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Soledad

El sonido del cello se oía desde la Rivera.

Mi fuga del plan de gira me había hecho sentir tan yo, que decidí prolongarla mientras pudiera, así que despaché el poco equipaje que llevaba, y me fui por mi cuenta, o por la de mis deseos de soledad.

Demoré el máximo que me permitía el contrato, que especificaba que debía estar en la ciudad donde se celebrara el concierto la tarde anterior, para completar al menos un ensayo, afinación y acústica. Una cláusula impuesta por mí, ahora me limitaba. Pero no demasiado, pasé dos días andando por los alrededores de mi siguiente destino, Reisenburg, un pueblito con tradición musical a orillas del Rhin, donde daría mi próximo concierto. A mis ojos, Reisenburg era una escenografía del ideal, con calles prolijas, casas de ladrillo, y madera, y techo de pizarra, y el sonido de mis pasos. El silencio es una bendición de estos pueblitos alemanes, dedicados al cultivo de la viña y de la paz. El lado izquierdo del pueblo trepaba progresivamente la montaña, y de una de las casas, salía el sonido del cello.

Había llegado en el tren de las cuatro, con el portafolios como único equipaje, y había registrado mi entrada en el hotel. El encargado alemán de la gira se presentó, menos sonriente y más amable que el francés. Johann coordinaría también la presentación en Budapest, que acumulaba complicaciones, pero que seguía en firme. Me informó que el concierto sería un éxito, que las entradas estaban vendidas, y que me presentaría a mi compañera de escenario en cuanto estuviera preparado. Mi viaje no había sido largo, en realidad. Dejé el portafolios en la habitación y salimos.

Le indiqué con un gesto la música que se oía, el cello ondulando en el aire del pueblo.

  • No sea impaciente, ya la conocerá – me respondió-, ya estamos cerca. Este auditórium lo inauguramos hace cuatro años, pero el edificio en el que está tiene dos siglos y medio, es uno de los más antiguos de la zona.

Me asombraba conocer la edad de las piedras, más acá de la geología; que un edificio común y silvestre tuviera más años que, por ejemplo, mi país, me resultaba fascinante. Frente a uno de estos se detuvo.

Los números romanos de la fachada insinuaban que había sido construido en el año mil setecientos cuarenta y seis. La puerta, inmensa, de madera, no hizo ruido al abrirse, sin embargo. Un detalle más del culto al silencio. Nadie sería capaz de afirmar seriamente que la música del violonchelo, que había crecido hasta la vecindad, lo rompía. Subimos por una escalera oscura de madera hasta el primer piso.

Estaba de espaldas a la puerta cuando entramos, y así fue mi primera visión de ella. Ensayaba una pieza que no incluía en su participación, sólo por ensayar, porque tenía una manera de tocar que conmovía. Si oírla desde la calle fue un asombro, mirarla era conocer el éxtasis.

Entramos en la sala sin hacer ruido, en puntas de pie, hasta situarnos frente a ella. Estaba tocando con una partitura desplegada en el suelo, y con los ojos cerrados. Pude detener a tiempo el impulso de Johann de interrumpirla, y le pedí con un gesto que la dejara seguir.

Tenían algo de sensual sus maneras. El cello que bailaba sobre su punto de apoyo y entre sus piernas abiertas, la expresión de ausencia y los ojos cerrados, las ondas musicales que dibujaba su espina dorsal y su pelo largo, lacio y dócil. Hasta el movimiento arrítmico del arco me inducía a inopinados pensamientos eróticos. También la música que tocaba, por la que me dejaba llevar sin oponerme.

Dejó de tocar cuando abrió los ojos y nos vio, con un gritito de susto. Un sonido agudo e instintivo, que terminó de disponerme. Las presentaciones las hizo Johann.

  • Soledad –dije, acentuando las pausas entre las palabras para que entendiera-, me encanta tu música.
  • Muchas gracias –me sorprendió en castellano- es un placer compartir velada con usted.

Soledad era muy joven, una clasificación que cambia de edad a medida que crecemos. Era muy joven de veintipocos años. Pero tampoco era como para andar con formalidades, si mi corazón latía a ciento quince.

  • Por favor, tuteame. Hablás muy bien el castellano.
  • Es que soy de Valencia.
  • ¿En serio?
  • Si, pero vivo aquí con mis tíos, vine hace muchos años a estudiar música, y me quedé.

Me pregunté cuántos años serían muchos años para esta criatura.

  • Qué bien, así que sos española. Bueno, Soledad española, me encanta tu manera de interpretar.
  • Gracias, a mí también me gustas tú. Tengo un disco tuyo, y me fascina tu manera de entender a Chopin. Es, no sé, no sé cómo explicarlo… me fascina.

¿Un disco mío? ¡El, disco!, pensé, sin ninguna intención de privarla del embeleso.

  • Bueno, es que Chopin…es Chopin. Es especial, te invita a entenderlo – dije, sin vergüenza e iniciando mi trabajo fino de conquista. Me sorprendí en esa nueva faz de mi personalidad, que nunca había aparecido en mi vida, acaso nunca antes convocada por una mujer. Johann se había despedido en voz baja, y se había ido discreto, ante la evidencia de la buena comunicación entre los dos artistas. Nos habíamos quedado solos desde antes de que se fuera.

Ella me contaba su historia, cómo había heredado su pasión por la música y por el cello de su padre, un concertista español que no estaba entre mis conocidos; que vivía en el pueblo, en casa de una tía abuela emigrada de la guerra civil, que había tenido que viajar a España esos días, una cuestión de papeles, y que era una lástima que no la pudiera ver justamente esta noche, que iba a compartir auditorio conmigo.

