Cuando un grupo humano de considerables dimensiones viaja de un lugar a otro por tiempo indeterminado es inevitable que no sólo sean miles o millones de vidas las que se pongan en circulación. Además de sus escasas pertenencias, con ellos viajan elementos mucho más importantes que sus enseres personales. Idiomas, creencias, religiones, modos de vida… culturas enteras, en definitiva, se desplazan en estos inciertos viajes. Sin lugar a dudas, dentro de este “equipaje de supervivencia”, la alimentación, qué y cómo comemos, resulta ser uno de los elementos a los que los emigrantes con más apego se aferran. Porque comer es mucho más que nutrir al cuerpo con productos para nuestra supervivencia. Es un modo de entender el mundo.
Uno de los momentos de la historia donde este hecho se hizo más patente se produjo con el encuentro entre dos continentes en 1492. Europa y América se encontraron por accidente, cuando el segundo se interpuso en el camino del primero en su ruta alternativa hacia los preciados productos asiáticos. A raíz de este hallazgo fortuito, millones de personas del Viejo Continente pusieron rumbo hacia la Tierra Prometida. Pero con ellos también se pusieron en marcha decenas de alimentos desconocidos en América. Paralelamente, del continente americano llegarían otros productos destinados a cambiar la historia de la gastronomía europea para siempre.
Sin duda, una de las rutas donde el viaje de los alimentos fue más intensa y fructífera fue la que unía España y el territorio actualmente ocupado por México (que recibió el significativo nombre de Nueva España). No sólo por el gran número de personas que se desplazaron hacia la zona sino por una decisión personal del emperador Carlos V, que veía con recelo el excesivo poder de Hernán Cortés y los rumores de independencia. Para evitarlo, entre otras muchas cosas, se trasladaron a miles de kilómetros todos aquellos elementos que creasen una sociedad europea en tierras americanas. Los alimentos fueron, lógicamente, uno de esos elementos.
El viaje de alimentos y cultivos era además algo a lo que los españoles estaban muy acostumbrados. El cultivo sistemático de trigo, vid y olivo llegó a tierras hispanas gracias a los romanos; arroz, espinacas, berenjenas, alcachofas, cítricos, azúcar, frutos secos como la almendra e infinidad de especias, entre otros muchos cultivos, llegaron de la mano de los árabes.
Y todo ese bagaje culinario fue llevado a América junto a otro elemento fundamental: los animales domésticos. Caballos, reses, cabras, ovejas, gallinas y cerdos encontraron en Nueva España un segundo hogar.
Sin embargo, la llegada de estos alimentos, especialmente la de animales de aspecto fiero y extraño, fue acogida, cuando menos, con escepticismo por la población local. Según relataban los misioneros franciscanos, los aborígenes sentían pánico hacia esas extrañas criaturas, hasta el punto de que en un principio se negaron a su crianza y compraban la carne directamente a los españoles. Pero pronto descubrieron sus bondades y especialmente la inyección de proteína animal que proporcionaba a una dieta muy escasa de este nutriente antes de la llegada de los animales domésticos y comenzó a formar parte fundamental de la alimentación de la población autóctona.
Bastante más difícil lo tuvieron otros productos. El trigo, materia prima fundamental del pan por el que suspiraban los españoles emigrados, tenía un importante rival: el milenario maíz. A la resistencia nativa a cultivarlo se sumaba la difícil aclimatación del cultivo, que a menudo se perdía en la época de lluvias. Semejantes problemas presentaron la vid y el olivo, lo que obligó a los españoles a importar vino de la metrópoli o a adaptarse a las bebidas alcohólicas locales, como el pulque. En el caso del aceite, pronto se encontró un sustituto en la manteca de cerdo, que acabó siendo tan imprescindible que en 1562 recibieron una dispensa papal para poder consumirla incluso en los días de ayuno.
Otros cultivos procedentes de Europa tuvieron más éxito: productos de la huerta como coles, alcachofas, lechugas, rábanos y habas o los cítricos se implantaron rápidamente en Nueva España, hasta el punto de desplazar cultivos autóctonos como el quelite. Y sin duda, uno de los modelos más exitosos para el consumo de alimentos procedentes de Europa fue a través de la fusión. La feliz combinación de los chiles autóctonos con carne dio lugar a los sabrosos platos de la cocina mexicana y, cómo no, a los embutidos españoles, en un verdadero ejercicio de “sincretismo culinario”. Los conventos también resultaron un extraordinario lugar de experimentación y fusión gracias al trabajo culinario de monjas y cocineras locales que daría lugar a una de las combinaciones más exitosas y que cuenta con una legión de seguidores hoy en el mundo: el del chocolate con el azúcar y con las especias.
Average Rating