En busca de una propuesta de aplicación (o por qué Indiana Jones no es antropólogo)
Desde que, hace unos cuantos años, inicié mi relación con la antropología hay, de vez en cuando, cierto lugar común por el que transitan algunas personas que se enteran de esta relación por primera vez. «¿Antropólogo?» me dicen, «¿cómo Indiana Jones?» rematan el chiste[1]. En las caras de estas personas, muchas veces puedo notar la satisfacción por la ingeniosa respuesta/pregunta. Dado que intento cultivar la parte amable de mi, en donde se encuentran las actitudes bondadosas, no suelo replicar que el chiste está más visto que el tebeo o que es el equivalente «antropológico» a poner acentos extraños y empezar todas las frases por «che boludo» cuando conoces a un/a argentino/a.
Pero hay algo más que me invita a ser cauto y no lanzarme a proferir una serie (o por lo menos un intento) de ingeniosos improperios sobre mi desprevenido interlocutor. El hecho es que detrás de esa cara de «ingenio satisfecho», muchas veces distingo otra cosa. Algo que da mucho más miedo. Algo tenebroso que se asoma esquivo a las pupilas de los ojos que tengo delante y que hace que un escalofrío recorra mi espina dorsal: la duda. Las preguntas que vienen a continuación son «¿qué es eso?» y sobre todo «¿para qué sirve?» Llegados a este punto, mi contestación ante la segunda pregunta es muy variada: desde un rotundo «no sirve para nada» a un «¿cuánto tiempo tienes?» y dependen de mi humor, del tiempo del que disponga y de la predisposición con la que haya sido formulada la pregunta.
Esta breve introducción daría ya para todo un libro sobre cuestiones diversas. Por ejemplo el desconocimiento general sobre la disciplina. Podríamos hablar de un sistema educativo que no promueve precisamente el conocimiento sobre las personas y la sociedad en la que viven o el pensamiento crítico sobre problemas referentes a nuestra propia humanidad. También podría iniciar una deliberación sobre la propia producción de conocimiento desde la academia, recluida en un mundo aparte, llena de elitismos, productos de «autoconsumo» y círculos viciosos. De ahí saltaríamos al antropólogo, el filósofo o el académico como sabios, figuras superiores con un conocimiento mítico y reservado. Ideas, estas, al aire, sin desarrollar y avisando de que, como en muchos otros casos, generalizar aquí es más cuestión de espacio que de realidad. Otra vía de estudio sería, por ejemplo, el de una reflexión sobre el significado de la expresión «¿para qué sirve?». ¿Hablamos de un enfoque laboral? ¿De un enfoque vital y de enriquecimiento personal? ¿Realmente podemos pensar que hay una separación entre una cosa y la otra? Dentro de esta última reflexión, de nuevo voy a hacer una selección (en cierto modo arbitraria) y me voy a quedar con un par de conceptos que son los que desarrollaré a partir de aquí: la crisis de la antropología y la reflexividad.
Un breve repaso a la historia de la antropología nos llevaría, de unos antecedentes basados en «relatos de viajes» (como los Indiana) a la institucionalización de la disciplina en el siglo XX. Durante gran parte de este siglo, la antropología se encarga del estudio de las culturas no «occidentales». Y como, entre otros muchos, recoge Rosaldo, lo hace como una ciencia cercana a las ciencias naturales, como si hubiera una realidad objetiva, unas leyes similares a las de la física que pudieran ser recogidas por el etnógrafo, el científico, durante su trabajo de campo, y luego llevadas a un libro que abarcara, e incluso predijera, el comportamiento de la cultura estudiada. Esta visión acarreaba ciertas premisas: las culturas estudiadas (por ejemplo las tribus africanas) se veían como conjuntos cerrados y delimitados. Eran pueblos primitivos, atrasados, estáticos, anclados en el tiempo, que nos podían servir para conocer como éramos antes de evolucionar a nuestra sociedad compleja y moderna. Estos estudios eran «científicos», objetivos, neutrales, o sea: «verdad» realizada por alguien imparcial.
