“En política, la indiferencia es indiferencia ética, y está emparentada, en definitiva, con la perversión…porque la falta de culpabilidad culpable llega, por una parte, hasta las altas esferas representativas, mágicas y metafísicas y, por otra, hasta la fuerza de los instintos más bajos y oscuros”.
Este fragmento forma parte de la justificación para la edición en 1950 de diferentes textos de Hermann Broch. Publicados conjuntamente como novela y escritos hacía más de veinte años: “Los personajes escogidos son completamente apolíticos…ninguno de ellos es directamente culpable de la catástrofe hitleriana, por eso se titula el libro Los Inocentes”. Lo más inquietante de Los Inocentes es que se escribió antes de que ocurriera el holocausto y por tanto los textos carecen de la gravedad inevitable que aportaría quien conoce el brutal desenlace. Somos los lectores, al empaparnos en el espíritu y el estado anímico de la burguesía alemana de aquella época, los que añadimos, sin poder evitarlo, con nuestro conocimiento, la repulsión hacia una sociedad que admitirá “cualquier crueldad, incluso las atrocidades de los campos de concentración o de las cámaras de gas, y que, en cambio, se siente personalmente herido y ofendido ante cualquier alusión a lo sexual por leve que sea”.
No nos quiere enseñar Broch, o al menos así lo interpreto, que ese proceso en que una sociedad comienza a perder la perspectiva y va insensibilizándose frente a lo terrible, pero en cambio, siente como inaceptables conductas inofensivas, terminará siempre favoreciendo la propagación del fascismo. Sí nos advierte que una vez, en una sociedad llena de inocentes, ocurrió lo más atroz. Es un síntoma a tener en cuenta.
Entonces; ¿podríamos identificar algún proceso de este tipo, de nuevo, en Europa? ¿Están sucediendo cosas atroces ante nuestra indiferencia mientras nos ofende lo más banal? No creo que haya nadie que no respondiera inmediatamente, viniéndole a la mente demasiados ejemplos. Somos sin duda una sociedad de inocentes. Así, poco a poco, se va desordenando el sentido común donde colectivamente vamos tasando qué es importante (la democracia y los derechos humanos) y lo que no lo es; qué merece más urgencia y esfuerzo (como mantener ese acuerdo de mínimos) y aquello más accesorio. Como en una alacena que junto al lugar reservado a un modesto tesoro familiar, un recuerdo importante para nosotros, aparecen sin justificación unos zapatos sucios o la carcasa de un pollo recién comido y nos sorprendemos de que nadie se extrañe. De esta manera aquello que dábamos por sentado como un mínimo compartido se convierte en una mezcolanza de valoraciones desproporcionadas y sin criterio. Puede ocupar más en nuestra inquietud política que un actor negro encarne a un elfo en una serie de televisión que los niños muertos en gaza. Y una vez que sobrepasas ese límite ya no hay vuelta atrás. Cuanto más absurdo, estúpido y sin sentido sea lo que priorizas en tus preocupaciones, más esfuerzo tendrás que poner en gritar e insultar a quienes te lo hacen ver; una huída hacia delante buscando una justificación cada vez más absurda y estúpida. Ahí se nos cuelan los antivacunas, el terraplanismo, el gran reemplazo y el borrado de las mujeres. El elfo negro y los miles de niños muertos, junto con lo antes citado, más el socialcomunismo, los posmodernos, la trampa de la diversidad y todas aquellas iniciativas que lo único que pretenden es profundizar en aquellos aspectos de nuestra vida social que parecían estar sólidamente acordados, la democracia y los derechos humanos, terminan por formar parte, para los alofascismos, del engranaje de un nuevo contubernio, en esta ocasión etiquetado como woke. Se han dado cuenta que ya no hace falta un programa antidemocrático explícito para hacer que todo se desmorone. Simplemente hay que crear esta confusión y evitar que se vuelva a consolidar algún tipo de aspiración colectiva de libertad e igualdad. Una sociedad agramatical arrojada a una conversación demente. Confusión, falta de sentido e inocentes; miedo y oscuridad.
