Arcoíris en sepia: notas sobre diversidad sexual en el siglo diecinueve (II)

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Retomando el hilo del texto anterior  volvemos a la segunda mitad del siglo diecinueve, época en que se fragua la ‘identidad homosexual’. Entendida como una anomalía médica de ‘hermafroditismo psíquico’ que permite atribuir el deseo a ‘la naturaleza’ y no al pecado, es a la vez un fenómeno social peligrosamente extensivo o ‘contagioso’. Este miedo daría lugar al pánico moral y al endurecimiento de las leyes y la tolerancia social hacia el homoerotismo, surgiendo como reacción el primer movimiento asociativo.

Más que describir y categorizar alx homosexual como un tipo de persona específico, durante el fin del siglo diecinueve adquiere enorme relevancia la diferenciación homosexualidad/heterosexualidad, porque la primera, aunque comienza a percibirse como una identidad estable e inmutable, también se cree que actúa como un fenómeno que se extiende por todo el cuerpo social, que gana adeptxs, que incrementa sus filas… ¿Nos es familiar? ¿A alguien le suena eso de ‘cada vez hay más homosexuales’ que hoy día seguimos escuchando? En otras palabras: cualquier persona es susceptible de deslizarse hacia ese espacio de marginalidad y abyección, de ‘convertirse’ (Córdoba, 2007, pp.48-49).

A la luz de este miedo a la propagación homosexual, podemos comprender por qué la sociedad prefiere escuchar la versión psiquiátrica de la homosexualidad, en lugar de dar voz a la propia población homosexual: es estratégico no facilitar el relato del ‘culpable’ fuera del control médico, porque puede resultar turbador, sugerente, seductor, carnal; en lugar de ello, la homosexualidad debe permanecer como objeto de estudio médico, abstracto, lejano (Hocquenghem, 2007, pp.24-25).

Cabe mencionar que las preocupaciones en torno a la homosexualidad, según indica la literatura científica de la época, versan principalmente sobre homoerotismo masculino, y no por casualidad: en líneas generales, se entiende que el riesgo de ‘convertirse’ es mayor entre hombres. ¿Por qué? Porque el modelo vigente de interacción y ocupación del espacio público -en el que los varones disponen de muchas más áreas de reunión y confraternización, facilitando la dominación sobre las mujeres, que no tienen permitido integrarse en estos espacios-, aunque prohíbe el homoerotismo, en la práctica lo hace posible. Los hombres deben entonces ‘demostrar’ que no son homosexuales, ansiosa y constantemente, porque el aumento del interés científico y de los discursos, debates y charlas sobre sexualidad, viene acompañado del incremento de la curiosidad por los placeres perversos (Córdoba, 2007, pp.48-49). Incluso hoy podemos observar numerosos ejemplos de cómo la socialización de género de los hombres pasa por evitar cualquier elemento que ponga en duda su virilidad y su deseo por las mujeres, y por exagerar aquello que les haga parecer ‘más hombres’, especialmente en grupo.

La mayor parte de las urbes de Europa occidental y Norteamérica del siglo diecinueve, disponen de zonas en las que los hombres pueden pasear en busca de otros hombres (Rubin, 1989, p.147). En París, por ejemplo, entre 1890 y 1910 las transformaciones urbanas de alumbrado público provocan que los lugares de sexo oculto al aire libre se frecuenten menos, así que se multiplican las fiestas privadas y los establecimientos públicos que facilitaban encuentros sexuales entre hombres. Con el tiempo, se diversifican en función de actividades y gustos más concretos, ocupando un espacio urbano visible y reconocible en barrios delimitados. Esta concentración es particularmente notable en el espacio burgués, lo cual puede explicar que durante la Belle Époque la homosexualidad sea percibida como un vicio propio de las clases aristocrática y burguesa (Boivin, 2011, pp.152-153).

Otro ejemplo es Nueva York, donde entre 1890 y 1930 se crean multitud de barrios marcadamente homosexuales, con un estilo y unos patrones claramente definidos en base a criterios como las prácticas sexuales, la clase social o la raza. Existen pues culturas homosexuales visibles e integradas en el medio urbano, al ocupar la población homosexual espacios de maneras diversas -en torno a hábitos, vocabularios, preferencias sexuales y formas de sociabilidad- y constituyendo así territorios en los que aliarse, reconocerse, y disfrutar de seguridad y anonimato (Boivin, 2011, pp.148-149). Comienzan a formarse lo que en el futuro conoceremos como ‘zonas rosas’ o ‘guetos gays’.

