Vivimos en la época del prestigio, de la fama, rodeados por incontables imágenes que vuelan a nuestro alrededor a un ritmo vertiginoso. Cada día nos vemos asediados por programas de televisión, videos en Internet o noticias de ídolos del mundo del deporte o de la música. Basta que dejemos pasar unos pocos días para que veamos a personas que visten, piensan e incluso se expresan de forma muy parecida a estos personajes a los que, a menudo, se les llega a defender a ultranza. De este modo, la obsesión que sentimos por nuestras pantallas nos hace dependientes y llegamos a sentir ansiedad si pasamos más de unos minutos sin mirar aplicaciones como WhatsApp, Facebook, Twitter y tantas otras redes sociales que han logrado absorber de forma sorprendente cada instante de nuestras vidas. Nos hemos convertidos en seres aislados, preocupados tan solo de la realidad virtual del móvil o de la televisión y parecemos ignorar que, si alzamos la vista, nos daremos de bruces con el mundo real. Sin embargo, nos acostumbramos a que impere el silencio en el transporte público en el que los pasajeros están distraídos con su música o a que los profesores se sientan ignorados al ver cómo sus alumnos se enfrascan en videojuegos o conversaciones banales y desperdician hora tras hora en clase. La sociedad se pierde en un mundo irreal, somos conscientes del rastro podrido que deja esta perdición y, o bien lo catalogamos como una clara evidencia del progreso de la tecnología, o bien suspiramos con resignación.
En la actualidad, el acceso a las fuentes de información y a opiniones de todo tipo no evitan, sin embargo, que el fanatismo, la superstición y el sectarismo continúen vigentes en nuestra sociedad. La facilidad para acceder y contrastar datos, que nos debería crear un pensamiento más crítico, racional y respetuoso con las diferencias ideológicas, queda ensombrecida por todos estos programas de largos -y también aburridos- debates en los que periodistas se niegan a dialogar y a pensar. Los argumentos que aportan, más o menos convincentes, suelen estar vacíos de contenido y se dedican tan solo a polarizar aún más nuestro terreno político, a manipular la información en favor de la ideología que representan, sin mostrar un ápice de honestidad y, llegado el caso, sin conceder la razón a las opiniones contrarias. De este modo, los debates sobre corrupción, igualdad, derechos humanos o libertad de expresión se convierten en meros espectáculos televisivos cuyo único interés es ver cómo los unos y los otros se disputan la razón a base de falacias que acaban por atacar, no al argumento en sí, sino al periodista que lo aporta. El pensamiento crítico, que debería estar “dominado” por intelectuales y especialistas, queda expuesto a los charlatanes cuyos gritos e insultos son el foco de atención de los espectadores, que después se formarán una opinión propia en base a lo que acaban de ver y escuchar.
Al mismo tiempo, pretendemos crear una sociedad avanzada, con generaciones de estudiantes formados en todos los ámbitos, mientras que los gobiernos recortan en educación y se plantean suprimir asignaturas como Filosofía, Ciudadanía o Literatura Universal en los institutos. Cualquier recurso parece insuficiente con tal de regresar a un tiempo en el que la cultura predominaba en las clases más altas, que se encargaban de dogmatizar a una sociedad, embaucada por palabras seductoras y convincentes, que no lograba comprender el trasfondo falsario de los discursos políticos.
La cultura se ve proscrita en todos los escalones de la pirámide social. Los autores y filósofos clásicos, que una vez se preocuparon por entender el mundo y, como diría Marx, de cambiarlo, acumulan polvo en las estanterías de las bibliotecas, sin que nadie se interese por leerlos y comprender que sus escritos pueden ayudarnos a salir del profundo agujero de deshumanización al que nos vemos atados. Los avances tecnológicos, según la Escuela de Frankfurt, han reducido la razón a su función instrumental, es decir, la racionalidad se identifica con utilidad y productividad, de forma que sirve como justificación ideológica al sistema en el que se inserta. En este sentido, encontramos el concepto de hombre unidimensional de Marcuse en el que, seducido por la publicidad -o las imágenes de las que hablábamos al principio-, se vuelve conformista y se muestra incapaz de criticar un sistema que lo utiliza como instrumento de trabajo y de consumo. En resumen, se adormece el sentido crítico, la razón y todo intento de rebelión y mejora.
La Humanidad que, aún sumida en el sopor, hace amago de despertar, se ve envuelta en una carencia de igualdad que demuestra la indiferencia con que los países desarrollados contemplan los problemas bélicos, sociales y económicos del Tercer Mundo, que se enfrentan en guerras interminables o en los que un amplio número de su población viven en la más absoluta pobreza, obligados a exiliarse y buscar un refugio en Europa, que los ve ahogarse o morir de hambre en medio del mar, y que es incapaz de dar un paso en la resolución de la grave crisis humanitaria; del mismo modo, la huelga del 8 de marzo ha dado buena cuenta de que la discriminación por género, la desigualdad salarial y el techo de cristal son solo algunos de los factores que mueven a millones de mujeres en el mundo a manifestarse por sus condiciones laborales y nos hace ver que aún queda un largo camino por recorrer si queremos alcanzar la igualdad entre hombres y mujeres.
