Acabo de escuchar en la radio a un grupo de tertulianos debatiendo sobre el cambio de ubicación de la tumba de José Antonio Primo de Rivera. Todo iba bien y según lo pactado, cumpliendo al dedillo la máxima de Chomsky, de que este tipo de prácticas en los medios de comunicación no sólo está bien visto, sino que se fomenta, pero en un espectro profundamente limitado respecto al abanico de posibilidades. Lo cierto es que, en un momento dado, la charla, me ha empezado a sonar como música de ascensor… hasta que uno de los tertulianos ha soltado un “es que excepto ustedes y yo, en este país ¿quién sabe quién fue Primo de Rivera?”. Me ha parecido sublime.
Sublime, completamente. El hecho de que un tipo que cobra de un medio de comunicación desmonte dicho medio de una forma tan tajante. El hecho de que un tipo que forma parte del mecanismo de fomentar lo que Ortega llamó la hemiplejía moral, diga abiertamente: lo hacemos. El hecho de desmontar un proceso electoral y, a su vez, todos los procesos electorales de cuántos hubo. Me ha recordado al político que, desde el púlpito, brama un “ustedes me importan un pimiento, tan sólo quiero ganar las elecciones”. No sé si saben de lo que les hablo, pero es como ir a un espectáculo de magia, únicamente, para ver como el mago desmonta uno a uno cada uno de los trucos.
Trato de explicarme; este señor ha expresado de forma completamente abierta el único modo de pensar que hace posible la opresión del otro: la imbecilidad del otro. Si asumimos que en nuestro profundo egocentrismo somos poseedores de algo que al otro le falta (conocimiento de historia, contactos, carisma o vete tú a saber qué) ya tenemos el soporte moral para elevarnos sobre todo ellos y decirles, en este caso, quién fue Primo de Rivera.
Hace unos años, debatía con un amigo respecto al brexit. Su postura, no todo debe ni puede votarse, la mía, desde luego que hay que votarlo, aunque el resultado no te guste. El debate lo zanjó con un “es que hay cosas que no se pueden votar porque los ciudadanos no saben las implicaciones que tiene una decisión así”. Y no pude estar más de acuerdo: nunca sabemos qué efectos tendrá la decisión que hemos tomado en un momento dado: si ir a comer a tal restaurante o quedarse en casa, o ver esta peli o aquella otra.
El problema, y aquí está lo grave, es que aquí residen las miserias del parlamentarismo: él asumía que el ciudadano, el prójimo, yo mismo ante aquel debate, no éramos capaces de prever sus (nefastas) consecuencias. Pero él sí, por supuesto, pues estaba metido en esto de los estudios de mercado electorales para ganar votos.
Qué paradoja, la comunicación (sobre todo la política) en la posmodernidad se basa precisamente en no comunicar, en ocultar lo que se conoce, darle al otro una bolsa de golosinas para que se entretenga mientras nosotros vamos haciendo. Lo contrario que el arte, que, asume, que el de enfrente es más inteligente que nosotros (de no serlo, no podría descifrarnos), y que pretende comunicar incluso aquello que ocultamos.
Feliz lunes
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