No podemos menospreciar estos estudios. Aportaron una gran cantidad de información, datos y teorías muy útiles. Sentaron parte de las bases de lo que hoy se entiende como antropología y sin ellos yo no estaría ahora escribiendo esto. Pero a partir de los años 70, y sobre todo en los 80, se desarrolló un gran movimiento crítico contra muchas de las características que tenía esta antropología clásica. No se podía considerar una tribu como una unidad delimitada. Las tribus o los indígenas no vivían en un mundo aparte, aislado de los intereses de las potencias coloniales y de la relación e influencia con viajeros, vecinos… el propio concepto de tribu era una invención occidental, muchas veces estas eran formadas de forma arbitraria o de acuerdo a intereses político-económicos, más una forma de clasificar y gobernar de las potencias coloniales que una realidad socio-histórica. Eric Wolf, en su trabajo Europa y la Gente sin Historia, decía que precisamente el método de trabajo antropológico, el estudio intensivo en una comunidad pequeña, había contribuido a ver estas comunidades como mundos autosuficientes, ignorando el sistema capitalista global en el que estaban inmersos. También se puso en cuestión el primitivismo y la atemporalidad: las culturas se habían desarrollado durante cientos de años, no se habían quedado estancadas. Que no hubieran seguido el camino de occidente no significaba atraso, ni estancamiento. El propio concepto de cultura como algo estático se puso en cuestionamiento. La cultura era más un proceso interactivo que un ropaje esencialista que atara a la gente sin remedio. Las culturas se transformaban, mutaban continuamente y se interpenetraban las unas a las otras. Tampoco el etnógrafo era un científico de bata blanca con todas las respuestas en su cuaderno. Era una persona socializada en un determinado contexto socio-cultural y por tanto con una visión del mundo concreta y pre-juiciosa desde el principio. La certeza en la objetividad del autor justificó muchas veces los intereses políticos y económicos de las potencias coloniales. Respaldó científicamente abusos y paternalismos realizados con el pretexto del desarrollo, la modernización, la civilización superior y demás cosas de parecido rango, que si bien parecen extirpados de la antropología, todavía guardan importantes ecos en discursos políticos, en medios de comunicación, en programas y series de televisión… en resumen, en parte de los medios de socialización de un «occidental» medio.
Dentro de este marco es donde se da paso a la reflexividad como concepto antropológico, recogiendo y aludiendo a la ya mencionada posición del investigador. Este no está encima de un pedestal observando lo que sucede. Es parte de lo que sucede y lo observa desde un sitio determinado que depende de su trayectoria vital. A la hora de realizar su trabajo necesita tener esto en cuenta. Es decir, el etnógrafo, en cierta manera, no refleja la realidad del mundo, sino que construye una interpretación propia. No hablamos sólo de culturas «externas». También está posicionado el etnógrafo cuando investiga en su propia sociedad. En su libro «Etnografía», Hammersley y Atkinson critican el enfoque positivista y el cientifismo por apelar al modelo de ciencias naturales: «los dos están comprometidos con la idea de entender los fenómenos sociales como objetos existentes de manera independiente a la investigación». Pero también dicen: «necesitamos reflexionar sobre lo que nos parece problemático, mientras que dejamos abierta la posibilidad de que lo que habitualmente no resulta problemático pueda serlo en el futuro». Aceptar la subjetividad, la importancia de la posición del investigador, no significa rendirse a un todo vale, no es renunciar a realizar una investigación honesta, crítica y comprometida, sino un paso en esta dirección. Significa dar un baño de sana relatividad a aquello que creemos que es de una manera.
Todo esto tiene mucho que ver con las categorías y la traducción. Los seres humanos nos guiamos por categorías, es nuestra forma de clasificar y ordenar conceptos. Pero nuestra forma de categorizar no es innata, sino que se produce como consecuencia de nuestra socialización y por ello difiere en (y dentro de) distintas culturas. Esto implica un problema a la hora de traducir las categorías de una cultura determinada a la otra. Al no tener equivalencias fijas, aquello que digo e interpreto de una determinada cultura puede entenderse de otra manera en otra. Aranzadi nos pone un ejemplo con términos que nosotros tenemos tan interiorizados como pueden ser los del parentesco. Madre o padre son, además de palabras, términos con un determinado significado y pueden tener distintos significados para otras culturas. Esto ha originado muchos problemas y largos debates sobre la universalidad de algo que tenemos tan asumido y naturalizado en «occidente» como el concepto de familia.