En lo que respecta a las mujeres, bien es sabido que la sexualidad ha sido mucho más invisibilizada. En el siglo diecinueve puede encontrarse, por ejemplo, la institución del matrimonio bostoniano en los Estados Unidos, que implica el reconocimiento de la unión entre mujeres intelectuales y acomodadas que deciden convivir juntas. Sin embargo, se entiende que renuncian al matrimonio y a la intimidad con hombres para dedicarse por completo a sus inquietudes artísticas, junto a compañeras afines. Entonces, lo que se reconoce socialmente son relaciones amistosas, sin connotaciones sexuales, y más importante: que no se ven, que quedan encerradas en el ámbito privado, sin suscitar alarma social como su contraparte masculina (Platero y Gómez, 2007, p.53).

Siendo así, las comunidades lesbianas parecen haberse formado más despacio y a menor escala. No obstante, ya en el París de 1890 existen cafés con una evidente clientela lesbiana, de modo que probablemente en otros lugares de Europa occidental existieran espacios similares (Rubin, 1989, p.147). Sea como sea, la identidad lesbiana propiamente sexualizada nace también a finales del siglo diecinueve, en parte por el ansia de controlar y clasificar cualquier posible manifestación del deseo sexual así como por la necesidad de incluir en el propio lenguaje patologizador cualquier situación anómala… y por otra parte, más que probablemente, con el objetivo de fracturar los posibles vínculos afectivos que pudieran unir a mujeres para fortalecerlas y rebelarse ante la opresión masculina (Weeks, 1998, p.76). Dicho todo lo anterior, no parece casual que en nuestros días sea tan desproporcionadamente diferente la cantidad de espacios públicos de sociabilidad -bares, discotecas, saunas…- para gays y para lesbianas que podemos encontrar en nuestras ciudades.

Pero retomemos nuestro hilo principal. Desde las postrimerías del siglo diecinueve hasta nuestros días, coexisten dos pensamientos: lxs homosexuales son enfermxs por naturaleza -así que precisan de cura o exterminio- pero también pueden corromper, desviar y enfermar a otrxs que antes no lo eran. La homosexualidad supone un riesgo casi pandémico porque todo el mundo puede, potencialmente, llegar a ser definidx por tal categoría (Córdoba, 2007, p.49). Y esto exige control: mantener un orden social -de lo que se deduce que este orden reproductivo-heterosexual no es tan natural como se quiere hacer creer- que puede verse amenazado (Córdoba, 2007, p.25; Weeks, 1998, pp.65-66). La sociedad comienza entonces a experimentar delirios interpretativos que la llevan a localizar constantemente a su alrededor indicios de una conspiración homosexual. El terror aparece cuando el varón homosexual, concebido como incapaz de controlar su deseo sexual patológico -tenemos aquí un antecedente de otro mito que perdura en el presente: la ‘promiscuidad gay’-, induce en quienes descubren su orientación un pavor paranoico, bien a ser violados, bien a despertar un componente homosexual en su propia libido (Hocquenghem, 2009, pp.27-28).

Para hacernos una idea de lo que socialmente se pensaba sobre la sexualidad en general a finales del siglo diecinueve, el psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing llegó a proclamar que la moral, las creencias y las restricciones sociales debían dictarse en contra del instinto sexual porque este es poderoso y descontrolado (Weeks, 1998, p.62). Así, el discurso social sobre la homosexualidad en particular se articuló desde la paranoia y la angustia de intentar sofocar, reprimir y eliminar unas experiencias sexuales que no dejaban de renacer, resurgir, aflorar (Hocquenghem, 2009, p.28).

Y aunque podamos pensar que unas prácticas sexuales que transcurren en un ámbito íntimo y oculto no tienen intención de desestabilizar el orden establecido -heterosexual, monógamo y procreador-, los poderosos pensaban que la mera existencia del homoerotismo lo desafía. Por ello, la sexualidad nunca se ha considerado algo simplemente privado: siempre ha sido una cuestión política, importante para quienes regulan nuestra conducta y nos proponen determinados modelos de ciudadanía (Platero y Gómez, 2007, pp. 55-56). Cabe preguntarse entonces por qué otros comportamientos eróticos despreciados moralmente, como el fetichismo, no son tan perseguidos ni criminalizados. La respuesta reside en que el estigma se vuelve mayor cuando una forma de placer se convierte en motivo de preocupación e histeria sociopolítica, y la homosexualidad, al contrario que otras prácticas más desapercibidas, ha sido una de ellas (Rubin, 1989, p.151), posiblemente por ese terror que describíamos ante la posibilidad de contagiarse o dejarse seducir. ¿Cómo esos miedos sociales llegan a afectar a los derechos de las minorías sexuales? Por ejemplo, en el Reino Unido de 1885, se decide incluir leyes y cláusulas que convierten en delito los ‘actos indecentes’ realizados por adultxs de forma voluntaria, allanando el terreno para la persecución de hombres homosexuales hasta 1967 (Rubin, 1989, p.117).

