sino una verdad indiscutible: lxs humanxs somos machos o hembras. Pero, ¿que sea ‘ciencia’ significa que es la ‘verdad’ y que es ‘indiscutible’? Gerard Coll-Planas (2013, p.30) nos insinúa que tenemos argumentos para dar la vuelta a la tortilla y cuestionar que sea el sexo (lo biológico, lo natural, lo científico) lo que crea el género, exponiendo dos razones.

Una: los ideales normativos de género nos llevan a transformar nuestros cuerpos, y el mejor ejemplo de ello lo encontramos en lxs bebés intersexuales. Según Coll-Planas (2013, pp.64-72), 1 de cada 100 recién nacidxs tiene alguna diferencia en su desarrollo sexual con respecto a las expectativas biológicas, y 1 de cada 2.000 tiene unos genitales con apariencia suficientemente distinta como para que a lxs médicxs les resulte problemático anunciar si se trata de una niña o de un niño. Hablamos de una cifra importante, que nos hace pensar que la supuesta verdad científica de los dos sexos (el ‘dimorfismo sexual humano’) se tambalea: ya no es tan clara la división natural de los sexos. La intersexualidad hace referencia a lxs bebés cuyos genitales, a primera vista, no son como se esperaría que fuesen ni unos genitales de hembra ni unos de macho. Y también a aquellxs niñxs y adultxs con cuerpos que difieren de las expectativas sexocorporales, y que al estudiarlos médicamente, se aprecia que combinan genitales, gónadas, hormonas, cromosomas y/o caracteres sexuales secundarios que entendemos como exclusivos de mujeres o de hombres. En el caso de lxs bebés esto es especialmente conflictivo, porque en la mayoría de estados del mundo (salvo algunas maravillosas excepciones, que van en aumento), la legalidad obliga a censar a lxs recién nacidxs atribuyéndoles un sexo registral (H o M). Y porque las familias necesitan saber de qué sexo es su hijx, para comenzar a educar en base a una identidad y unos roles de género.

En estos casos hay que tomar una decisión: familiares y médicxs escogen cuál será el sexo, ya que la naturaleza no nos ha proporcionado evidencias científicas suficientes para que el sexo ‘venga dado’. Es cierto que en ocasiones los ‘genitales ambiguos’ pueden generar molestias  o dificultar la salida de la orina o devenir en complicaciones futuras, así que hay que intervenir quirúrgicamente. Pero en la mayoría de los casos no hay un riesgo inminente para la salud, y aún así se decide operar: hablamos de operaciones estéticas, que corrigen lo que nos parece un defecto o anomalía natural (la ‘ambigüedad sexual’) y que nos impide seguir educando como mujeres o como hombres en base a los cuerpos. Principalmente los criterios que determinan si masculinizamos o feminizamos el cuerpo delx bebé son la estimación de si podrá penetrar en base a la longitud de su pene/clítoris, o a la hipotética fertilidad futura de su útero. El debate es complejo: desde hace años hay un intenso movimiento de la comunidad intersex que aboga por reservar a la persona intersexual, cuando crezca, el derecho a decidir si intervenir o no su cuerpo, y cómo, en base a la identidad de género que libremente haya integrado. Pero también hay personas que han lamentado que desde bebés no se les haya intervenido, porque vivimos en un mundo que pese a estas evidencias sigue creyendo que hay sólo dos sexos: una creencia social y cultural que aparenta ser natural y científica, y que les ha hecho sufrir porque sus cuerpos, inclasificables como hembras o machos, se han considerado monstruosos, deficientes, equivocados, aberrantes.

El debate persiste, pero lo que sí podemos concluir es que, para la naturaleza, el sexo es un continuo, con distintos grados, y no dos categorías cerradas: nuestras ideas acerca de los géneros (hombres que puedan penetrar VS mujeres que puedan quedarse embarazadas) nos llevan a transformar nuestros cuerpos. Desde la filosofía también encontramos reflexiones sobre este tema, como hace Beatriz/Paul Preciado en su ‘Manifiesto contra-sexual’[iii] (2002, pp.99-117): asignar un sexo a estas personas supone escoger, en base a expectativas sociales, unos criterios que nos ayuden a decidir sobre la naturaleza que queremos dar a unos cuerpos que de por sí escapan del dimorfismo sexual supuestamente natural. Definimos (no la naturaleza, sino lxs seres humanxs) la identidad sexual a partir de un a priori estético-anatómico al que nos aferramos para imponer la coherencia de los cuerpos sexuados, claramente diferenciados, que en el fondo nos sirvan como excusa para que nadie escape de los únicos géneros políticos que admitimos como sujetos de (diferentes) derechos y obligaciones: mujeres u hombres. Ya hemos visto ejemplos de ello en otros artículos, como la/el artista intersex y queer actual Del LaGrace Volcano[iv], el caso del siglo XIX de Reyes Carrasco y Huelva[v], o el de Helena de Céspedes[vi] en el siglo XVI.