Todos estos problemas quedan obnubilados tras el velo de imágenes que nos mantienen entretenidos y ajenos: somos conscientes de que están ahí, debemos preocuparnos por solucionarlos y lo mejor que se nos ocurre es publicar un tweet en el que nos quejamos de la situación actual, nos enfrentamos e insultamos -a la usanza de los charlatanes que lo hacen por televisión- a los que no comulgan con nuestra opinión y sacamos a la luz de Internet nuestra ira más intestina. Conseguimos ‘me gustas’ y ‘re-tweets’, la difusión de un comentario publicado, frecuentemente, bajo seudónimo. Sin embargo, todo queda ahí. Nadie se atreve a llegar a más. Quizás por conformismo, quizás porque creen que no conseguirán nada, quizás porque son incapaces de vivir más allá de la realidad virtual que nos ofrece una pantalla. Pocas son las manifestaciones que reivindican la igualdad o que luchan porque la libertad de expresión sea una realidad y no una promesa que se lleva el viento. Formamos parte de una mayoría silenciosa que se encoje de hombros y, de forma involuntaria, permite las injusticias que tanto criticamos y que tan poco expresamos.
A pesar de que los auriculares y las pantallas nos hacen aislarnos del resto del mundo, nos encontramos muy lejos de alcanzar el individualismo que predicaban filósofos como Aristóteles, Nietzsche o Max Stirner. En estas corrientes, lo que diferenciaba a cada ser humano era primero y primordial a lo que los hacía comunes. Sin embargo, metidos de lleno en una economía globalizada, tendemos a imitarnos los unos a los otros: mismo tipo de ropa, de calzado, de móvil… Cuando esta globalización se extiende hacia la forma de ser, de hablar o de pensar nos damos cuenta de que vivimos en una sociedad enferma y manipulable al más puro estilo de 1984 de George Orwell. Por desgracia, los tertulianos de programas como Sálvame, los participantes de un reality show como Gran Hermano o deportistas extravagantes de actitud pretenciosa o cantantes de reggaetón -que al menos en sus canciones retrotraen los restos de un machismo atávico- son los ídolos adoptados, sobre todo por jóvenes, y de los que copian su estilo y personalidad.
Centrándonos en estos últimos, los cantantes de reggaetón, ¿qué consecuencias pueden provocar las letras de sus canciones? ¿Qué efecto tiene que se asimile y normalice su contenido? Los videoclips suelen mostrar imágenes violentas en las que las mujeres aparecen como un simple objeto sexual, sumisas al hombre y dispuestas a hacer cualquier cosa con tal de contentarle. Las letras, no distan mucho de sus videos. Veamos algunos ejemplos:
“Si sigues en esta actitud voy a violarte, hey que comienzo contigo y te acuso de violar la ley así que no te pongas alsadita yo sé que a ti te gusta porque estás sudadita” (Jiggy Drama, Contra la pared).
“Agárrala, pégala, azótala, pégala Sácala a bailar que va a por toas Pégala, azótala, agárrala que ella va a toas Agárrala, pégala, azótala” (Trébol Clan, Agárrala).
Estos son tan sólo dos ejemplos de la larga lista que se podría elaborar con fragmentos de otras canciones. No obstante, no se puede dejar de citar 4 Babys de Maluma, que ya despertó una fuerte polémica con la petición de una madrileña en la plataforma Change.org para que retiraran esta canción, así como el video que la acompaña. Así era como comenzaba la petición: “Tanto la letra como las imágenes hacen apología de la violencia directa hacia las mujeres, las cuales son descritas como meros cuerpos sin valor, intercambiables y absolutamente disponibles al servicio del deseo sexual ilimitado de sus autores”. Estas letras hacen un flaco favor al feminismo y, si bien retirarlas o prohibirlas sería coartar la libertad de expresión, resulta cuanto menos execrable la cosificación sistemática de la mujer y deberíamos ver el peligro que supone asimilar estos contenidos y las graves consecuencias que se pueden producir y, de hecho, ya se producen, con la imitación de estos nuevos “ídolos” de la música. Se trata de una incongruencia que este tipo de música comercial hable, por un lado, de violaciones, abusos y acoso mientras, por otro lado, la sociedad intenta erradicar la violencia de género.
“El individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu. Si lo intentas, a menudo estarás solo, y a veces asustado. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo”. En nuestra sociedad globalizada, esta cita de Nietzsche no queda tan alejada de la realidad. De entre todos los senderos que podríamos seguir, la Humanidad –el rebaño– elige aquel que marca un pastor. Muy pocos son los que se desvían y toman un camino propio, al tiempo que el rebaño los desprecia, los humilla o los discrimina por separarse de la mayoría. Sin embargo, estos seres solitarios han emprendido una rebelión contra la masa indiferenciada de seres humanos, y alcanzarán ese privilegio que resulta de ser diferente: la libertad individual.
Para alcanzar esa libertad individual, ese privilegio, debemos alejarnos todo lo posible de la pérdida de tiempo que deriva del mal uso de nuestras pantallas, desempolvar las grandes obras de los autores clásicos, como Homero, Ovidio, Dante, Victor Hugo…, aprender a pensar más allá de lo que lo hace el rebaño. Se ha de iniciar una rebelión contra la tribu y marcar un camino nuevo, más solitario, pero más reconfortante: el individualismo.
Rodolfo Padilla Sánchez
Referencias
https://www.proverbia.net/citasautor.asp?autor=710&page=7
http://www.lavanguardia.com/vida/20161219/412718712084/letras-reggaeton-machismo-violencia-mujer.htmltraficofacebooknews.blogspot.comtraficofacebooknews.blogspot.com
http://culturainquieta.com/es/ilustracion/item/1175-boligan.html
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