Una y otra vez, tal y como comprobábamos con los mitos en torno a la asexualidad[1], si formamos parte de una minoría – ya sea por elección o por obligación, autopercibida o heteroasignada- , podremos encarar, en mayor o menor grado, alguna de las más desagradables y lesivas reacciones humanas: rechazo, ostracismo, difamación, negación, silenciamiento. Y entendamos minoría no en su acepción numérica, sino en lo que respecta al acceso a los recursos, el poder y la decisión. Porque lo constatable es que algunas de las minorías sometidas a la subordinación e indefensión ante agentes poderosos son bien cuantiosas. La mayor: las mujeres. Y uno de los campos de debate más polémico al respecto, desde hace tiempo, es la (in)visibilidad femenina en el lenguaje. Y no podría ser de otro modo, ya que la lengua es un bien extremadamente valioso: sin duda una de las claves que nos humaniza, que nos configura y que nos da sentido, primera vía de explotación de nuestro potencial simbólico, imprescindible e ineludible… y en consecuencia, politizado, normativizado, usado, y desprovisto de inocencia, descuido o azar; cargado de subtextos, evocaciones, intenciones y autoridad para definir y explicar nuestro mundo y nuestro papel en él.
Me propongo reflexionar sobre el texto “El proceso de nombrar el mundo en femenino y algunos efectos secundarios no buscados”[2] de Mercedes Bengoechea Bartolomé. La autora señala cómo en el último cuarto de siglo se han producido transformaciones notables en la lengua española relativas al género, tales como la formación del femenino en vocablos ideados únicamente en masculino, así como el proceso inverso. También han aparecido nuevas palabras para designar nuevas realidades, sustantivos masculinos se han convertido en comunes, elementos como barra y arroba, y se han producido cambios en las estructuras oracionales. Este desarrollo lingüístico forma parte del devenir de las lenguas vivas, que se adaptan a sus sociedades, y en el caso de la feminización verbal, debido al incremento tanto de la visibilidad femenina como de sus demandas, fue promovido por académicas y militantes e integrado en las legislaciones por políticas y femócratas.
Sin embargo, no se ha de creer que estos logros fueron sencillos. La resistencia ideológica a la feminización verbal recibió y recibe duras críticas, tanto desde la opinión pública y los medios de comunicación como desde quienes se han erigido defensorxs/mantenedorxs de la lengua española, principalmente la Real Academia y los departamentos universitarios de Filología, que han insistido enormemente, por ejemplo, en que “hombre” designa a toda la humanidad, o en negar la asimilación de femeninos en los vocablos que designan determinadas profesiones. Pero esta resistencia a incorporar nuevas formas de la lengua no se limita a lxs críticxs: existe también una resistencia interna, menos consciente, que se basa en la dificultad de desaprender los usos lingüísticos en los que fuimos educadxs en nuestra infancia y que afloran de manera automática e inconsciente cuando relajamos la vigilancia crítica.
Por otro lado, hay casos en los que las recomendaciones de lenguaje no sexista han fallado al surgir efectos secundarios inesperados, de su uso. Tal es el caso de la despersonalización, que consiste en la apuesta por reemplazar el masculino genérico por términos colectivos no sexuados o sin huella de género social. El problema es que de su uso reiterado nacen textos impersonales, abstractos, distantes, formales y academicistas que a veces distan de la intención deseada. Además, aunque se esquive el androcentrismo, no queda clara la visibilidad femenina. Un caso especialmente particular es la sustitución de los vocablos sexuados por “persona”, que aunque resuelve el problema de la frialdad y la distancia en la expresión, incluye otros problemas: invisibiliza totalmente el género en ocasiones en que sería preciso explicitarlo, porque en realidad no se está hablando de realidades vivenciadas indistintamente por hombres o mujeres sino por géneros concretos, como por ejemplo “varón” o “caballero”. De este modo, en la mayoría de los casos, aunque se emplee la palabra neutra “persona” para definir estas realidades, la significación continúa siendo masculina, así que de algún modo el androcentrismo estaría colonizando la neutralidad lingüística al continuar permaneciendo tras ella como trasfondo, y esta crítica no ha sido sólo manifestada con respecto a la lengua española. Queda, pues, la duda de si persona incluye a las mujeres o las esconde más que antes a la vez que inmoviliza sus protestas, de manera que el patriarcado, de manera sibilina, habría hecho creer ingenuamente a lxs combatientes por la igualdad que cedería su lugar privilegiado en el lenguaje. Con esta sospecha en el aire, no queda sino acentuar la crítica y permanecer atentxs ante nuevas e innovadoras formas de visibilizar a las mujeres en los discursos.
Indudablemente estimo relevantes y actuales las problemáticas de las que habla la autora: los neomachismos desarrollan fórmulas más sutiles e indetectables de reapropiarse de los espacios conquistados por la igualdad para volver a imponer su legitimidad y conservar su estatus, y sobradamente queda constatado que los terrenos aparentemente neutros pueden albergar potentes desequilibrios no siempre llamativos a primera vista.