En resumen, en el siglo diecinueve encontramos la explicación de por qué, hasta bien entrado el siglo veinte, las personas homosexuales han representado una aberración ‘contra natura’, una patología, una perversión. La solución social, médica y jurídica, ha sido marginarlas, reprimirlas y disciplinarlas.

Pero el filósofo, psicólogo, sociólogo e historiador francés Michel Foucault nos enseña que el poder genera contradicciones: el juego de dominación/subordinación invita al surgimiento de resistencias y contradiscursos (Weeks, 1998, p.80). Así que el fuerte control social de la perversión y el hermafroditismo psíquico incita a lxs propixs homosexuales a exigir respeto y legitimidad, aunque sea sirviéndose de los mismos términos del discurso médico y político que les oprime. Por eso en el siglo diecinueve aparecen los primeros discursos y demandas de despenalización (Spargo, 2013, pp. 31-33) en los estados que condenan la homosexualidad (Noir, 2010, p.131).

En un primer momento, simplemente se alzan voces e iniciativas individuales, como las del médico alemán Karl Heinrich Ulrichs, pero poco a poco sus ecos se irán expandiendo, calando, movilizando y generando los primeros movimientos contestatarios. Y precisamente el caso alemán es el claro ejemplo de esta efervescencia. En una Alemania en la que se pasó de gozar de una gran libertad homoerótica en las grandes ciudades en los años veinte, a castigar el acto sexual antinatural entre hombres a partir de 1871, en 1897 se crea en Berlín el Comité Científico Humanitario, que, contando únicamente con el apoyo de un pequeño sector del partido socialdemócrata, fue la primera organización pública del mundo que abogaba por despenalizar la homosexualidad masculina y la transexualidad (Noir, 2010, p.132-133). Podemos concluir que el sufrimiento de la población sexodiversa de finales del siglo diecinueve por todos los reglamentos morales y leyes antihomosexualidad de su época, fue lo que desencadenó una identidad, una cohesión de grupo y un sentido de pertenencia comunitaria que germinaron en el nacimiento de culturas sexuales de resistencia (Weeks, 1998, p.86)… y así, hasta nuestro actual movimiento LGBTIQ+.

Salmacis Ávila

Referencias

Boivin, Renaud René (2011). “De la ambigüedad del clóset a la cultura del gueto gay: género y homosexualidad en París, Madrid y México”, Revista La ventana, Vol. Nº. 34, (pp.146-190). Consultar http://www.revistascientificas.udg.mx/index.php/LV/article/view/825/781.

Córdoba García, David (2007). “Teoría queer: reflexiones sobre sexo, sexualidad e identidad. Hacia una politización de la sexualidad”, en Córdoba, David, Sáez, Javier y Vidarte, Paco editores: Teoría Queer. Políticas Bolleras, Maricas, Trans, Mestizas, Ed. EGALES, Madrid.

Hocquenghem, Guy (2009). El deseo homosexual, Ed. Melusina, Barcelona.

Noir, Raúl Andrés (2010). “Sobre el movimiento LGHBT (Lésbico-Gay-Homosexual-Bisexual-Transgénero)”, Revista Electrónica de Psicología Política, Vol. Nº 22, (pp.128-140).  Consultar http://www.psicopol.unsl.edu.ar/abril2010_Nota8.pdf.

Rubin, Gayle (1989). “Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad”, en Vance, Carol (editora): Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina. Ed. Revolución, Madrid, (pp. 113-190). Consultar http://xenero.webs.uvigo.es/profesorado/beatriz_suarez/rubin.pdf.

Platero Méndez, Raquel y Gómez Ceto, Emilio (2007). Herramientas para combatir el bullying homofóbico, Ed. Talasa, Madrid.

Spargo, Tamsin (2013). Foucault y la teoría queer, Ed. Gedisa, Barcelona.

Weeks, Jeffrey (1998). “La invención de la sexualidad”, en Weeks, Jeffrey (editor): Sexualidad, Ed. Paidós-UNAM, Barcelona (pp.55-87). Consultar http://www.dgespe.sep.gob.mx/sites/default/files/genero/PDF/LECTURAS/S_01_04_La%20invenci%C3%B3n%20de%20la%20sexualidad.pdf.

Imágenes

1 y 2: https://live.mrf.io/statics/i/ps/hayunalesbianaenmisopa.com/wp-content/uploads/2019/05/xix-ladies.jpg?width=1200&enable=upscale

3: https://www.izquierdadiario.es/IMG/arton75648.jpg

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