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En realidad ella no era tan maniática. Los pelos no le daban tanto asco como aparentaba, casi había superado su fobia a los petardos, algunos gatos incluso le gustaban y hasta sería capaz de acostarse con un pelirrojo, ¿pero que sería ella sin todas esas peculiaridades? ¿Qué tendría de especial y definitorio? Decidió mantener pequeñas extravagancias para mantenerse diferenciable. El precio de mantenerlas era menor que el de ser invisible.

Ese chasquido de los hielos al echar la bebida encima, esa sensación de acostarte en sábanas limpias, la calidez del primer rayo del sol de la mañana en la cara y el café de su madre, eso era lo que echaba de menos estando muerto.

Siendo muy pequeña su madre le clavó una percha en el ojo, fue sin querer, como tantas otras cosas que le había enseñado, la única consecuencia fue que con este sólo veía las cosas verdaderamente importantes; su mundo se redujo drásticamente.

Se había acostumbrado a la letanía de aquel “piedra, papel o tijera” de los niños durante la noche. Desde que su madre encargó a la médium que exorcizara la casa, él tenía insomnio.

Mientras bailaban aquel foxtrot comenzó a sentir que el mundo desaparecía, que los problemas, las facturas, las notas de los niños, la comida familiar del domingo, incluso la gente de su alrededor se esfumaban. Solo estaban ellos, la lejana melodía y la cadencia de los pasos tantas veces repetidos. Tan imbuida estaba en su propia sensación que no fue consciente de cómo su marido le guiñaba el ojo a su jovencísimo amante al otro lado de la sala.

Removía su copa de vino sin dejar de mirarla, la hipnotizaba ver las marcas que el vino dejaba en el cristal para ir desapareciendo poco a poco. Quizá eso fuera la vida, un líquido que da vueltas sin parar, dejando pequeñas marcas que acaban por desaparecer.

¿Dónde estaría el amor? Rebuscaba en su baúl y era incapaz de encontrarlo, había sacado ya las conversaciones tontas, había descartado el sexo e incluso el cariño. Creyó haberlo encontrado cuando vio la amistad al fondo, pero tampoco era lo que buscaba. Después de vaciar el baúl y verse rodeada de respeto, complicidad, diversión, intereses comunes y otras muchas cosas se dio cuenta de que en realidad el baúl mismo era el amor, repleto de cosas en perfecta simbiosis. Entendió que si sacaba alguna perdía el sentido.

Lo que daría porque fuese ya de día, las palabras que aprendía por la noche, se le olvidaban al anochecer de nuevo y estaba deseando utilizarlas. Recórcholis, zambo, grandilocuente… sonaban todas tan bien que no podía esperar a que saliera el sol. Decidió ir a la cama de su madre para darles uso, nunca sospechó que serían las últimas palabras que ella escucharía.

Había algo de extraño en aquella situación. Se sentía tranquila, podía respirar con normalidad y el pecho no le apretaba. La lucha de tantos meses había dado paso a la desaparición total de la tensión, pensaba que la felicidad era más intensa, pero descubrió que era tan solo coger y soltar aire sin ninguna otra preocupación.

Azalí Macías

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