Segunda razón que nos daba Gerard Coll-Planas, y muy relacionada con la anterior: el género es lo que da significado a nuestros cuerpos, porque nos dice cómo debemos interpretarlos. También hemos trabajado varios casos en otros textos. El ejemplo más ilustrativo lo constituye la mayor parte de las cirugías estéticas, dado que quienes hacen uso de ellas suelen hacerlo guiadxs por el deseo de que sus cuerpos se acerquen más a lo que nuestra cultura espera de un cuerpo (bello, ideal, perfecto) de mujer o de hombre. Si esperamos que una hembra humana tenga mamas visiblemente desarrolladas, y además esto nos parece deseable (estética y eróticamente), no es de extrañar que una mujer acusada de tener ‘poco pecho’ se someta a un aumento quirúrgico. Del mismo modo, el comportamiento atípico de un hombre cisexual que amamante a sus hijxs y al que no le atemorice la idea de tener unas mamas desarrolladas (ya vimos en un artículo[vii] previo que esto es una verdad científica silenciada, por motivos socioculturales) nos plantea dudas sobre cómo considerarle a nivel sexuado: ¿si da de mamar, es posible que hablemos de un macho humano? Este mismo razonamiento se extiende a todos los rincones de nuestros cuerpos: desde el corte de pelo hasta la ropa con que lo cubrimos, todo sirve para dar pistas del sexo-género que queremos que lxs demás nos atribuyan cuando nos miran. De ahí que, por ejemplo durante el franquismo, una mujer con un cabello y un atuendo ‘masculinos’ fuese percibida como desviada, como menos mujer y como un peligro para la división de los géneros, como ya analizamos en un artículo anterior[viii].  Por no detenernos (una vez más)[ix] en las razones para desear agrandar nuestros penes o empequeñecer nuestras vaginas mediante cirugías, que podemos resumir en que, al hacerlo, nosotrxs mismxs y todx aquellx que contemple o toque nuestros genitales nos considerará ‘más’ (más hombres, más mujeres, más masculinos, más femeninas, más atractivxs). Un último ejemplo es la necesidad que se inculca/sienten algunas personas transexuales de someterse a operaciones de ‘reasignación genital’ (como la modelo Andreja Pejic[x]) para que sus cuerpos sean interpretados como más ‘coherentes’ con las identidades de género en base a las que quieren ser reconocidxs, subjetiva y socialmente.

En suma, estos innumerables fenómenos nos conducen hasta uno de los postulados de la teoría queer: que no solamente el género, sino también el sexo, es un constructo social. No se trata de negar la materialidad de los cuerpos, porque es innegable que un cuerpo posee una anatomía u otra(s); más bien, se trata de comenzar a admitir que lo que entendemos como comprensión científica del sexo es más bien una interpretación de la materialidad del cuerpo, que está condicionada por nuestro mundo social y cultural, y que influye y repercute en la materialidad de la carne, y que podemos transformar. De hecho, no es la primera vez que lo hacemos: el historiador y sexólogo Thomas Laqueur, en ‘La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud’[xi] (1994) nos explica detalladamente cómo, desde la antigüedad clásica hasta finales del siglo XVII, la medicina occidental sostuvo que la especie humana disponía de un único sexo (p.55), con una vertiente perfecta y una imperfecta, que daban lugar a dos géneros: hombre y mujer, respectivamente. La ciencia de esas épocas determinaba que los órganos sexuales y reproductores masculinos y femeninos eran los mismos, con la excepción de ser unos externos y otros internos: los testículos eran ovarios, la cavidad vaginal era la cavidad interna del pene, etc. Los genitales humanos eran así uno solo, y el heteropatriarcado europeo se encargó de que la medicina, que no encontraba diferencias cualitativas sino de grado, incorporase a la ciencia las categorías (supuestamente naturales pero en realidad naturalizadas) de ‘perfecto’ e ‘imperfecto’: una vez más, nuestro entendimiento (desigualitario) del género daba sentido a nuestras diferencias corporales. El modelo ‘monosexual’ o de sexo único se mantuvo durante siglos en tensión con la teoría del dimorfismo sexual, coexistiendo y pujando por alzarse como verdad científica (p.203), pero fueron acontecimientos sociales los que impulsaron el cambio de paradigma que perdura hasta hoy. La teoría de los dos sexos comenzó a imponerse durante la Ilustración, es decir, cuando las vindicaciones de libertad e igualdad colectivas amenazaban el dominio del hombre cisheterosexual sobre las mujeres. Y dado que la Ilustración renunciaba al determinismo y las imposiciones sociales de la religión o de la tradición, se revisaron las ciencias naturales, buscando en ellas una justificación para el acceso desigual de mujeres y hombres a la esfera pública, al poder y a la toma de decisiones (p.330). Sería demasiado inocente y poco realista considerar casual la coincidencia de aquel momento de restricción de derechos femeninos, con el ‘descubrimiento’ (que más bien podríamos llamar ‘creación’) de los dos sexos humanos, descartando que la historia y nuestras convicciones políticas puedan afectar a la ciencia que elaboramos (como de hecho sostengo que sucede).

