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Por fin había llegado el momento y sin darse ni cuenta, estaba tan emocionado que una lágrima se precipitó por su cara.
Los cientos de trámites, los miles de euros que había gastado en el vientre de alquiler y los meses de espera habían merecido la pena.
Delante de él por fin estaba aquel bebé que tanto le había costado conseguir, crujiente y en su punto, como siempre lo había imaginado.


Antes de salir de casa repasó minuciosamente cada pequeño detalle. Se aseguró de ponerse su traje más caro, recién salido de la tintorería. La camisa nueva planchada a primera hora por su empleada doméstica. Corbata de seda a juego con los gemelos que había heredado de su padre. Zapatos de cocodrilo recién abrillantados. Unas cuantas gotas del perfume más caro del mercado. La raya al lado bien marcada y el pelo engominado y por último y no por ello menos importante, el estuche de plata con su turulo de titanio forjado a mano, a juego con su tabique nasal.
Era su primer día como director ejecutivo y debía estar radiante.


Piña, manzana, kiwi, melocotón, pera, granada, flujo vaginal y azúcar. La mejor macedonia que había probado en su vida era postre habitual desde que su compañera de piso y amiga se había convertido también en amante.


Cuando la conoció supo que era su media naranja, nunca había visto a nadie tan exprimido sin un espejo de por medio.


Y este de regalo, aunque lo sé, de micro no tiene nada:

Por fin había llegado el día. El tan esperado día en el que por fin, después de 8 años, le iban a poner  la prótesis en la pierna e iba a poder andar con mediana normalidad. Llevaba esperando con ansias aquel momento desde siempre y realmente, poder andar con normalidad y abandonar por fin las muletas era lo de menos. Tampoco le importaba demasiado el poder empezar a valerse más por sí mismo y tener que pedir menos ayuda para ciertas cosas. Apenas le importaba que su prótesis fuera de última generación y tuviese una composición de metales que se adaptaban perfectamente a su muñón. A él, aunque lo disimulase, lo único que le importaba era que por fin, después de 8 años soportando las risas de sus compañeros de clase, el mote que le habían puesto, iba a quedar obsoleto al fin. “El sinpi” así le llamaban todos. Un mote poco currado que además de vulgar era bastante ofensivo. Era la abreviatura de “el sin pierna”, puro ingenio.

Después de una noche llena de nervios en la que apenas pudo pegar ojo, llegó la mañana. Se levantó con más ganas que nunca de ir a clase. Ignorando los dolores que su nueva prótesis le brindaba, se vistió, desayunó deprisa y corriendo y se puso en marcha.

Su plan era llegar temprano y esperar en la puerta del instituto a que fueran pasando uno a unos sus compañeros de clase y así lo hizo. Cuando llegó, se apoyó en la barandilla que estaba enfrente de la puerta y se reclinó sobre su cuerpo, apoyando la pierna buena en la barandilla y sosteniéndose solo en “la nueva”. Aquella postura no era todo lo cómoda que podía parecer, pero merecía la pena sufrir un poco para lucir su nueva pierna. Levantó la cabeza y vio doblando la esquina a dos compañeros de clase, él se puso a disimular, como si no los hubiera visto y mientras se acercaban lentamente, él se preparaba para los elogios. “Como mola tío”, “vaya pasada de pierna”, “Que guapo”, cualquiera de esas frases le hubiera valido para estrenar su nueva pierna con orgullo, pero en vez de eso, lo único que escuchó fue “ostia, el sinpi se ha vuelto robocop”. “Puta vida” pensó, mientras deformaba su postura de chulo  hasta recuperar la verticalidad y se dirigía a la puerta del instituto.

Juanma Vázquez

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