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Dolores (2)

Tenía veintiún años cuando llegó la noticia de la muerte de papá. Mi madre, que desde que se separaron evitó siempre hablar de él, lloró mucho, y yo la abracé. Fuimos todos al funeral, más porque mamá nos lo pidió que porque quisiéramos.

Casi sin luto, no más negros que un detalle; mi padre nos había visitado dos o tres veces al años desde que se fue de casa. Ahora, mayor y vivido, entiendo su pena; en aquel entonces no teníamos motivo para la tristeza.

Fuimos por mamá, y en cuanto terminó la ceremonia, busqué la avenida principal del cementerio para salir, el sol estaba muy fuerte y necesitaba ir a tomar algo por ahí. Antes de llegar a la salida, una voz femenina dijo mi nombre. Una muchacha de pelo negro y zapatos de taco bajo, caminaba deprisa hacia mi; la sonrisa que traía la delataba: era una de los tonos de risa de Dolores. Estaba seguro, pero no lo podía creer. Sólo devolví la sonrisa.

  • Soy Dolores, ¿te acordás de mí? Loli.
  • Claro que me acuerdo, Loli, cómo estás?
  • Un poco triste, por…-indicó hacia atrás con una mano- pero bien, muy bien. ¿Y vos?

No habría quedado bien mostrarme entusiasmado, ni siquiera por verla. Estaba preciosa, se había dejado el pelo largo hasta la cintura, y lo llevaba recogido en la nuca con una cinta lila, a partir de la que nacía una cola recta. Había crecido, sin duda, y la vida debía de haberla tratado con amabilidad, porque su aspecto rezumaba salud. No esperaba encontrar en Loli, cuando de vez en cuando me preguntaba cómo estaría, la forma de mujer adulta que ahora tenía delante, ni la actitud en vestirse, con la que sacaba a relucir su poder de mujer. Apenas fui capaz de asumir el cambio, brusco para mi entendimiento, de aquella nena que me miraba desde su admiración a esta adolescente terminal, que prolonga el abrazo algo más que yo, y decide crear un futuro sin parar de sonreír. Porque dice:

  • Estaría bueno que nos viéramos, un día de estos, para charlar, quiero saber qué hacés, cómo estás, ¡hace tanto que no te veo!
  • Claro, decime cómo es tu tiempo, una tarde que tengas libre, y nos tomamos un café. ¿Vas por el centro?
  • No, una tarde no –volví a escuchar su manera de quejarse-, mejor cenamos, mañana, ¿te parece? Te paso a buscar y me llevás a cenar a la Costanera.
  • Bueno, dale -¿qué iba a decir?
  • Entonces paso a buscarte mañana con el auto, a las diez. ¿Listo?
  • Listo –dije.

Se abrazó a mí para despedirse; fue ella la que terminó el abrazo esta vez. Antes de separarse me dijo al oído todavía

  • ¿Te acordás del beso que me diste el día de mi cumpleaños? Fue mi primer beso. Nunca lo olvidé, ¿sabés?

Y se fue. Y yo me quedé, vivo como nunca, a las puertas de salida del cementerio.

A partir del momento en que se fue, mis horas fueron la preparación de la cena de la noche siguiente.

Iba a ser el día y medio más largo que había vivido en lo que llevaba de vida. Sólo durante los primeros minutos recordé la imagen de Loli de antes, la de ahora se imponía en mi pensamiento.

La noche de la primera cena Dolores llegó tarde. Tal vez tarde no sería correcto si consideramos que llegó treinta y cinco minutos después de la hora acordada, pero dos horas y media antes de la que iba a dejar de esperarla. Mientras íbamos al restaurante hablamos de superficialidades, ella estaba por entrar a la Universidad, Matemáticas, salía con Gerardo, y planeaba un viaje a Islandia, porque le habían dicho que Reykjavik es maravilloso en verano. Yo no salía con nadie, estaba en tercero del Conservatorio, me había inclinado por el piano, y no tenía ningún plan fuera del país. Nos pareció bien a los dos. Sentados a la mesa, los temas eran cada vez más profundos, hasta que le pregunté por Gerardo.

  • Tiene veinticuatro, está por recibirse de abogado. Hace un par de meses que salimos, pero no sé, me parece que me estoy equivocando.
  • ¿Cómo es eso? –pregunté, aferrado a la punta del ovillo.
  • Sí, no sé, me parece que no termina de convencerme, no sé cómo explicarte, ¿viste cuando alguien no va?

Sus gestos eran sinuosos.

  • Sí, creo que te entiendo.
  • ¿Nunca te pasó algo así? Esta semana hablo con él.

A mí no me había quedado claro si iba a hablar con él para dejarlo o para proponerle que juntos trataran de sacar adelante una relación que le importaba, de veras. Mi sesenta por ciento temeroso quiso interpretar esta segunda posibilidad. Dejamos el tema.

