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No hay loco de quien  algo no pueda aprender  el cuerdo.
Calderón de la Barca

 

Todos sabemos que las calles de las noches de los fines de semana son para los jóvenes principalmente, y para aquellos que buscan algún tipo de ocio. Damos por sentado, que en ciertos momentos, la vía pública está monopolizada por una gente con unas características muy concretas. No nos hemos parado a pensarlo, pero es así y se asume; estamos socializados en los horarios callejeros.

Pero hay un monopolio mucho menos conocido, menos asumido y más ignorado: el de los “locos”, que desde mi punto de vista es mucho más intrigante. Los amaneceres son para los autómatas y para los incomprendidos. El alba callejero está inundado de gente que no ha terminado de despertar y que se ve obligada a salir de casa para ir a trabajar, aun con el cerebro a medio rendimiento y ejecutando todos los días los mismos trayectos de forma casi inconsciente. Pero entremezclados entre los no-despiertos, encontramos a toda una serie de individuos que no van a trabajar ni tienen ninguna responsabilidad.

Es este grupo el que realmente se adueña del espacio público. Los que se dirigen a sus quehaceres diarios no toman posiciones relevantes en el urbanismo, simplemente levitan sobre él sin modificar ni ser modificados. Sin embargo, observando un poco, descubrimos que las personas que realmente utilizan el espacio urbano son los que podríamos calificar al margen de lo socialmente establecido.

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Cuando despunta el día, salen a la luz esos queridos lunáticos tan necesarios en todo escenario social. El porcentaje de diógenes, dementes, desequilibrados,  esquizofrénicos, alcohólicos… es mucho más elevado que en cualquier otro momento del día. Las papeleras y contenedores de basura son más disputados que nunca, entre los que buscan objetos inservibles que llevar a casa y los que buscan litronas medio vacías que llevar a la garganta. Las colillas acumuladas durante la noche, son exhaustivamente recogidas por los que hacen de este hábito su modo de vida. Todo ello, bajo el murmullo de los que mantienen un diálogo con el aire, recitando mantras y otros rezos que jamás podremos descifrar.

            Ante un panorama tan sumamente desviado, (en el buen sentido del término social) es inevitable buscar algún tipo de explicación, intentar descifrar el misterio de los madrugadores perturbados. Desde una perspectiva empática, si las dudas, las obsesiones, los miedos y las voces moldearan mi vida, estoy segura que la noche sería el peor momento. Ese en el que todo el mundo duerme excepto mis monstruos, que aprovechan la oscuridad y la intimidad de penumbra para inundarme más que nunca. ¿Quién no ha tenido miedo de algo estúpido sólo por ser de noche? Quien esté libre de locura nocturna transitoria que tire la primera piedra. 

Cuando has pasado la noche luchando contra tus quimeras, los primeros rayos de luz suponen la victoria. Es comprensible que sea entonces cuando más necesiten salir a la calle, para escapar definitivamente de la opacidad y sus consecuencias. Tras haber batallado durante horas, salir a respirar es más que urgente, por eso no hay tiempo que perder, en cuanto el día comienza a ganar terreno los vencedores se echan a la calle.

Además de todo lo anterior, también es importante tener en cuenta que durante dicho período del día la presión social es menor que en otros momentos. Como ya hemos mencionado, los “locos” comparten la calle con somnolientos que prestan poca o nula atención a su alrededor. Según transcurren las horas, la vía pública se llena de todo tipo de personas, que se convierten en un jurado popular, juzgando a los que se encuentran a su alrededor por su forma de vestirse o de comportarse, las aceras se convierten en una especie de patíbulo donde el gran público decide sobre tu suerte. Este escrutinio puede convertirse en algo casi peor que las figuradas compañías nocturnas de las que tratan de escapar al alba. La sociedad puede ser muy tirana con quien no comparte sus normas.

No sé vosotros, pero yo seguiré fascinándome cada aurora con todos aquellos que caminan al otro lado de la línea de la cordura.

 

Azalí Macías

 

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