Pocas historias han despertado tanto mi imaginación como aquella escena en la que los protagonistas, tras haber devorado unas exquisitas codornices con pétalos de rosas, se ven invadidos por sensuales deseos. No es el exceso de chile lo que enciende sus mejillas. Es el ingrediente que la cocinera ha derramado accidentalmente: unas gotas de amor reprimido.
Estoy refiriéndome, cómo no, a una de las escenas que todo aquel que haya leído Como agua para chocolate (Laura Esquivel, 1989) sin duda recordará. Como saben todos los que hayan leído el libro o visto la película homónima, Como agua para chocolate narra la historia de amor imposible entre Tita, condenada a mantenerse soltera para cuidar a su déspota madre, y el apuesto pero algo timorato Pedro. Hasta aquí, todos los ingredientes de un clásico folletín por entregas. Pero en medio de tanto tópico, surge un personaje sorpresa: la comida, que, junto a Tita y Pedro, se erige como la auténtica protagonista. Porque, a diferencia del resto de personajes, que se mueven en esquemas muy estereotipados, la comida en Como agua para chocolate es una protagonista con tantos matices que a través de ella podemos conocer mucho sobre los convulsos tiempos de la revolución mexicana a comienzos del siglo XX, como la situación social de las mujeres en aquel tiempo o la construcción de un imaginario nacionalista donde la comida tuvo un papel fundamental. Ni más ni menos.
La preparación de un plato es el arranque de cada uno de los doce capítulos que conforman la novela. Las recetas se convierten en una excusa para hablarnos de los personajes, sus sentimientos y vicisitudes y, según Maria Àngels Viladot, “encadenan todo lo que va sucediendo, y establecen, asimismo el marco narrativo: cada receta abre un capítulo, se interrumpe, concluye y anticipa el siguiente”. Pero además de ser el armazón de la novela, tienen un papel esencial en la historia de amor de sus protagonistas: la comida sirve como vehículo de expresión de los sentimientos de su protagonista en un contexto marcado por la represión. Porque si algo caracterizaba a las mujeres de principios del siglo XX en México (¿dónde no?) era su falta de libertad. En este sentido, puede subrayarse el tono paródico del título completo de la novela (Como agua para chocolate. Novela de entregas mensuales con recetas, amores y remedios caseros), con la que Esquivel nos remite a los títulos de los libros de cocina de la época, donde se incluían no sólo recetas sino también consejos de economía doméstica y de orden moral para la mujer. De todos ellos, quizás el más importante a principios de siglo, y que es mencionado en la obra, era el Manual de Manuel Antonio Carreño, que recogía algunas reglas sobre las buenas costumbres para relacionarse en sociedad.
Frente a ese mundo encorsetado en el que le ha tocado vivir, la cocina se convierte para la protagonista no sólo en una válvula de escape, sino en un medio de comunicación y liberación de sentimientos reprimidos. “La comida es el elemento de trasgresión y la herramienta que utiliza la protagonista para establecer su poder como mujer y para romper con las normas establecidas en el obsoleto manual (…) que representa el poder restrictivo y censura la libertad de las mujeres mexicanas”. ¿Y cómo lo consigue? Trasmitiendo sus sentimientos a los platos que prepara y, de paso, a sus comensales. De esta forma, las lágrimas derramadas en un pastel de boda llenan de desazón a los invitados; su alegría se contagia a sus comensales a través de un sabroso mole, y, como ya dijimos, la pasión irrefrenable contamina a aquellos que se atreven a hincarle el diente a sus codornices.
Pero los platos de nuestra protagonista no son sólo un vehículo de expresión de sentimientos personales. También reflejan un emergente movimiento nacionalista que, a principios del siglo XX, tomó a la gastronomía como uno de los pilares clave para la construcción de la identidad nacional mexicana. Para ello, hundió sus raíces en el pasado prehispánico, reivindicando platos, técnicas e instrumentos que ya existían mucho antes de que Hernán Cortés la tomase con los aztecas. Esquivel refleja este movimiento mediante diferentes vías. Por ejemplo, “mexicanizando” platos importados de España, como la torta de Navidad, a la que añade chiles serranos; o empleando técnicas anteriores a la conquista, como el chocolate que sus protagonistas no toman con leche, sino con agua hirviendo. Otra de las maneras de reivindicar el patrimonio gastronómico mexicano es glorificando algunos de sus platos más emblemáticos, como el chile en nogada con el que se cierra la novela, una delicia que porta los colores de la bandera nacional gracias a tres de sus ingredientes, la crema de nuez, el perejil y la granada. Hasta el lenguaje se invade de esta exaltación gastronómica patria, optando en gran cantidad de ocasiones por los términos tomados de la lengua Náhuatl, tanto para los utensilios (molcajete, tejolote o metate), como para los ingredientes: jitomate (tomate), acitrón (tallo de la biznaga mexicana, descortezado y confitado), guajolote (pavo), elote (mazorca tierna de maíz)…
La docena de platos que nos cocina Tita son pues una encrucijada entre sentimientos personales y sentimientos de toda una nación. Todo un reto, al alcance de pocos chefs. Yo, en mi modestia, me planteo para hoy un reto más humilde: voy a ver si me sale ese plato de codornices…
Referencias
Bower, Anne L. (ed.) (2004): Reel Food: Essays on Food and Film. Routledge. NuevaYork.
Carreño, Manuel Antonio (2001): Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres. Los libros de El Nacional. Caracas. Obra editada originalmente 1853.
Esquivel, Laura (2009): Como agua para chocolate. Debolsillo. Barcelona. Obra editada originalmente 1989.
Viladot, M. Angels (2010): Letras con sabor. Aresta. Barcelona.
Yankelevich, Pablo (2010): Reseña de “Nacionalismo culinario. La cocina mexicana en el siglo XX” de José Luis Juárez López. Desacatos (34), septiembre-diciembre: 182-184.
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