El postre se acercaba amenazante, el tiempo se iba y con el tiempo mi oportunidad. Hasta que encontré la manera de retomar, de perdidos, al río, que nos regalaba un viento fresco.

  • Así que te acordás de aquel beso que te di el día de tu cumpleaños?
  • Sí, claro que me acuerdo –el tono de su voz se hizo íntimo de repente-, esas son cosas que una mujer no se olvida. Y vos eras algo así como un ídolo para mí, todo lo que hacías me parecía admirable, era una nena…
  • A mí me gustó mucho –dije, por decir algo.
  • Claro, tonto, a mí también, pero éramos chicos.
  • Sí, éramos chicos, hace ya muchos años.

Estaba a punto de sentirme un imbécil completo, por haber pensado que una mujer como la que Loli era iba a tener algún interés en mí, y por haber perdido la noche y las ilusiones, cuando sentí su pie en mi pantorrilla. Me moví ligeramente, para que no pensara que no sabía entender un no, pero ella volvió a tocar mi pierna con su pie, que comenzó a subir y a bajar, muy delicadamente.

  • Quiero decir que éramos chicos, que no sabíamos entender un beso; ahora ya sabemos.

El pie llegó a su objetivo mayor, y ella me besaba con la mirada. Del primer beso y de los siguientes fueron testigos y soporte los árboles de la vereda del río. Contra cada uno de ellos nos fuimos apoyando para descubrir el cuerpo del otro y el propio fuego. Así llegamos al auto, y dentro casi no nos contuvimos.

 Bordeamos el río a marcha lenta, sin perder el contacto, que crecía fervoroso en cada semáforo que nos detenía. Ahora pienso que esa noche como nunca la meta era el camino. Pero llegó un punto de necesidad, de necesitarnos tanto y con tanta urgencia, que necesitamos también una meta. Estábamos en pleno centro.

  • ¿Dónde vamos? –preguntó.
  • Doblá acá.

Entonces vivíamos en la casa de familia, arteramente ocupada por sus habitantes, de modo que tuvimos que acudir a una solución de calle. Tres minutos más tarde entrábamos en un hotelito de una calle cerca del río.

El conserje nos dedicó una mirada descendente, que me pareció judicial, y de mala manera nos dio un acrílico de color anaranjado, con el nombre del hotel y dos números tres grabados. No era el escenario que yo había imaginado, pero de vez en cuando la imaginación tiene que ser comprensiva con la realidad. En el ascensor no hicimos más que mirarnos, sin ninguna calma. Llegamos vestidos a la habitación, sin embargo. Mi camisa llegó al suelo con el sonido de la puerta al cerrarse. La desesperación por alcanzar no sabíamos bien qué, tal vez no ese placer, que iba a ser atropellado, tal vez no el orgasmo, que era incierto, tal vez no hacer el amor, sino haberlo hecho.

Un soplo de aire caliente y húmedo, una carrera del uno hacia el otro, un tobogán hacia arriba, la contragravedad, y el rayo; un rayo grito estremecido, que trajo la paz sin principio ni fin. No hubo una sola palabra. No hacían falta. La historia con Dolores había cerrado su primera etapa.

No todavía, faltaba la coda. Cinco minutos para iniciarla. Quince para concluirla. Diferente, más saboreada, menos urgente, con los tiempos más largos y la atención en el otro, la suya en mí, la mía en ella. Diferente. Ahora sí había terminado la primera época de Dolores, que nunca se había iniciado porque no teníamos memoria de antes. Yacía, agotada, entre los dos.

No estuvimos mucho tiempo sin etapa, la segunda la comencé con un viaje de las yemas de mano izquierda enfiladas, la del índice descubriendo, la del meñique, fundando. Desde la curva angulosa del mentón, ascendiendo y descendiendo al paisaje recién encontrado y todavía por aprender. El viaje de mis dedos hacia el sur de la mujer, los pies finos por conquistar, me obligó a incorporar el tronco a partir del paso de mi mano por los muslos, y nos dejó a un solo movimiento del inicio.

Esta vez el encuentro de los anhelos fue distinto. Cada quien era una intención de comunicación a través del placer, una manera de conocer al otro y de conocerse, manos, bocas, piernas, ojos, sin más futuro que el del encuentro. Fue más lento el ascenso, y menos trabajoso, y me enseñó, por ejemplo, a quien seguiría unido mi cuerpo por el resto de los días. Y en el final, en el breve estallido del mundo entre los dos, la voz de Loli se transformó en un bramido primitivo, profundo y grave, que venía desde la oscuridad en la que la última primate se giró y miró a los ojos a su macho, y la perpetuación de la especie dejó de ser una razón. Tan distinta había sido su voz en el último placer, que desde ese día mi obsesión fue conseguir esas mismas tonalidades de las cuerdas de mi piano, y en las sucesivas batallas amorosas.

Logré algo similar a aquel bramido en el piano, en el ensayo previo a un concierto en una capital de provincia ajada por el sol y el polvo; Loli y yo llevábamos seis años de casados. Había comenzado a perderlo en nuestra cama.