Yo la miraba hablar, lejano a vanidades, y miraba también crecer dentro el deseo más poderoso de mi última década. Tenía triste la forma de las cejas, y al hablar se le movía arriba y abajo la punta de la nariz, lo que agregaba ternura y urgencia a mi deseo. Le expliqué algunas anécdotas de mi carrera, en la totalidad de las cuales salía bien parado, y mi encuentro con algunas figuras internacionales de la música y la danza. Supongo que la habré impresionado, porque me reía las gracias, y me asentía todas las afirmaciones. Ella también me había impresionado, porque seguía yo haciendo gracias y afirmaciones.

No quería agotar el primer interés. Alegué necesidad de ensayar y le propuse cenar después del concierto. Ya sabríamos cómo esquivar el protocolo post. Ella me dijo que en cualquiera de los restaurantes nos podrían localizar, y me aseguró que en su casa estaríamos mejor. ¿Habría inocencia en su invitación? Nada hacía presumir lo contrario. Ni que la hubiera en la mía.

Recogió sus cosas, y me dejó solo. Para ensayar. No había lugar en mi pensamiento para investigaciones musicales ni femeninas. Me había olvidado por completo del asunto. El deseo que latía en mis sienes era genuino, básico, merecido.

Todavía tuve que presenciar su actuación, antes de la mía. Si en la sala de ensayo era un junco que creaba música, sobre el escenario era el mar en vertical; calmo, ondulante o bravío, cuando la ocasión lo requería. En bambalinas nos cruzamos.

  • Tenés un don –le dije, afectado por todo lo que estaba sucediéndome.
  • Te espero en tu camerino. No tardes.

 Esa noche yo también fui de música. Hasta entonces nunca sobre el escenario me había sentido tan poseedor, a la vez que poseído. Parte y juez de una energía que daba sentido a cada una de las horas dedicadas al aprendizaje de la música. El público también aplaudió en esta medida, y seguía aplaudiendo cuando Soledad me enseñaba por dónde salir del edificio sin que nadie lo advirtiera. No tengo la costumbre de conceder bises al público, menos aún lo haría esa noche.

Su casa estaba subiendo una de las calles que venían del río, unos metros más allá de haberse transformado en camino comarcal. Cerró la puerta y encendió algunas velas, no las luces de la casa, para que desde el pueblo no vieran que había alguien dentro. El fuego de cinco velas amarillas me pareció suficiente para empezar, y antes de que encendiera la sexta la sujeté con firmeza por la cintura.

Mi beso llevaba varias horas esperándola. El suyo tampoco era nuevo.

  • Espera, que no he terminado aún.

Dispuso las velas de manera tal que rellenaran las sombras de las demás. Tenía aspecto de ritual de sacrificio. No quiso poner música, contra mi idea de repetir y mejorar encuentros pasados, de ir más allá de lo que había ido. Prolongamos el juego, más allá de lo prudente, pero era necesario. La complicidad en la que nos encontramos en la sala de ensayos creció, la hicimos crecer, con risas y luchas, hasta que quedé por encima de ella, y se hizo el silencio.

Ella me miró gravemente y despacio me hizo bajar la cabeza hasta quedar en contacto mi oreja con su boca. Habló, consultó en susurro:

  • Introito?

El lenguaje común, el argot compartido, las palabras elegidas por los dos estrecharon la complicidad, hasta dejarla al borde de la comunicación. Obediente, conocedor de la importancia de la armonía en el camino del arte, deseoso terminal de iniciar mi papel, convine en aceptarla directora.

  • Introito.

Una larga inspiración fue la respuesta. En seguida estuvimos preparados.

Adagio –ordenó mirándome a los ojos. Adecué el ritmo de las pulsaciones a lo que pedía, iniciando el movimiento. Un rato después:

  • Presto.

Aumenté mi ritmo. Pensaba que ella estaría mejor preparada para ejecutar sus propias indicaciones, pero las seguí según las daba, al pie de la letra.

  • Giocoso! – dijo entonces, y entendí en ese momento que comenzaba la comunicación entre nosotros. Después:
  • Allegro! Allegro ma non troppo, maestro!

A punto de desbocarme contra toda la experiencia, que por momentos se anula, la sabia feminidad cambió mi rumbo mientras tuvo retorno.

  • Rallentando…-dijo a tiempo de salvarme, para seguir unos segundos más tarde- andante…piano…pianíssimo,…paníssimo, cosí…pianíssimo,…Liebevoll.

La seguía, realizaba lo que me pedía en cada uno de sus tiempos y en el momento que ella me lo indicaba. Pero no estaba sometido, porque ella siempre estaba en lo cierto, siempre en mi deseo.

  • Andante… -volvió a elevar de pronto – pizzicatto!

Es difícil mantener un pizzicatto a ciertas alturas, sobre todo si se ha estado al borde del finale. Ella lo quiso así, alternando ritmos y cadencias, gobernándonos.

El punto más alto es el inicio del finale. Ella nos llevó ahí con un…

  • Andante moderato

Seguido, al rato, de un

  • Accelleramento

y enseguida vino un

  • Forte!

para alcanzarlo finalmente con el

  • Fortíssimo, mi amor! Fortíssimo!

Lo que sentí, lo que vi, lo sentimos y vimos los dos. Al unísono. El escalofrío de la luz. El vacío. La plenitud. Supimos, con un solo entendimiento, que por un instante fuimos juntos algo principal, más allá de nombres, de música y de historias. Creo que oímos el corazón del río.

Fernando Blasco

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