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Ana María Oddo es docente, poeta, escritora y narradora oral. Ha participado en la II Antología de poetas de Morón, en la V Antología de Escritores Sanjuaninos, en ¡Basta! Cien mujeres contra la violencia de género, entre otras. Varios de sus cuentos han sido traducidos al francés y al alemán. Ha publicado los poemarios La edades del alma, Urgencia de luz, La gota que horada los sueños y Contar los días. Sus ensayos Dragón, el hacedor, Descubriendo la maravilla y Backstage de un relato abordan distintos aspectos de la composición y de la recepción de la literatura destinada a los niños y jóvenes. Como narradora oral ha desarrollado una importante tarea de difusión de la literatura para todas la edades mediante sus presentaciones en diversos ámbitos culturales y en distintos puntos del país, entre los que cabe destacar:

  • 35º y 36º Feria del Libro de Buenos Aires (2009 -2010)
  • Festival de Cuentacuentos Te doy mi palabra (2010 – 2013)
  • Cuentos profanos, santas palabras (Castelar – 2010)

Desde 2010 integra el grupo de poetas Triálogos, con el que ha organizado numerosos convites poéticos. Y desde 2013 integra además el grupo de narradores orales Liberatus, con el que ha realizado numerosas presentaciones en la zona oeste del Gran Buenos Aires.

Dicta talleres de narración oral, de lectura y de escritura.

Ha publicado una selección de cuentos y poemas, propios y de autores varios, en su CD El que lo probó … lo sabe.

Fernando Blasco

Señales en el cuerpo

a Chiara, a las muchas Chiaras de cada día.

“…cuando en la dentadura

sientas un arma

sientas un fuego

correr dientes abajo

buscando el centro”

Miguel Hernández

A los once años, su cuerpo le dio señales. Por fuera, unas redondeces que provocaron vergüenza al principio y un placer nuevo después, cuando hubo que usar ropa interior diferente. Por dentro, una efervescencia desconcertante, irritante a veces. A los doce años, la sangre de la vida se hizo presente, con su carga de incomodidad y de cosa íntima.  A los trece, el interés por “ellos” matizó pensamientos, conversaciones, risas, juegos. Algunos todavía le decían “nena”, pero ella sabía (mujer al fin) que había atravesado definitivamente las barreras de la niñez. A los catorce, mientras elegía el vestido para la fiesta de quince, se sintió hermosa. Y lo escuchó de boca de él y vino el primer beso y ese fuego corriendo hacia el centro y el abrazo y el vértigo y la desnudez y los cuerpos que se buscan y el mareo absoluto.  Después hubo otras señales: la menstruación que no venía,  los pechos que se hinchaban y ese papel tan temido con la frase lapidaria: embarazo de ocho semanas.  Y entonces fue el miedo, el desamparo. ¿A quién pedir ayuda? A él, claro, al hombre-niño que la había amado,  pequeño padre desvalido, imposibilitado de proyectos y atorado de furia. Hubo incomprensión hacia ese cuerpo adolescente sobrecargado de ansiedades. Hubo discusión, gritos, amenazas. Un cuchillo brilló apenas en el aire y se hundió en la blandura de la carne que quería crecer. Y la sangre vino y fue la señal, no de vida, no de esperanza, no de futuro. Vino la helada sangre de la muerte.

Unos cuantos piquetitos

“Tan solo son unos cuantos piquetitos”, dijo el hombre frente al cadáver de su mujer, que exhibía heridas de arma blanca en el cuello, en el torso, en el abdomen, en los brazos, en las piernas. De cada una de ellas emanaban hilos de sangre que se juntaban en el borde de la cama y se trenzaban con fuerza hasta conformar una gruesa cuerda. La cuerda de sangre corrió por el piso del dormitorio, por el pasillo, llegó a la puerta, salió a la calle y alcanzó al hombre que iba cantando bajito, las manos en los bolsillos, el cuchillo húmedo en la cintura. Entonces, con la misma impiedad, lo ahorcó.

Revancha

Como todas las noches, el mago corta a la mujer en tres pedazos. Cabeza, cuerpo, extremidades. Desde una pequeña caja, la boca de ella sonríe. Con increíble destreza, con rapidez, el mago cambia de lugar las cajas: la de abajo, arriba; la de la derecha, a la izquierda. En un instante, nada es lo que era. El mago dice las palabras mágicas, las cajas se ordenan, las tapas se abren y la mujer aparece, íntegra. Su boca sigue sonriendo. Hace una reverencia frente al público y gira en dirección al mago. Él parpadea, desconcertado. Ella lo mira fijamente. Su mirada es tan penetrante que la cabeza, el cuerpo, las extremidades del mago van cayendo en rodajas como cortadas por un cuchillo gigante. El público aplaude enardecido ese truco inesperado.

La mujer vuelve a saludar y, con aire altivo, abandona el escenario sin dejar de sonreír.

Elegancia

-Este es tu regalo de despedida -dijo, y sacó de la caja un estilete de oro macizo, con su nombre grabado en la empuñadura y una esmeralda engarzada.

-¿Te gusta? ¿No es hermoso? -. Y sin esperar respuesta lo introdujo en su pecho.

Ella fue cayendo lentamente. Muerta, sí. Pero no con el cuerpo destrozado por un disparo ni con la cabeza abierta por un hacha burda. No. Muerta elegantemente, con una joya clavada en el corazón.

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