Llamo ‘cientifismo’ al abuso del calificativo ‘científico’ para legitimar creencias y desigualdades de orden social y cultural, o bien al abuso del método científico para intentar explicar por completo fenómenos complejos, que necesitan complementarse con análisis sociales y humanistas. Creo que las explicaciones hegemónicas sobre el sexo adolecen de cientifistas, y para comprender estos juegos de interés e interacción ciencia-sociedades de obligada recomendación la obra ‘Cuerpos sexuados. La política de género y la construcción de la sexualidad’[i] (2006) de la bióloga feminista Anne Fausto-Sterling, con dos de cuyos pasajes quiero finalizar mi reflexión:

“Al anteponer lo normal a lo natural, los médicos también han contribuido a la biopolítica poblacional. Nos hemos convertido, escribe Foucault, en una «sociedad de normalización» […] Pero la norma de género es una imposición social, no científica […] ¿Por qué debería preocuparnos que haya personas cuyo «equipamiento biológico natural» les permita mantener relaciones sexuales «naturales» tanto con hombres como con mujeres? ¿Por qué deberíamos amputar o esconder quirúrgicamente un clítoris «ofensivamente» grande? La respuesta: para mantener la división de géneros, debemos controlar los cuerpos que se salen de la norma. Puesto que los intersexuales encarnan literalmente ambos sexos, su existencia debilita las convicciones sobre las diferencias sexuales” (Fausto-Sterling, 2000, p.23)

“La anatomía externa parece un asunto simple. ¿Tiene cinco dedos la mano del bebé, o seis? Se cuentan y ya está. ¿Tiene pene o vagina? Se mira y ya está. ¿Quién puede estar en desacuerdo acerca de las partes corporales? […] A la hora de comprender cómo y por qué pueden prolongarse tanto estos debates, continúo insistiendo en que los científicos no se limitan a interpretar la naturaleza para descubrir verdades aplicables al mundo social, sino que se valen de verdades extraídas de nuestras relaciones sociales para estructurar, leer e interpretar la naturaleza” (Fausto-Sterling, 2000, pp.143-144)

Salmacis Ávila

Referencias

Consultar el párrafo sobre el ‘sexo’ en https://anthropologies.es/poder-encarnado-carne-apoderada-carne-no-empoderada-2/

 

Coll-Planas, Gerard y Vidal, María (2013). Dibujando el género. Egales, Barcelona.

 

Preciado, Beatriz (2002). Manifiesto contra-sexual. Opera Prima, Madrid.

 

https://anthropologies.es/arte-y-disidencia-crudeza-y-belleza-hermaphrodite-torso/

 

https://anthropologies.es/matrimonios-intragenero-espanoles-del-matrimonio-gay-2005-i/

 

https://anthropologies.es/matrimonios-intragenero-espanoles-del-matrimonio-gay-2005-ii/

 

https://anthropologies.es/mamando-lo-impensable-lactancia-masculina/

 

https://anthropologies.es/las-invisibles-mujeres-lesbianas-franquismo/

 

https://anthropologies.es/construyendo-cuerpos-penes-estirados-y-vaginas-contraidas/

 

https://anthropologies.es/andreja-pejic-de-transgenero-a-mujer/

 

Laqueur, Thomas (1994). La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud. Cátedra, Madrid.

 

Fausto-Sterling, Anne (2006). Cuerpos sexuados La política de género y la construcción de la sexualidad. Melusina, Barcelona.

Imágenes

  1. https://mosaicscience.com/sites/default/files/styles/story_999/public/mosaic-science_02_Intersex_SariCohen_0.jpg?itok=7kzcFzO_
  2. http://www.atlasofpelvicsurgery.com/1VulvaandIntroitus/17hypertrophiedclitoris/chap1sec17images/chap1sec17image1-2.jpg
  3. https://pbs.twimg.com/media/CijNFGhWwAAI0Xq.jpg
  4. http://www.atlasofpelvicsurgery.com/1VulvaandIntroitus/17hypertrophiedclitoris/chap1sec17images/chap1sec17image5-6.jpg
  5. http://www.clicmagazine.cl/wp-content/uploads/2013/08/Captura-de-pantalla-2013-08-22-a-las-22.46.06.png
  6. http://thelivingcanvas.com/wp-content/uploads/2016/10/Transformation4.jpg

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