Velasco y Díaz de Rada hablan de llegar a la objetividad a través de la intersubjetividad y de una relación dialógica que permita un desplazamiento de las categorías del investigador hacía las que está investigando. Esto viene a decir que para esa investigación honesta y rigurosa que estamos buscando, debemos forzarnos a abandonar la manera en que pensamos, cuestionarnos aquello que tenemos más interiorizado para acceder a la manera en que otras personas piensan. Entender y luego «volver» para hacer lo más riguroso posible ese trabajo de traducción de lo que hay en otras mentes, no de lo que pensamos nosotros que hay en esas mentes. Y esto debe hacerse desde el diálogo (no el monologo) y la interrelación (no la relación en un único sentido)
Y aquí volvemos al principio y a la idea principal de este texto. La propuesta de reflexividad, de rigurosidad, no es algo que deba limitarse a la antropología. Es una propuesta vital. Se basa básicamente en pensar, en reflexionar sobre muchas de las verdades que creemos son así y que aceptamos como normales, como naturales, automáticamente, tan dentro de nosotros que ni las cuestionamos. La cuestión es vivir en crisis. No en una crisis agobiante, una depresión constante, sino en una saludable, aunque nada fácil, actitud de reflexión y autocrítica. Esto es aplicable a prácticamente todos los ámbitos de la vida. Desde las relaciones laborales a la lectura de un libro, de un periódico… La ideología es una enorme red tridimensional que nos engloba y con la que interrelacionamos en todo momento. Genero, política, religión… pocas cosas «neutrales» son realmente neutrales. Muchas cosas, desde lo más obvio de un anuncio de teléfonos móviles simulando una asamblea del 15M hasta lo más peliagudo en un debate sobre los derechos humanos y el velo en las mujeres, contienen capas y capas de diversas, contradictorias y muchas veces irreconciliables posturas. No podemos aspirar a la objetividad suprema, a la verdad absoluta. Pero sí a esforzarnos por llegar lo más lejos posible, a huir de las recetas fáciles, los absolutismos y las posiciones cómodas y «heredadas». Radical viene de raíz. Significa profundizar, ir cada vez más adentro y en este sentido lo veo deseable. Considero que una gran dosis de reflexividad es necesaria si se quiere ser radical. En caso contrario, la rigidez, la soberbia, nos llevará a esa otra acepción que tan perversamente confunden con radical medios de comunicación y políticos: el extremismo.
Hace unos meses, en una charla sobre cuestiones migratorias, un chico negro se levantó durante el debate y criticó a los movimientos sociales en materia de migración en España. Eran movimientos dirigidos por los blancos para los negros. Habló de discriminación, de que las directrices, las premisas, las órdenes las marcaban los blancos, que no había lugares específicos para negros ni voces específicamente negras. No voy a estar de acuerdo con un discurso en exceso esencialista, diferenciador y que, como si hubiera leído a Evans Pritchard, se basaba en la confrontación como elemento de cohesión. Sin embargo, como ejemplo de esa reflexividad de la que hablo, sí que me parece importante meditar sobre él. Frases fáciles como «todos somos iguales» o «tenemos que luchar todos juntos» pueden servir para expresar un deseo. Pero ¿representan la realidad? ¿Hasta qué punto podemos pensar que todos estamos en igualdad de oportunidades en una sociedad como la nuestra? ¿Hasta qué punto chocan las concepciones culturales de personas migrantes con lo que tiene grabado un europeo en la cabeza como ideal de aspectos tales como la justicia? ¿Hasta qué punto la cultura justifica ciertas cosas? ¿Hasta qué punto lo hacen los derechos humanos, redactados por organizaciones occidentales? ¿Cuál es la situación de una mujer migrante atrapada entre cultura-discriminación racial / de género? ¿Muchos de los colectivos son blancos diciéndoles a negros (o rojos o amarillos) lo que es mejor para ellos? ¿Donde está la línea entre el paternalismo y la solidaridad? Son cuestiones largas y complicadas y a mí se me acaba el aire. Mejor preguntadle a Indiana Jones…
Referencias Bibliográficas usadas en este texto:
ARANZADI, Juan. Introducción histórica a la antropología del parentesco. Ed Ramón Areces
HAMMERSLEY, Martyn y ATKINSON, Paul. Etnografía. Ed Paidos
ROSALDO, Renato. Cultura y Verdad. La reconstrucción del análisis social. Ed Abya-Yala
VELASCO, Honorio y DÍAZ DE RADA, Ángel. La lógica de la investigación etnográfica. Ed Trotta
WOLF, Eric. Europa y la Gente sin Historia. Fondo de Cultura Económica de España
Juan Méndez ([email protected])
[1] La versión más sofisticada (o moderna) cambia al doctor Jones por Bones
[…] Fuente: https://anthropologies.es/reflexividad-antropologica/ […]