Así pues, estimo que aunque las estrategias actuales para elaborar discursos no sexistas conllevaron una originalidad y un esfuerzo que deben ser alabados y reconocidos por las importantes mejoras que trajeron consigo y el evidente salto cualitativo que supusieron, la propuesta más interesante del texto de Mercedes Bengoechea Bartolomé, una vez desarrollada su argumentación, es precisamente la que menciona de una manera más concisa al final de su ensayo, y que enlaza directamente con uno de sus primeros postulados: habitamos un mundo dinámico y veloz, en el que los cambios se suceden vertiginosamente unos a otros, en el que las corrientes de pensamiento florecen y se marchitan de forma pasmosa, en el que coexisten propuestas encontradas e incompatibles hasta que mentes maravillosas dan con el modo de hacer posible su unión, y en el que la auténtica estrategia pragmática consiste en vigilar la aparición de nuevas herramientas que permitan revolucionar, en este caso, el modo en que nos expresamos y pensamos este mundo.
Si bien considero que es deber de lxs versadxs en los estudios de género seguir buscando e innovando formas de visibilizar a las mujeres y diseñar neutralidades que no resulten lesivas, me parece preciso dar un paso más allá. Y es que el feminismo posmoderno dio a luz, hace un par de décadas, a una revisión crítica de los géneros que en mi opinión es la teóricamente más progresista y que, lamentablemente, no cuenta aún con el apoyo y el favor suficientes para revolucionar la concepción hegemónica de la igualdad: me refiero al movimiento queer, ya mencionado en otras ocasiones.
Quiero decir con ello que, del mismo modo en que nacieron las preocupaciones sobre la invisibilidad femenina porque la democratización de los derechos simbólicos y lingüísticos, que habían sido patrimonio de los hombres, hizo caer en la cuenta de que había injusticias que atacar, en la actualidad podemos considerar que existen otras minorías sexuadas y generizadas que están siendo ignoradas. Y es que las personas intersexuales, transexuales y transgénero, en todas sus posibilidades, constituyen identidades que no se encuentran reflejadas en la expresión verbal y que ya no son la última identidad emergente, dado que desde la década de los años noventa la teoría queer da cuenta de su existencia y sus reivindicaciones.
Tengo la impresión, pues, de que la crítica más vanguardista e innovadora no debiera exclusivamente versar sobre los nocivos efectos del patriarcado lingüístico sobre las mujeres, sino sobre todas aquellas posibilidades de género que siguen ancladas en el estatus de minoría en lo que refiere a su acceso al poder. Quizás algunxs dirán que estas personas forman parte de un colectivo aún muy minoritario, que su prevalencia no es tan significativa como para que la lengua deba adaptarse, o que se trata de una cuestión menos importante que otras. Sin embargo, los argumentos abanderados por Mercedes Bengoechea Bartolomé para defender la injusticia sobre las mujeres pueden ser igualmente extrapolables a las personalidades de las que hablo, y es que, si partimos de la premisa de que el lenguaje incide simbólicamente en nuestros pensamientos, nuestro imaginario y nuestra capacidad para imaginar lo posible, sin duda excluir del discurso a grupos que no encajan ni en el cajón de los hombres ni en la etiqueta de las mujeres es una de las razones que impiden que nos parezcan visibles, factibles y deseables. De este modo, surge la duda de si no estaremos limitando el crecimiento de estas identidades alternas al no considerarlas de forma explícita y al mismo nivel denotativo que los géneros binarios en los que fuimos educadxs. Pero lxs sujetos queer existen, realizan aportaciones culturales y sociales, y confío en que un día pueda redactar, como hizo Mercedes Bengoechea, una crónica de cómo convencieron a las masas de que merecían ser incorporadxs a nuestra lengua y nuestra vida.
Salmacis Ávila
Referencias
Portada: http://i.telegraph.co.uk/multimedia/archive/02992/elizabeth_bennet_m_2992955b.jpg
Imagen 1: http://katiegilmartin.com/wp-content/uploads/2014/08/2-Dyke.jpg
Imagen 2: http://katiegilmartin.com/wp-content/uploads/2014/08/1-Queen.jpg
[1] Consultado en https://anthropologies.es/atraccion-ausente-la-sexualidad-trastornada-e-impensable/, a fecha 28/07/2015.
[2] Bengoechea Bartolomé, Mercedes: El proceso de nombrar el mundo en femenino y algunos efectos secundarios no buscados pp: 149-176. En Taillefer de Haya, Lidia (ed.): La igualdad: nuevas perspectivas de género en educación, lingüística y filosofía. Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga. Málaga, 2011.
Muy interesante tu artículo, me gusta mucho el tema. Estaba pensando justo en esas minorías que ni siquiera tienen cabida en el lenguaje español, y espero que pueda encontrarse una solución, como sucede ya en otras lenguas, como la inglesa, al usar los pronombres they/theirs en lugar de she/her o he/his.