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Honoré Daumier, desde hace un tiempo, se ha convertido en uno de mis pintores favoritos: asentó el realismo francés del siglo XIX con una crítica profunda a la sociedad gala de la época, lo que le llevó en una ocasión a la cárcel a causa de sus litografías, caricaturas y lienzos sobre los poderes que dominaban el panorama francés de su tiempo.

El contexto histórico del s. XIX ya de por sí nos dice mucho: cristalización de los movimientos y pensamientos socialistas, las revoluciones fallidas, las guerras fraticidas, la caída de imperios, el auge de otros, colonialismo, capitalismo… Sin embargo, no es el punto en el cual quiero incidir, sino en la idea de la representación del cuadro que nos atañe:

En la imagen podemos ver tres abogados de la época ataviados con su indumentaria, risueños, rivales dialécticos, amparados e iguales. No obstante, al fondo, casi imperceptibles, tenemos otras tres figuras en la negrura de la composición. Tres, lo que parecen dos mujeres y un hombre con vestimentas modestas, de los de abajo, entre llantos y caras de resignación, desamparados e iguales.

Es obvio lo que Honoré quiere reflejar en la composición: los que parecen «protagonistas», iluminados a ojos de la sociedad, son los garantes de la justicia y el orden; mientras, en la penumbra, los olvidados se limitan a ser los afectados por la injusticia, por las tablas de bronce que recaen sobre ellos como una guillotina y por la desigualdad patente. La desigualdad es el claroscuro de óleo.

Hay una jerarquía, una hegemonía, unos roles sociales que siempre castigan a los desfavorecidos y empujan a la apoteosis a los privilegiados, a los que, soberbios, ya creen tocar el cielo. Dan fe de ello. También la quitan.

El juego de la luz es magnífico, desde luego. ¿Siempre es positivo estar iluminado por la imagen, abstracta, que se tiene sobre ciertos sectores elitistas, academicistas y, sobre todo, con un privilegio de poder?

Ahora es inevitable caer en las analogías y anacronías para con el presente.
España, s. XXI. No es necesario profundizar más, sobre todo cuando hace poco vislumbramos al presidente del gobierno testificando por la trama Gürtel y el trato recibido por algún que otro jurisconsulto; las penas desorbitadas para acallar pensamientos subversivos en muestras artísticas, llegando a la sentencia de cárcel, etc.

Entretanto, vemos a los abogados, jueces –todos los que se dedican a la jurisprudencia–, reír, charlar, vivir en un idilio (eso sí, muy trabajado, porque se dejaron el sudor de su frente en ser esos homini novi de los que nos hablaba Cicerón), permanecer, en una inmensa mayoría, como personajes neutros y paladines de unas leyes que sólo sirven para los que están en la cima de la cúspide de esta pirámide construida por el esclavismo. Dice mucho de esto cuando 1/3 de la jurisprudencia proviene del Opus Dei; dice mucho cuando la alcaldesa, jueza de profesión, de Madrid, iguala el pensamiento antifascista con el fascista, cuando quiere gobernar para todos haciendo el juego a «respetar las leyes y tratar a todos igual» –cuando para muchos de estos letrados y políticos de oficio muchas de esas leyes no parecen existir, o que se lo digan a aquella de Memoria histórica–.

Cuando la justicia lleva siglos fallando y actuando en favor de los mismos, creo que es hora de replantearse si todos aquellos luchadores, artistas e ideólogos de los movimientos reivindicativos en contra de las prisiones y el sistema abstracto del poder judicial estaban errados. La rebeldía es sólo un acto de justicia. Ésa es la justicia: la que nos niegan.

Nuestros protagonistas no están ni estarán iluminados nunca. Mientras exista la desigualdad, existirán los claroscuros.

 

Álex Negro

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