No voy a decir que el piano sustituyó la voz, no voy a cometer esa inocencia, pero era el mínimo consuelo de posesión ante la sospecha de la paulatina huida. El momento llegó en que el sucedáneo fue lo único que tuve. A riesgo de que alguien me acuse de obseso, o de cosas aún peores, dejaré constancia de que escribí en mi partitura la melodía del éxtasis en la voz de Dolores; lo hice por nostalgia, o por el afán de sentir otra vez mío lo que alguna vez lo fue. La partitura, casi en blanco, la guardé como el recuerdo más valioso, y empecé a llevarla conmigo en los viajes, junto con las de Mozart, Smetana, y Haydn, pero oculta dentro de una de las obras de Ludwig van Beethoven, que a menudo ejecutaba: Para Elisa.

Mi nostalgia por aquellos fervores parecía no sucederle a Loli, ella se había acoplado a la vida matrimonial sin sobresaltos, buscó los hábitos más naturales, y se acomodó en ellos. El sexo entre nosotros había pasado de ser música coral a un blues pactado para los domingos por la mañana, un trámite higiénico. Un peor es nada. No podría decir que nos habíamos dejado de querer, pero estábamos en esa etapa en la que los amigos del fin de semana cumplían el papel de la televisión durante la cena, hablar para que no se escuchara nuestro silencio.

Entre los elegidos estaban Rebeca y Arturo. Él era colega de Dolores, y alguna vez habían trabajado juntos en algún proyecto de publicidad, como colaboradores externos. Su mujer era agente de prensa de un laboratorio de segundo orden. Tenía un sentido del humor particular, era hábil con las palabras. De las tres o cuatro parejas con las que a veces nos veíamos, era con ellos con quienes mejores ratos pasamos, y con quienes la tarde se nos iba más deprisa. Una vez, cuando compartían una colaboración, Dolores me comentó que lo había visto mal a Arturo, que llegaba tarde y con el gesto cansado, que sus ideas no tenían la vivacidad que era su característica. Me limité a decir qué raro, pero por un momento comparé la descripción que Loli hacía de Arturo, con la imagen que a veces tenía de mí mismo.

  • ¿Por qué no los invitás? –pregunté-, a lo mejor lo que necesitan es distraerse.
  • Buena idea –dijo ella, después de tanto tiempo- mañana le digo a Roberto si quieren venir a comer este domingo.

Malo fue que el domingo, por obligaciones de anfitrión, ella decidió saltarse el hábito de higiene; peor, que apenas me costara aceptarlo. Fuimos los perfectos anfitriones, la comida estuvo lista diez minutos después de que llegaran los invitados, y la bebida no faltó.

No presté atención al alcohol que consumimos, por eso no estoy seguro de atribuir el hecho a los efluvios de Dionisos. Sucedió que unos minutos antes de irse; Roberto y Loli se acercaron hasta el escritorio, para buscar unos papeles que tenían que estudiar la siguiente semana. Los miré perderse por uno de los lados del marco de la puerta y, antes de volver la cabeza y buscar un tema de conversación, la voz de Rebeca se dirige a mí.

  • Tenés fuego?

En esa época no fumaba, pero había rondando por la casa un encendedor, debía de ser de Roberto; estaba sobre la mesita, justo enfrente de ella. Anfitrión y caballero me levanté, y me incliné para darle fuego, no la miraba a los ojos, pero me daba cuenta de que ella no quitaba su mirada de los míos, y del movimiento de mis manos. La verdad es que ella tampoco había fumado en toda la tarde, lo que noté en cuanto el cigarrillo estaba encendido, y la miré, fugaz. Esperé el humo, y el humo vino, directamente a mi cara.

  • Ser músico debe ser apasionante.
  • Bueno, está bien, a mí me gusta desde chico…
  • Ah, sí? –dijo Rebeca, con un tono explícitamente insinuante, que no conseguí asociar a mi afirmación anterior.
  • Sí, desde chiquito aprendí a tocar – fue terminar la palabra y comenzar el arrepentimiento.
  • Pero mirá vos qué interesante..! –se creció el tono con la oportunidad.

¿De dónde había salido este súbito interés? Dos veces nos habíamos sostenido la mirada, durante la comida y en la sobremesa, mientras hablaba Roberto, que casi siempre hablaba, pero de ninguna manera eran vientos para estas tempestades. No me sentía cómodo en una situación que no dominaba. Antes de llegar a la desesperación, me aferré a un nombre.

  • ¿Sabías que mi primer regalo para Loli fue tocar Para Elisa en guitarra? Era su cumpleaños.
  • ¡Qué romántico! Sos un dulce –su mano estaba ahora sobre mi muslo.

La actitud de mi invitada no dejaba una luz por donde huir de este laberinto del doble sentido.

  • Y sí, ella se lo merece. ¿Querés otro café?
  • ¿Pensás que es eso lo que yo quiero?

 Fernando Blasco

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