“Porque en el corazón del universo hay un misterio, impenetrablemente oscuro”, escribió Isaiah Berlin “Todo lo que es en el universo fuerte, permanente y eficaz está fuera del alcance de la razón y, en cierto modo, en contra. La monarquía hereditaria, la guerra, el matrimonio persisten precisamente porque no se pueden defender y, en consecuencia, no se pueden borrar de la existencia refutándolos. El irracionalismo lleva en sí su garantía de supervivencia de una forma a la que la razón no puede aspirar”. Esta era para Berlin la doctrina de De Maistre y por tanto la que da origen al fascismo. Este irracionalismo se parece mucho a la anomia moral que sufre la sociedad alemana en los textos de Broch y rima demasiado bien con el estado de confusión que estamos viviendo actualmente.
En ciencia el prefijo alo- alude a una de las variaciones posibles de una misma cosa o proceso dentro de un sistema o entorno. Nada en sociedad ocurre necesariamente, la emergencia de formas de fascismo tampoco, pero este, si aparece, lo hará en la manera en que el entorno lo permite. Primo Levi ya advirtió que aquel fascismo que le tocó sufrir a él, entre otros millones de personas, fue una forma especialmente terrible de un fenómeno social que sucedió antes y que con seguridad volvería a suceder.
Como los seres vivos, toda sociedad evoluciona produciendo diversidad y conflicto para pervivir. El conflicto, como nos enseñó la Escuela de Manchester, no viene nunca de fuera del sistema, forma parte de él, es más, lo necesita. El mecanismo que cada sociedad idea para resolverlo lo llamamos aprendizaje y, a veces, progreso. Los alofascismos se niegan a reconocer este proceso como propio, fantasean con pasados o futuros idílicos, con sociedades homogéneas. Y al haber fantaseado una esencia tan restrictiva identifican toda diversidad y conflictividad como exógena. Este es su abismo, negarse a reconocer, y resolver, los mecanismos por los que una sociedad se da la oportunidad de perdurar. Un alofascismo no deja de ser un proceso social y político por el que una sociedad se destruye a sí misma. Porque además, al ser el propio alofascismo la principal causa de conflicto, convierte automáticamente al resto de la sociedad, de la que forman parte, en una amenaza que imaginan externa. Toda política es política identitaria, unas tratan de entender su diversidad y armonizarla en lo posible y otras, como los alofascismos, colapsan en esencializaciones cada vez más estrechas e inflexibles que siempre acaban en autolisis o arrinconadas en un búnker.
Debemos ser conscientes de que ya hemos sido demasiado inocentes y que nuestra inocencia ha despertado ese misterio impenetrablemente oscuro que Berlin imaginó en el corazón del universo: “el deseo de los hombres de inmolarse a sí mismos es tan fundamental como su deseo de autoconservación o de felicidad”. No debemos caer en el mismo error y pensar que los alofascismos son cosa de “otros” y que nosotros no tenemos nada que ver. Lo primero de todo es limpiar el polvo de nuestra alacena, volver a colocar con cuidado el tesoro familiar, la democracia y los derechos humanos; guardar donde corresponde las zapatillas y nuestras banales preocupaciones sobre la fidelidad de las adaptaciones de obras literarias a la televisión y tirar a la basura la carcasa de pollo, el gran reemplazo y el borrado de las mujeres.
Pablo Martínez Tobía,
Instagram @pablomt6
Referencias:
Berlin, I. (2019): Joseph de Maistre y los orígenes del fascismo. En El fuste torcido de la humanidad. Capítulos de historia de las ideas. Ediciones Península. Barcelona.
Broch, H. (1995): Los inocentes. Editorial Lumen. Barcelona.
Levi, P. (2017): Los hundidos y los salvados. Ediciones Península. Barcelona.
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