¿Te has preguntado alguna vez para qué sirve la Historia? ¿Qué se esconde detrás de su discurso, de su construcción como ciencia? Alejandro Ferreiro te lo cuenta
En el artículo anterior intenté explicar, mal que bien, la naturaleza discursiva y, por tanto, contingente de la historia. Como afirma Víctor Fernández en su libro Una arqueología crítica: “si se acepta que los humanos accedemos a la realidad únicamente a través del lenguaje, es imposible evitar el corolario de que lo real siempre aparecerá tan borroso como lo es el discurso mismo, de que los límites de la realidad son los límites de nuestra expresión”. Para entender esto basta recordar un ejemplo clásico. Al parecer, en el idioma chino existe un concepto que significa, a la vez, crisis y oportunidad, dos categorías a las que nosotros le damos significados casi opuestos. El propio acto de nombrar las cosas es una forma de entenderlas y es, a la vez, un acto subjetivo, desde el momento en que elegimos nombrar esa cosa y no otra.
Los seres humanos sólo podemos contemplar una pequeña parte de la realidad, que es inconmensurable, le concedemos un significado a los datos que observamos y los ordenamos en una sucesión de causas y efectos que encaja con nuestras ideas y, a partir de ahí, encajamos los nuevos datos que llegan en los huecos que van dejando los anteriores. Si no podemos encajarlos, los rechazamos como falsos. Así se construye la verdad y la mentira. Así es como se va construyendo el discurso que, hasta cierto punto, puede parecer un organismo vivo porque nace, crece, se reproduce en otros discursos y también le llega la muerte cuando no es compatible con las nuevas verdades que van surgiendo. Sin embargo, nunca se puede decir que un discurso esté muerto del todo. Las circunstancias pueden hacerlo regresar al territorio de lo verdadero, o quizá el territorio de lo verdadero amplíe sus límites y englobe al discurso que anteriormente estaba fuera de él.
Dijimos que la historia es un discurso científico construido por nosotros y pensado para responder a nuestras propias preguntas. Tiene un origen en un determinado tiempo y espacio, plantea determinadas preguntas que son resultado de los propios intereses del momento en que se formulan y aporta respuestas basadas en unos datos escogidos y analizados por nosotros mismos, seres subjetivos, no neutrales y no independientes. Todo discurso es contingente, proviene de una realidad histórica y social concreta, se construye a partir de otros discursos y por la mediación de discursos y, a su vez, está en la base de discursos posteriores. Y lo peor de todo es que la realidad no es más que una maraña de discursos. Una inmensa estructura amorfa, decía Foucault, en la que unos discursos se apoyan en otros, interfiriéndose en muchos puntos a la vez y en mutua y constante transformación.
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Bourdieu sobre Foucault y la experiencia personal
Tranquilos, que esto no nos angustie. Las certidumbres existen, sólo que adquieren pleno sentido únicamente dentro del esquema racional que las produce, y no más allá de él. Y, aunque la objetividad es un ideal inalcanzable, nadie dice que debamos renunciar a aproximarnos lo más posible a ella. Es una cuestión de rigor y honestidad. Pero vamos viendo difuminarse la separación radical que desde la Ilustración se estableció entre “lo que es” y “lo que debe ser”, y comprobamos que ética y ciencia son, en esencia, lo mismo, discursos socialmente construidos, y que, por tanto, pueden transformarse o derribarse cuando se quiera. Esa es la clave del pensamiento posmoderno, que nos enseñó a derribar los esencialismos y los universalismos y nos introdujo en el terreno resbaladizo del relativismo. La ciencia fue despojada de esa pretendida neutralidad moral de que gozaba antes, cuando sólo podía ser juzgada desde unos parámetros exclusivamente técnicos, por así decirlo, y establecidos por ella misma, donde las consideraciones morales no tenían la menor cabida. Ahora también la ética (o su versión social, la política) pueden someterla a escrutinio. Un ejemplo: cuando la comunidad científica internacional desestimó en 1973 la consideración de enfermedad de la homosexualidad, aparte de que curó de un plumazo a millones de enfermos, puso de manifiesto la dependencia epistemológica que podía llegar a tener un discurso (en este caso la psiquiatría y la medicina) con respecto a otro (la moral religiosa). Hasta ese momento la homosexualidad, le pesara a quien le pesara, era una enfermedad. Luego llegó la filosofía y demostró el carácter relativo y construido de cualquier forma de verdad. La consecuencia lógica fue ir desvelando las relaciones de dominación y opresión que se ocultaban tras la aparente inocencia de los sistemas de verdad establecidos –ese “sentido común” superficialmente inocuo- y la necesidad de construir e imponer nuevos sistemas de significados, nuevas verdades, al servicio de ideales éticos, solidarios y humanistas. ¿Para qué sirve la historia? Para esto.
Con la historia construimos un pasado mediante el cual nos definimos en el presente, y las preguntas que nos hacemos en relación a la historia surgen de necesidades que se nos plantean ahora. No es casualidad, por ejemplo, que la historiografía de género surgiese a finales de los 60, a la par que el movimiento feminista contemporáneo. Construir el pasado, que en eso consiste hacer historia, es construir el presente. Hacemos preguntas al pasado en función de las dudas de ese momento y el pasado nos responde generalmente con datos desnudos. Después nosotros les damos una coherencia causal –o los rechazamos- en función de nuestros conocimientos, nuestros regímenes de verdad y nuestros intereses. La historia o la arqueología han sido en otras épocas la coartada perfecta para llevar a cabo invasiones y guerras imperialistas. Por seguir con el ejemplo del nazismo, autores alemanes pretendieron demostrar el origen de varias culturas prehistóricas centroeuropeas según teorías difusionistas, según las cuales el foco cultural surgía de forma prístina en Alemania, desde donde se extendía como un manto benéfico y civilizador por el resto de los territorios circundantes, mucho más atrasados y que recibían, de esta forma, la civilización. Estas teorías, que luego se demostraron falsas, formaban parte de la idea del Lebensraum, utilizada por la política expansionista nazi hacia la Europa del Este.
La historia es sólo un frente, hay muchos otros. Y en todos ellos trabajan personas que tratan de desmontar las “verdades” opresoras, el armazón teórico al servicio del poder que legitima desigualdades e injusticias, siempre desde el rigor y la honestidad. La historia es un combate vivo, y siempre inacabado, por el pasado para construir un determinado presente, y eso conlleva enormes responsabilidades.
Alejandro Ferreiro
Referencias
Foucault, M.: El orden del discurso, Buenos Aires, Tusquets, 1992.
Fernández Martínez, V. M.: Una arqueología crítica. Ciencia, ética y política en la construcción del pasado, Barcelona, Crítica, 2006.
historiaignoradadelahumanidad.wordpress.com
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